Entre las películas de animación que tenía olvidadas en el montón de ver, estaba The Song of the Sea (La canción del mar) dirigida en 2014 por Tomm Moore. Este director irlandes no era un desconocido para mí, más bien al contrario. Hace ya bastantes años les había comentado la fuerte impresión, casi enamoramiento instantáneo, que me había producido su primera película, la mágnífica The Secret of Kells (El secreto de Kells, 2008). Dentro de la falsedad posmo-pop, tan habitual en la animación norteamericana, esa primera película de Moore conseguía mirar al pasado y a sus mitos, sin ironía ni distanciamiento, para traerlos a nuestro presente como algo válido y vivo. Sin que se notase el necesario esfuerzo de adaptación y actualización, sino tendiendo un puente entre esas tradiciones preindustriales y nuestro mundo tecnificado. Lo que sería un imposible para el posmodernismo reinante, tan obsesionado con encerrarnos en cajitas monopersonales, pero que Moore consigue con pasmosa facilidad.
Se pueden imaginar, asímismo, que contemplaba The Song of the Sea, con cierto recelo. No es la primera vez que una primera película excepcional no tiene continuidad, bien porque el director no halla financiación para un segundo intento, bien porque acaba repitiendo, sin variaciones, lo que le llevó a la fama, bien porque se pierde definitivamente al intentar escapar de las restricciones que él mismo se impuso. Sin embargo, desde los primeros minutos, todos mis temores se disiparon. Las características que hacían notable a The Secret of Kells estaban presentes en esta nueva obra, reconocibles e inconfundibles, pero sin que se notasen sígnos de cansancio, ni síntomas de aplicación mecánica. Su frescor y su fuerza seguían siendo arrebatadores.
El primer acierto, por descontado, es que Moore es uno de los pocos directores actuales que recuerda en que consistía el encanto de la animación 2D. Si recuerdan mis quejas y lamentos contra la 3D, mi principal reproche se dirige contra su obsesión por reemplazar la realidad. Ahora que se ha alcanzado la perfección completa, hasta el punto que la imagen sintética puede substituir a la filmada, muchos películas de animación son meras fotocopias de lo que se podría conseguir con actores reales y efectos especiales, como ocurre, por ejemplo, con gran parte de los cortos de Love, Death & Robots (2019). En esas condiciones. no veo ninguna razón para rodar en formato animado, fuera de los ahorros de costes.
Sin embargo, las películas de Moore el dibujo es esencial. Sin haber sido dibujado, y sin haberlo hecho de ese modo preciso, tan rico e imaginativo, lo que se cuenta en The Song of the Sea no tendría el mismo impacto. Desde el primer instante y a lo largo de todo el metraje, el dibujo se convierte en puente entre dos mundos: el de la realidad y el de los antiguos mitos celticos. Es el único medio que permite traer esas leyendas a nuestro presente, para transitar luego de vuelta a ellas. Esta facilidad de paso se debe a las cualidades metamórficas del dibujo, que no sólo se aplican al mito, sino al propio paisaje - veáse, en la secuencia anterior, como el protagonista crea una versión abstracta de sus andanzas - y a los personajes. Cada uno de ellos tiene un correlato en el mundo de la imaginación, de forma que le es posible transformarse en su otro yo, tanto de ida como de vuelta, y sin aparente dificultad. Las barreras e imposibles asociadas a la representación cartesiana de la realidad son difuminadas, desvanecidas, por el mero hecho del dibujo.
Un dibujo que, no se olvide, es siempre de arrebatadora belleza. Un atractivo que no se queda muerto, reducido a mera decoración, sino que constituye un rasgo fundamental de la historia. El hecho de pintar, de interpretar música, de componer historias, es esencial para la existencia humana. Sólo así es posible comprender el mundo, dotarlo de significado, hacerlo nuestro, resolver los problemas que le aquejan, llevarlo a la perfección ansiada. Una belleza que, por otra parte, nos permite percibir, habitar convivir con el mito, sentir su fuerza por entero. Para Moore, las antiguas leyendas celtas no están muertas, siguen vivas entre nosotros, a pesar de la agresión de la civilización, de la invasión que provocan sus desechos, como se ilustra en otra de sus secuencias. Una y otra vez, en los rincones olvidados por la modernidad, bajo el manto del cristianismo dominante, vuelven a resurgir sin perder un ápice de su fuerza, como si pertenecieran a la propia tierra de Irlanda y fueran a permanecer con ella, por toda la eternidad.
Mitos, leyendas, cuya influencia siguen siendo bien presentes. Más aún, siguen siendo representados en nuestro ahora, por mucho que intentemos ocultarlos y menospreciarlos, reírnos de ellos, revelando así nuestro miedo y temor ante su poder. No podemos escapar de ellos, al menos mientras continuemos siendo humanos. Los necesitamos para poder explicarnos a nosotros mismos, razón por la que debemos seguir recurriendo a sus relatos, imágenes y enseñanzas, aunque sea de forma velada, distorsionada y despreciativa.
O, en el mejor de los casos, aceptándolos por entero, rindiéndonos a su encanto, dejando que nos arrebate y anegue su corriente, como ocurre en las películas de Moore.
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