Desde hace un par de años, la fundación Mapfre cierra durante el verano sus salas dedicadas a la fotografía. Mejor dicho, las traslada a su recinto mayor, centrado de ordinario en la pintura y escultura, para profundizar con más detalle en la obra de un fotógrafo o un aspecto concreto de este arte. No es que me moleste ni mucho menos. Si vienen leyendo estas anotaciones, sabrán que estoy más que agradecido a esa institución por ese afán catalogador. Gracias a él, he podido colmar mis muchas lagunas en lo que se refiere a la historia de un arte que, aunque inventado a finales del siglo XIX, ha pasado ya por muchas revoluciones, estilos y movimientos. Hasta el extremo de poder figurar como fuerza y motor fundamental de la vanguardia de primeros del XX, mientras que el cine siempre fue a remolque.
En este caso el fotógrafo alrededor del que gira la exposición es una mujer, Berenice Abbot, quien no sólo es una artista de primerísima categoría, sino una pionera en la concepción moderna de la fotografía. Por partida doble, además, puesto que no sólo consiguió hacerse un nombre en un momento histórico, a principios del siglo XX, en el que el arte, todas las artes, aún era patrimonio exclusivo de los varones, sino que contribuyó a impulsar la introducción y desarrollo de la vanguardia. Frente al retrato pictórico del siglo XIX, la vista de paisajes indistinguible de la postal o la preparación minuciosa en estudio de lo soñado y ansiado, los fotógrafos de principios del siglo pasado salieron a las calles, rompieron la frontalidad de los encuadres, aceptaron la imperfección técnica y la fealdad, cuando no la provocaron directamente, dando la vuelta y negando ese trabajo de laboratorio que buscaba repintar la belleza sobre la realidad capturada.
Una auténtica revolución, de la cual se derivarían estilos dominantes como el fotoperiodismo, durante muchos años casi estilo único y verdadero, de tal influencia que incluso llegaría a contaminar artes colindantes, como el cine. No obstante, como se puede intuir, esos saltos cualitativos no surgieron de la nada, sino que antes hubo una generación de pioneros de los pioneros, cuya obra sería redescubierta, convertida en estandarte, por los revolucionarios que les siguieron. Así, en lo que se refiere a salir a la calle con la cámara para retratar lo que allí se viera, sin intentar distorsionarlo o manipularlo, el antecesor, sin llegar a saberlo nunca, fue Eugène Atget. Fotografo obsesionado con retratar un París y unos parisinos, los de los suburbios y las barriadas pobres, en trance de desaparición definitiva.
Referencia más que relevante en este caso, puesto que Abbot terminaría convertida en albacea del archivo fotográfico de Atget, conservándolo y divulgándolo tras su muerte, sucedida al poco de que Abbot se convirtiese en un fotógrafo de fama.
No se trata tanto de una relación maestro/discípulo, sino de un encuentro afortunado, similar al de tantos artistas principiantes que descubren lo que desean conseguir en la obra de un maestro olvidado. De esa manera, entre ambos se pueden hallar tantas coincidencias como diferencias. Por ejemplo, tanto Atget como Abbot comparten un mismo espíritu de vagabundeo, que les impele a recorrer la ciudad, a adentrarse en las barriadas y parajes menos frecuentados, en busca de una casualidad feliz. De esa imagen única, transfiguración de la realidad, cuyo significado e impacto escape a la mera representación objetiva de lo prosaico, de aquéllo que es y no podrá dejar de ser.
Sin embargo, las imágenes de Atget pertenecen al pasado. Su París no es el Paris reconocible, el de los bulevares, los palacios y las catedrales, sino una fantasmagoría de cuya realidad ya no tenemos constancia. El Nueva York de Abbot, sin embargo, consta de imágenes reconocibles al instante, de auténticos iconos, entre los que figuran, destacados e insoslayables, la cordillera de rascacielos que domina el centro de Manhattan. Y no es un símil gratuito, puesto que en las fotografías de Abbot, las calles se convertían en desfiladeros, de profundidad casi insondable, sombríos y angostos, tanto observados desde su lecho, por el que fluye el tráfico, como desde las azoteas de altura vertiginosa, sólo visitadas por las aves. Sin olvidar los estratos y las incoherencias geológicas, al igual que en los verdaderos cañones naturales, sólo que en forma de edificios olvidados, su ruina y su cochambre acelerada por la aparición de sus hermanos gigantes.
Vistas que han acabado convertidas en anuncios turísticos, en carteles propagandísticos, de una ciudad que ha terminado por superar y aplastar a sus habitantes, pero que son sólo una parte ínfima de lo real y lo visible, tanto dentro de la ciudad como en la obra de Abbot. Porque tanto o más importantes, aunque el rascacielos y su enormidad siempre estén presentes, a la vuelta de la esquina, es la constatación de los muchos paisajes urbanos, sórdidos o exaltados, así como de la fauna humana, incontable, incatalogable, que la la habita.
Esos depósitos sedimentarios del habitar, cuyos detritos se van acumulando sobre la civilización y sus logros, hasta asemejar en todo a inmensos montones de basura. Aún caliente y palpitante, como la vida a la que remedan. Con la suficiente vitalidad para ascender, dado el tiempo suficiente, hasta las más altas cumbres de los rascacielos, enterrándolos para siempre.
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