sábado, 1 de junio de 2019

Por otros medios


A esta alturas, es obvio que ninguna exposición va a venir a descubrirnos a Matisse, fuera de aquéllos aficionados que apenas han comenzado a serlo. El puesto de este pintor como el otro gran gigante de la vanguardias de la primera mitad del siglo XX - el primero sería Picasso - parece inamovible, fijado en el canon como artículo de fe, verdad revelada. Sin embargo, en la obra de todo artista siempre quedan áreas en la penumbra, bien por olvido, bien por no hallarse a la altura, de forma que ese descubrimiento, ese relámpago repentino, se hace realidad posible, por mucho que Matisse nos parezca conocido, trillado, de ordinaria administración. Esto es lo que ocurre con la muestra Matisse, Grabador, abierta hace nada en la Fundación Canal madrileña

Por supuesto, Matisse sigue siendo Matisse, sea cual sea la técnica en la que plasme su arte. En sus obras finales, aquellas que recortaba en papel charol, cuando la enfermedad le impedía pintar al óleo, siguen presentes esa pasión por la línea, ese enamoramiento del color, que le llevaron a ser el más fauve de los fauve. El único, quizá, que no acabó perdiéndose en los laberintos y recovecos de la revolución que habían desatado en 1905, como le ocurrió a un pintor que estimo muchísimo, Derainm, cuya obra desde 1920 hasta su muerte es la constatación de una inexorable decadencia, interrumpida por chispazos de genio, breves y aislados. Por el contrario, la evolución de Matisse, a pesar de parones y desvíos, siempre acababa por encontrar nuevos cauces por donde fluyera su creatividad, aunque fuera mutando radicalmente de formato y materiales.

Como sucede en esta exposición, en la que se comprueba como Matisse logró transmutar y destilar su arte, adaptarse a técnicas que obligaban a renunciar al color deslumbrante, suplido y substituido en parte por la infinita variedad de tonos y difuminados de gris. Una traducción que podría parecer sencilla - todo artista parte siempre de esbozos monocromos -, pero en la que sólo han logrado brillar unos pocos pintores de genio: Durero, Rembrandt, Goya, Picassa. También Matisse, quien supo conservar la elegancia de su trazo, su habilidad para el arabesco exuberante, tan avezados ambos que le permiten crear una figura con cuatro lineas, sin perder nada de su belleza, ganando incluso en fascinación




Matisse sigue siendo Matisse, por consiguiente, tanto en la pintura como en el grabado, infusas ambas formas de esa calma, lujo y voluptuosidad que figuraban en el título de uno de sus primeros cuadros. Sin embargo, si su grandeza se quedase ahí, sus grabados no pasaría de mero apéndice a una obra cuyos mejores logros se encuentran en otros formatos. Y no es así, o al menos no debería ser así, si sólo porque esa transición de la pintura al grabado no es única sino múltiple. Matisse se atrevió, y pugnó por adaptarse, con una multiplicidad de técnicas, cada una con  sus propias capacidades y exigencias expresivas, cada una con sus limitaciones y carencias. Así, no sólo practicó las más evidentes, como la xilografía, la litografía o el aguafuerte, sino que cultivó otras más exóticas, caso de la linografía.

Técnicas dispares en las que Matisse supo descubrir qué características de su arte podían ser plasmadas con mayor fidelidad y éxito. Por ejemplo, sus linografías destacan por la expresividad de su línea, que recuerda la manera en que, al final de su vida, esculpiría la cartulina con las tijeras. Consiguiendo, además, que esa línea se resaltase aún más al convertir el grabado en un negativo fotográfico, donde los trazos brillasen en blanco sobre un fondo de negrura insondable. O el caso diametralmente opuesto, utilizar las posibilidades de la litografía para replicar los efectos pictóricos, difuminados incluidos, de manera distinta, pero no por ello menos verdadera y expresiva.

Exposición a la que sólo le veo un pero: acabarse demasiado pronto. Mejor dicho, estar tan desprovista de pretensiones, parecer tan humilde y cotidiana, que se transite por ella sin verla en realidad. Pensando, de manera equivocada, que en ella no hay nada nuevo, nada de auténtica importancia, cuando en realidad es todo lo contrario.

Razón por la que me hubiera gustando encontrarme con ella de joven, no ahora, con mi sensibilidad ya medio embotada.


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