miércoles, 24 de octubre de 2012

All world is a stage





























Uno de los grandes atractivos de la animación es su amplitud. Por mucho que se profundice en su estudio, se tiene siempre la impresión de que algún gran maestro, alguna gran obra, habrá escapado a nuestra atención y está ahí afuera aguardando a que la encontremos.

Precisamente esto es lo que me ha ocurrido con Barry Purvis, un animador británico contemporáneo, con cuya obra me tope gracias a las colecciones de animación que un tal Beltesassar distribuye por esas Internet de Dios. Purvis es una de esas grandes figuras de la animación, como los Brother Quay o Mark Baker, que se beneficiaron del mecenazgo, durante los 80 y 90, del Channel 4 británico. Bajo este paraguas protector, Purvis consiguió desarrollar un estilo propio en la técnica de la animación de muñecos fotograma a fotograma (puppet animation en inglés), conviertiéndose en uno más de esos artistas que protagonizaron el resurgimiento reciente de la stop motion contra todo pronóstico, en un tiempo en que la animación 3D parecía destinada a extinguir esas formas aparentemente más burdas, decididamente más complicadas, de la animación tradicional.

Lo primero que llama la atención en Purvis es el alto grado de complejidad de sus muñecos, unido indisociablemente a una inesperada carnalidad. Sus marionetas son capaces de mover los dedos, cambiar la expresión facial y aparentar que pronuncian palabras, cuando otros artistas preferirían un mayor grado de abstracción o estilización, conviertiendo al muñeco en caricatura o representación casi geometrica con recordatorios humanos. Este detallismo, que convierte a los muñecos de Purvis en humanos en miniatura, es el responsable de esa carnalidad a la que hacía referencia, ya que en las ocasiones en que las marionetas aparecen sin ropa se puede comprobar que todos los detalles anatómicos han sido reproducidos con exquisito cuidado, desde el dibujo de los músculos a la forma de los genitales, aunque en principio estas regiones corporales fueran a quedar ocultas al espectador.

Este rigor representativo acerca a Purvis a los escultores del gótico, cuyo meticuloso trabajo no tenía en  cuenta que muchos de los detalles que representaban serían invisibles cuando la escultura estuviese en lo alto de la fachada de la catedral. Sin embargo, este detallismo no es el rasgo característico de Purvis. Lo que realmente le identifica como artista es su concepción del corto animado como espacio teatral, decorado dividido en regiones como un escenario, donde basta andar unos pasos para que los personajes queden completamente separados, incapaces de oírse y de verse, aunque para el público sean perfectamente visibles sus acciones paralelas.

Esta teatralidad en imágenes, el famoso teatro filmado, siempre se ha considerado un grave defecto en cine. Purvis utiliza esa teatralidad en su propio beneficio, transformando el cuadro fílmico en un espacio mágico, siempre en continua transformación, donde cualquier cosa puede ocurrir. Así, en Next, un maniquí y un baúl lleno de objetos de atrezzo sirven a un doble de Shakespeare para representar todas sus obras en cinco minutos. En Screen Play, representada por las capturas que anteceden esta entrada, un juego de biombos y una plataforma giratotoria sirven para hacer visible todo tipo de ambientes interiores y exteriores, haciendo cruzar a los actores distancias insalvables con un simple giro del escenario... hasta que en un último truco, la acción rompe los estrechos límites del escenario y la violencia desatada se convierte en real.

Rigoletto, una adaptación de la opera homónima de Verdi, es un corto de una complejidad apabullante, con escenas en las que una multitud de muñecos se mueven al mismo tiempo sin defecto apreciable y un decorado/montaña pleno de rincones y recovecos que reproducen los vaivenes de la trama, consiguiendo una de las pocas adaptaciones operísticas creíbles en la gran pantalla (las otras, por cierto, también eran animadas). Por último, Achilles, lleva al extremo esta treatalidad, al hacer visible como un escenario, la mesa en la que se mueven las marionetas, que también son conscientes de las limitaciones espaciales en las que se mueven, un ámbito que no puede contener su pasión bélica y amorosa, que se representa con un verismo y un arrebato, al que ninguna adaptación de la Ilidia, ni ningún peplum, antiguo o moderno, ha conseguido acercarse ni de lejos.

Gran descubrimiento, por tanto, al que espero sigan otros.

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