miércoles, 31 de octubre de 2012

The Wild West (y V)








Como ya he comentado con anterioridad, las colecciones de Treasures From American Film Archives se asemejan a una inagotable mina de oro. A esta riqueza contribuye el exquisito criterio de los compiladores, que buscan reflejar de forma enciclopédica todas las expresiones cinematográficas de la época estudiada - de la obra maestra a los productos de usar y tirar, del anuncio publicitario al film de aficionado, del cine experimental a los productos comerciales - a lo que se une el loable propósito de hacer visibles para el aficionado aquellas obras que figuran en todas las historias del cine, pero que habían caido en el terrible limbo de las películas de las que se habla pero que no se ve.

La película que he visto este fin de semana, The Lady of the Dugout, dirigida y protagonizada por Al Jennings en 1918, pertenece a ese grupo de películas capitales que habían permanecido ocutlas hasta hoy al aficionado medio. La importancia de esta película radica en que intento abrir una vía del Western que quedó abandonada casi inmediatamente y no fue retomada hasta muy recientemente, con el western crepúscular y ultrarealista de los años 60 y décadas posteriores, en el que la preminencia de este género se límitó a unas cuantas obras aisladas.

Por resumirlo en pocas palabras, el western al que estamos aconstumbrados, incluso el clásico de John Ford, no es otra cosa que un Western soñado, un mundo en el que el oeste se transforma en una alegoría de la creación de la nación americana, donde la moraleja consiste en describir el injerto de la civilización en esas tierras periféricas y su difícil crecimiento y maduración. Lección moral, por tanto, eminentemente optimista, en el que la ley y el orden acaban por triunfar sobre las dificultades y miserias de ese nuevo mundo por conquistar.

El mundo de los Westerns de Jeenings es muy distinto, mucho más realista, aunque no esté desprovisto de los dejes sentimentales propios del siglo XIX. Este director había sido un forajido durante la última década del siglo XIX en el mismo oeste que describe, de manera que sus películas, inspiradas en los robos que le condujeron a la cárcel, tienen una autenticidad del que carece cualquier otro western, para cuyos guionistas y directores ese tema no pasa de ser algo que no ha sido vivido ni experimentad.

Esa autenticidad a la que me refiero se expresa en dos características principales. En primer lugar el oeste de Jennings es un lugar de inmensa probreza y miseria, algo encarnado en esa Lady of the Dugout que da nombre al filme, que vive en una casa excavada en el suelo y cubierta con tablas. Unida a esta pobreza, indisociable a ella, se haya la experiencia cotidiana del hambre, un hambre del que no se puede escapar y que condiciona todas las acciones de los protagonista y que se erige como protagonista invisible de la película.

Sólo la aparición como factor argumental de la miseria y el hambre bastarían para convertir a este western en un western atípico, opuesto a todos los posteriores que no dejan de ensalzar el modo de vida del oeste, el del pequeño granjero, como idílico e ideal. Sin embargo, a esto se une su peculiar tratamiento de la violencia, completamente opuesto al de cualquier western posterior, en el que, sea de una manera y otra, las escenas de accion se utilizan como contrapunto dramático que mantenga viva la atención del espectador.

En los westerns de Jennings, por el contrario, la violencia es esencialmente funcional., propia de unos forajidos que deben escapar lo más rápidamente posible una vez cometido el delito, antes de que las fuerzas de la ley consigan reaccionar. Así se les ve entrar en los pueblos con las armas ocultas, para no ser detectados, y utilizarlas bien para poner fuera de combate rápidamente a un agente de la ley que sospechaba de ellos o para crear un clima de terror que haga a la población abandonar las calles, dejándolas expéditas para su huida.

 El gran problema de este realismo extremo es que las escenas de accion no tienen apenas impacto, lo que explica porque ningún otro western, ni siquiera los que presumen de precisión histórica, haya seguido su camino, al constituir auténtico veneno para la taquilla. Rechazo que no sólo se produce por esta falta de acción pirotécnica, sino también porque en los westerns de Jennings, el oeste no es ese espacio fundacional que podría enorgullecer a una joven nación, sino un erial hostil del que sólo cabe la huida, como hacen los protagonistas de esta película.







domingo, 28 de octubre de 2012

The World at War (y VIII): The Desert, North Africa 1940-1943






El capítulo octavo de The World at War está dedicado a la campaña del desierto libio, el largo e estñéril tira y afloja que las tropas británicas y del eje libraron en las arenas del desierto.

En la marcha de la guerra, la campaña del desierto no dejó de ser un frente secundario, especialmente cuando comenzase la operación Barbaroja en junio de 1941. Un teatro de operaciones donde ambos combatientes no podían desplegar el gruesos de sus tropas, ocupados en otros frentes más importantes, y que se libraba, por tanto, con fuerzas irrisorias, apenas tres divisiones motorizadas en el caso alemán, cuando el citado frente ruso consumía unas doscientas. No obstante, la importancia que se le ha dado desde siempre en la narración del conflicto se debe a que durante tres largos años, de 1940 a 1943, fue el único lugar donde ingleses y alemanes pudieron medir sus armas, con la lógica repercusión que esto tenía en la población civil de ambas potencias en conflicto.

Por otra parte, frente al horror y la crueldad que pronto se hicieron frecuentes y habituales en todos los campos de batalla, representado por la guerra sin cuartel en el frente ruso, la ofensiva submarina sin restricciones en el atlántico o en el bombardeo rutinario de las aglomeraciones urbanas, la campaña del desierto parecía un combate de otros tiempos más clementes y caballerosos. Librada en un espacio desprovisto de presencia humana, donde las fuerzas en conflicto podían masacrase a placer sin tener pensar en la destrucción ocasionada sobre las poblaciones atrapadas entre ellos, la guerra del desierto tuvo siempre un aire de combate naval, en la que el movimiento era esencial y las batallas podían ganarse simplemente mediante maniobras. Un modo de luchar que aunque como cualquier combate desembocase en un baño de sangre, daba también espacio a caballerosidad y la magnanimidad, a la a creación de un mito en el que jefe, el caudillo parecía dotado de poderes mágicos, casi sobrehumanos.

A este carácter de conflicto librado en un tablero de ajedrez, sin consecuencias humanas, donde lo que contaba realmente era la destreza y capacidad de los jugadores, se unía asímismo el carácter cataclísmico de las operaciones. La facilidad de movimiento en una guerra caracterizada por su mecanización, los inmensos espacios en que se libraban las batallas, imposibles de cubrir con las escasas tropas con las que se contaban teñían a esta campaña de características únicas y distintas a cualquier otra batalla del conflicto, largos asaltos contra posiciones fortificadas que se resolvían en avances de cientos de kilómetros, hasta que el perseguidor se hallaba tan lejos de sus bases de suministros, el perseguido tan cerca, que la ventaja se invertía y era el momento de cambiar las tornas.

La campaña del desierto es, por tanto, la narración de un inmenso forcejeo, con ciudades como Bengasi, que llegaron a cambiar cinco veces de mano, mientras que los contendientes competían en vencer en ingenio y audacia al contrario, tarea en la que brillaron de forma magistral los ingleses en 1940, derrotando a un ejército italiano que le superaba cinco veces en número, estando a punto de terminar la campaña en ese mismo año, y sobre todo el "mago" Rommel, cuando en el otoño de 1940, sin tanques y apenas tropas, consiguió hacer creer al ejército británico que estaban siendo atacados por fuerzas superiores, pánico que se tradujo en una retirada precipitada hasta la frontera egipcia.

Una guerra, por tanto, en la que el engaño, la desinformación y el camuflaje, tenían una importancia capital, al librase en un espacio llano, donde cualquier movimiento estaba a la vista del enemigo, y en la que los británicos derrotaron finalmente a los alemanes, al ser capaces de ocultar a todo un ejército completo ante las narices de los alemanes, justo antes de la ofensiva final en el Alamein. Una campaña, asímismo, donde el dominio del aire era requisito imprescindible para tener éxito, ya que quien lo tuviera podía negar al contrario el combustible esencia para los tanques, al bombardear sin oposición sus líneas de suministros. Suministros que en el caso del eje tenían que cruzar el Mediterraneo, infestado de submarinos ingleses y en el radio de acción de la aviación de Malta, cuyo fracaso en conquistarla o neutralizarla por parte de las fuerzas del eje fue decisivo en su derrota final.

Una campaña, por último, donde el mayor enemigo de los británicos fue curiosamente el primer ministro Wiston Churchill, de quien ya hemos dicho que poco queda ya de su imagen mítica de estratega sin fallos, reducido simplemente a alguien capaz de insuflar coraje a un pueblo sin él, pero poco más. Por dos veces, en el otoño de 1940 y en el invierno de 1942 redujo las tropas desplegadas en Egipto cuando ya estaban a punto de tomar Trípoli, en un caso para defender a Grecia y en el otro para reforzar Singapur. Operaciones a la desesperada que no surtieron ningún efecto, puesto que tanto Grecia como Songapir fueron derrotas sin paliativos, que a punto estuvieron de provocar la caida de Egipto.

Pero sobre todo, comprobar como frente a leyenda de un Montgomery que vino a salvar al octavo ejército de la destrucción y que fue de rebote el primero en derrotar a Rommel, con el correr de los años se ha agrandado la figura de Auchinlek, su antecesor en el puesto. Un general que a pesar de tener el grave defecto de no saber escoger a sus subordinados, los cuales perdían las batallas que les encomendaba, obligándole a tomar el mando en persona, tuvo el raro privilegio de detener a un Rommel en la cima de su gloria, cuando todo el mundo pensaba que llegaría en pocos días a Alejandría y el Cairo, obligándole en cambio a detenerse y atrincherarse en el cuello de botella de El Alamein, de donde saldrían derrotados él, el Africa Korps y los sueños de dominación del Eje


















jueves, 25 de octubre de 2012

Dolls/Victory is Defeat





























Cuando se piensa en Mizoguchi, se suele pensar en dramas de época que nos trasmiten la idea de un Japón de Leyenda, poblado de samuráis y geishas. Esta simplificación es completamente equivocada, por muchas razones, especialmente porque lo que Mizoguchi siempre quiso relatar es el presente de su país, el conflicto entre occidentalización y tradición, las metamorfosis y tensiones que esta dualidad producía en la sociedad de su tiempo.

Este propósito se vio truncado por las circunstancias políticas del Japon del segundo tercio del siglo XX. En primer lugar el ascenso en la década de los 30 del Japón imperialista y militarista le forzó a dejar de lado sus pretensiones de conciencia social de su época y refugiarse, en una especie de exilio interior, en la recreación de la historia japonesa, tema que los ultranacionalistas en el gobierno les parecía muy propio y honorable, como a todos los nacionalistas, y que a él le permitía seguir lanzando veladas críticas contra la injusticia y la desigualdad endémica en la sociedad japonesa.

Por otra parte, la derrota en la segunda guerra mundial y la posterior ocupación americana del país, llevó a la instalación de una nueva censura de tipo opuesto, en la que bajo un leve barniz de necesaria democratización del Japón, cualquier alusión a las virtudes del pasado o los defectos del presente quedaba completamente descartada. De ahí que nuevamente Mizoguchi se refugiara en una pasado a la vez mítico y maravilloso, inocente, por tanto, pero tratado con el suficiente desapego crítico para que resultara aceptable para el ocupante.

Esto no quiere decir que Mizoguchi no siguiera realizando su labor de cronista, no. No simplemente que buena parte de su obra adopó ese disfraz, el cual luego resultó especialmente atractivo para la crítica europea, enamorada de esa representación en imágenes de un Japón soñado y exótico. No obstante, entre película de época y película de época, Mizoguchi siguió volviendo al mundo contemporáneo, como demuestran obras como Akasen Chitai (La calle de la Verguenza), Gyon Bayashi (Los músicos de Gyion, ya comentada en este blog) Musashino Fuhin (la dama de Musashino) o Uwasa no Onna (La mujer del rumor/La mujer crucificada), que he tenido el placer de descubrir este fin de semana.

Lo primero que sorprende de Uwasa no Onna, aparte de ser una de inmensas obras menores de Mizoguchi, es como la manera de contar del director japonés, esencialmente clásica y por tanto vigente aún hoy día en la gran mayoría de las producciones cinematográficas, es esencialmente opuesta a este clasicismo de manual que se utiliza en la actualidad cuando se quieren abaratar costes, reducir tiempos o simplemente hacer el producto accesible y apetecible al gran público.

Durante el primer tercio de la película, el guión utilizado por Mizoguchi evitará cualquier explicación argumental que pudiera quebrar el ritmo en el que planos y secuencias se imbrican. Somos, como en las novelas realistas plenas, introducidos a mitad de la acción, con la vuelta de un personaje a su hogar, en la que sobran las expliciones, puesto que todos los presentes ya se conocen o tienen cierta idea del lugar que ocupan. Es mediante alusiones causales, el lenguaje corporal, y sobre todo el trabajo de puesta en escena de Mizoguchi que la red de relaciones que une, ata y sofoca a los personajes se nos vaya revelando, en un ejercicio magistral de creación de atmósfera, donde el pasado gravita de forma aplastante sobre los personajes, pero sus detalles concretos no se nos revelan, ya que es el presente el que viven y el futuro al que les abocarán sus acciones, donde la acción y los conflictos se desarrollarán y estallarán.

Ese presente y ese futuro se explican, como digo, en los términos de la novela realista plena. Un mundo donde el dinero, y la falta de dinero, son determinantes, decidiendo tu posición, de la cual no se puede escapar si no es via la ruptura total y definitiva, paso que muy pocos se atreven a afrontar. Así, esa influencia corruptora del dinero y la posición, de lo que somos y lo que no queremos dejar de ser, se fitra a todos los ámbitos de la persona, incluso los que se podrían creer más puros, como el sentimiento amoroso, expresado en esta ocasión, en el triángulo que se crea entre madre, hija, y el doctor que atiende el burdel que regenta esa familia, tema principal de la segunda mitad de la película, y del que todo romanticismo ha sido extirpado, o mejor dicho, existe, pero es observado con desengaño y cinismo.

Ese desengaño y cinismo se extiende a otros ámbitos de la película, ya que como en otras ocasiones, Mizoguchi nos recuerda que las casas de placer japonesas, representadas en el personaje de la Geisha, no son otra cosas que recintos de explotación y humillación, en los que se entra por imposición, ya sea familiar o económica. Esta llamada de atención resulta tanto más hiriente, cuando reparamos en que a pesar de su humanidad y la tolerancia de madre e hija, el negocio que regentan no deja de ser una hoguera en la que se queman seres humanos.

Peor aún, que otro de los hilos de la pelicula, el conflicto entre la modernidad representada por la hija y la tradición representada por la madre, aunque se resuelve de una forma inesperada, mediante la expulsión del macho que pretende engañarlas, en magnífica expresión de ese feminismo Mizoguchiano tan renombrado, queda obscurecido porque la hija acaba por aceptar el negocio de la madre y servir de agente a esa explotación de seres humanos que hasta hace poco la repugnaba profundamente.