lunes, 30 de enero de 2012

Your Real Face


Una de las exposiciones que se puede visitar en este enero madrileño, ese periodo de transición entre que se cierran las del otoño pasado y se abren las que ocuparán la primavera, es la dedicada a Leonardo da Vinci en las salas de la Fundación Canal, muestra más que interesante pero quizás por razones equivocadas.

Digamos que la exposición se divide en dos grandes áreas, la dedicada a las invenciones mecánicas de Leonardo y la dedicada a sus creaciones artística más dos pequeños apéndices, la reconstrucción de sus estudio y una somera revisión de su influencia en el arte del siglo XVI. Curiosamente, en las dos primeras secciones, nada de lo que se puede contemplar es original, ya que se trata de reconstrucciones modernas de los diseños que Leonardo esbozara en sus códices, mientras que sus pinturas, por razones obvias, están representadas en forma de facsímiles modernos, en los que  único que aún las hace distinguibles del original es la ausencia de las rugosidades creadas por el pincel al distribuir la pintura por la tabla o el lienzo.

Así ocurre que los únicos objetos originales que se pueden contemplar en la muestra son ejemplares contemporáneos a Leonardo de los libros que el manejara y las obras de pintores en la órbita del artista florentino, en su mayoría de segunda fila, que el Prado ha prestado para la ocasión. Una  exposición por tanto, que tiene mucho de catálogo de reproducciones, como los que se pueden consultar en las bibliotecas, pero que aún así se las arregla para acercarnos a la figura de Leonardo... y especialmente a los problemas que su obra y vida plantea, aunque sea sin quererlo.

No les descubro nada si les digo que Leonardo es una figura mítica en la cultura occidental, el ejemplo del hombre universal al que aspiraba la cultura humanística del 1500, capaz de dedicarse a la literatura, la pintura, la medicina, la ciencia  y la técnica, brillando en todas ellas. No obstante, una mirada más atenta, nos descubre a una personalidad cuya trayectoria esta sembrada de fracasos, proyectos inacabados y sueños abortados. Alguien que en nuestro mundo moderno, tan obsesionado con los últimos quince minutos, ningún empresario o emprendedor querría tener en su equipo de profesionales.

Hay, por supuesto, razones objetivas para esta contradicción entre genio evidente y fracaso completo. El primero, por supuesto, es la propia personalidad de Leonardo, su carácter proteico y multiforme, le llevaba a pasar de un tema a otro, a medida que se iba aburriendo, sin llegar a completar casi ningún proyecto. Esta tendencia al vagabundeo espiritual y geográfico podría haberse templado si hubiera encontrado un protector estable (como ocurriría ya demasiado tarde con su estancia en la corte de Francisco I de Francia) pero el mundo de la Italia de 1500 estaba en plena revolución, con las ciudades estado que habían dominado el panorama político de la península en los 200 años anteriores siendo substituidas y sometidas por las potencias exteriores, especialmente Francia y España.

Existen otras razones científicas y técnicas más poderosas. En primer lugar, hay que señalar que Leonardo era más un ingeniero que un científico, es decir, estaba más preocupado por aplicar los conocimientos de su época en mejorar e inventar nuevas máquinas, que en investigar las leyes básicas de la naturaleza. Es decir, aparte de la revelación genial, de las cuales hay varias en su trabajo, a Leonardo le faltaban las herramientas científicas y matemáticas que le hubieran permitido evaluar si sus inventos podían funcionar en la realidad o no. No hay que olvidar que las leyes de Newton, junto con el cálculo integral y diferencial son de finales del siglo XVII, mientras que las leyes de la termodinámica, que permitieron crear motores eficientes, son de la primera mitad del XIX. Por otra parte, los materiales con los que contaba Leonardo, madera y bronce, eran demasiado pesados para crear máquinas los suficientemente ligeras para que pudieran funcionar con las fuentes de energía, principalmente humanas, con las que contaba, y sería necesario esperar a la revolución industrial, en el XVIII y especialmente en el XIX, para que la humanidad empezase a contar con materiales que permitiesen la revolución en el transporte terrestre y aéreo de la que ahora gozamos.

Solo nos queda soñar, por tanto, con lo que una figura como Leonardo hubiera podido crear en el siglo XVIII, con la máquina de vapor, a su disposición, o en el siglo XIX con los motores de explosión y la electricidad.

La situación no es menos desastrosa, valga la exageración, en lo que se refiere a su obra pictórica. La mayoría de sus obras de madurez han quedado invariablemente inacabadas, producto de ese ansía suya por probar cosas nuevas, y un buen porcentaje de ellas han sufrido graves daños con el paso del tiempo, sea la Última Cena de Milán, apenas un recordatorio de lo que fue, o el destrozo reciente de la Virgen y Santa Ana del Louvre, dañada por los propios restauradores.

Curiosamente, su cuadro más famoso, la Mona Lista tampoco ha sido respetada por los años, su barniz, como el de muchas obras antiguas, ha amarilleado con los años, mientras que la sutileza con el cuadro fue pintado por Leonardo prohíbe cualquier intervención para retirarlo, ante el temor de llevarse la pintura con él. En esta exposición se realiza el experimento de retirarlo virtualmente, operación hecha posible con la ayuda de los ordenadores y el conocimiento de los pigmentos y las tonalidades de la pintura de la época.

El efecto, como pueden comprobar en la imagen de arriba, la Gioconda reconstruida, es sorprendente.

Para muchos puede parecer un cromo, indigno de un Leonardo maestro del esfumato, pero no es la primera vez que una reconstrucción, ya sea real o virtual, nos hace revisar nuestros conceptos equivocados sobre un maestro, para aceptar que realmente es así como el cuadro debía aparecer recién pintado. Así ocurrió con las meninas amarillentas del siglo XX, que de repente, tras la restauración de los años 80, recuperan sus grises y sus platas, sus brillos y sus tonalidades, para asombrar a todo aquel que se encontraba por primera vez con esa obra literalmente resucitada. Así ocurrió también con la terribilita miguelangesca de la capilla sixtina, esa obscuridad que muchos asociaban con la fuerza de un genio y que en realidad era producto del humo de las velas y que fue demolida por la restauración de los 90 que descubrió a un colorista dotado de la misma fiereza que sus coetáneos manieristas, a cuyo ámbito, nos guste o no pertenecía, como corresponde a un artista esencialmente excéntrico y rebelde.

Y para terminar, resulta curioso como la Gioconda original que está en el Louvre acaba por no ser otra cosa que un cadáver embalsamando, visible sólo a traves de un cristal que el tiempo y la suciedad han empañado, de forma que apenas puede adivinarse lo que hay detrás de él, mientras que esta copia reimaginada y reconstruida es el único medio que nos queda para sentir la misma fascinación y admiración que experimentaron los contemporáneos de Leonardo.


domingo, 29 de enero de 2012

100 AS (LXXX): Feelings from mountain and water (1988) Wei Te











Como todos los domingos, llega el momento de revisar uno de los cortos de la la lista de 100 mejores recopilada por el festival de Annecy. En esta ocasión le ha llegado el turno a Sentimientos de Montaña y Agua (山水情) realizado en 1988 por el animador chino Wei Te.

En primer lugar, hay que decir que la animación china, especialmente lo que se conoce como escuela de Shangai, no ha alcanzado el reconocimiento que se merece, de manera que continúa siendo una auténtica desconocida para la mayoría de los aficionados, para los cuales la animación oriental se reduce al anime y poco más.

Hay razones objetivas para este olvido, ya que el primer momento brillante de la animación china tuvo lugar en la década de los ochenta, en un momento en que el país se hallaba prácticamente cerrado a occidente, de forma que sólo unas pocas de sus producciones llegaron a Occidente, obras que aún estaban lastradas, como el resto de la animación mundial por la influencia de Disney. Una evolución similar a la del resto de los países comunistas, que los llevó a convertirse en luminarias de la animación experimental, fue truncada por la revolución cultural de los sesenta, en la que animadores como el director de este corto,Wei Te, fueron obligados a abandonar su profesión y enviados a centros de reeducación. Sería sólo a la muerte de Mao y la transición de China a un régimen capitalista de partido único, cuando la animación china volvería a brillar, para apagarse de nuevo, como en el resto de los países del este, con la supresión de las ayudas estatales tras la desaparición de los regímenes comunistas ortodoxos.

Dejando atrás la política, lo primero que asombra de este corto es que se trata de una plasmación animada de los fundamentos teóricos de la pintura china, en concreto, la realizada con tinta y fuertemente influenciada por las creencias budistas. Un estilo de pintura, que se podría denominar de impresionista e impresionista al mismo tiempo, ya que los pintores clásicos chinos aprendieron, ya en el siglo IX y X, que bastaba con reducir al mínimos los trazos, en aplicar cuidadosamente las manchas de tinta por la superficie pictórica, para que el azar y nuestros automatismos mentales hicieran surgir un paisaje completo de la nada. Una tecnica que podemos llamar impresionista por esa reducción al mínimo de los recursos y por falta de miedo, a la hora de mostrar los fundamentos básicos del trabajo pictórico, la pincelada y el propio soporte, que juega a combinar lo pintado con lo dejado sin pintar a la hora de crear sus efectos. Impresionista en ese sentido, como digo, pero también expresionista, ya que del modo en que los trazos son aplicados, de la fuerza o la delicadeza de la pincelada, debe ser posible también adivinar los sentimientos del artista.

Dicho así, el corto podría haberse reducido a una simple colección de bellas pinturas, incluyendo en su interior todos los defectos que la crítica francesa atribuye al no-cine. Sin embargo, Wei Te, además de ser un gran animador es una de esas personalidades en la historia de la disciplina que ha sido capaz de crear una técnica propia, en este caso, un hibrido entre los cut-out y la animación 2D tradicional, que provoca que esas pinturas clásicas de las que hablábamos, pierdan todo su estatismo inherente, y adopten el movimiento que suponemos esencial a la cinematografía. Una animación en sentido estricto, en el que Wei Te mueve a sus personajes por la escena y realiza transiciones entre ellas, con la misma elegancia. calma y paz que suelen transmitir esas obras del arte clásico chino, jugando como ellas al contraste entre lo pintado y lo dejado sin pintar, entre lo acabado y lo inacabado, lo explícito y lo intuido, para trasladarlo incluso a la banda sonora, en un corto esencialmente mudo, en el que se alterna la música, la interpretada por los personajes en escena, con el silencio interrumpido solamente por los sonidos de la naturaleza.

Una música que no se interpreta por causalidad, sino que acaba por ser el elemento temático central del corto, ya que en el lo que se narra es como un maestro ya viejo instruye a su joven discípulo, para acabar entregándole su propio instrumento y desvanecerse luego entre la niebla. Leve y al mismo tiempo profunda peripecia argumental, que acaba tomar más relevancia si tenemos en cuenta que a finales de los 80, el tiempo en que este corto se creo, el mismo Wei Te empezaba a ser ya un anciano y su obra más importante, como el maestro del corto, no era ya crear composiciones nuevas, sino entregar el testigo a nueva generación que fuera capaz de mantener vivo su arte.

Y como siempre. aquí les dejo el corto. Desconecten el teléfono, pongan el messenger en modo ausente, y dejense seducir por la belleza de este corto, ejemplo, como pocos, de la profundidad y altura expresiva que puede alcanzar la animación.


jueves, 26 de enero de 2012

A dying World


Lo que más llamaba la atención mientras veía la última película de Ghibli, Arrriety, era su profunda melancolía.

No es la primera vez que Ghibli nos muestra un mundo que agoniza, ahí están Nausicaa y Mononoke de Miyazaki o Pomo Poko de Takahata, pero en este caso la peripecia argumental estaba desprovista de toda vertiente épica, a la cual se une la pesimista lucidez de los protagonistas, que saben que ninguno de sus esfuerzos servirá para cambiar la situación, aunque no quieran confesarlo abiertamente.

En otras ocasiones, ese conflicto entre un mundo viejo que agoniza y un nuevo mundo que surge había sido utilizado por el estudio Ghible para trazar unas historias que mucho tenían de gesta y de epopeya. Narraciones cuyo ámbito sobrepasaba el del individuo inmerso en ella, para extenderse a toda la colectividad, convertida casi en el coro de las tragedias griegas, personaje activo de la trama. Nada queda de todo esto en Arriety, donde el drama se restringe al pequeño grupo de Borrowers del que forma parte Arriety, la protagonista de la cinta, que vive una existencia parasitaria a la sombra de los seres humanos y el niño curioso que descubre su existencia, convirtiéndose en causa de la catástrofe que cambiará para siempre la vida de los diminutos protagonistas.

Es cierto que hay intimaciones de un rango superior, de la existencia de un mundo de Borrowers que vive de forma paralela al mundo que conocemos y percibimos, pero para cuando la narración se inicia ese otro mundo escondido se ha visto reducido a unos pequeños grupos de supervivientes que viven aislados sin relación los unos con los otros, desconociendo el destino que pueda haber acaecido a sus propios parientes más cercanos. Un nuevo mundo, por tanto en que los borrowers ya no tienen lugar y en el que su destino ha sido decidido mucho antes de que empezase la cinta.

Y es aquí donde radica la otra gran diferencia de la cinta de Ghibli con otras cintas anteriores. En aquellas, la consciencia de vivir en el tiempo del cambio llevaba a sus protagonistas a reaccionar violentamente, a luchar por mantener el mundo que conocían, en la certeza de que los cambios aún no eran irreversibles, y que la acción podía dar la vuelta a la corriente del tiempo. En Arriety, nada de esto sucede, como digo, el hecho de que el destino haya sido decidido antes de que comience la cinta no lleva a la rebelión de sus personajes, sino a intentar mantener un poco más el estilo de vida que constituye su identidad cultural, a sabiendas, de ahí la lucidez de la que hablaba, que en cualquier momento puede ser quebrado por las circunstancias exteriores, ante lo cual la única solución será la huida a un nuevo refugio que no puede ser otra cosa que temporal.

Es por ello que en esta cinta se acumulan la amargas ironías, porque es precisamente el niño que admira a los Borrowers, el que será responsable de su caída final, a lo cual se une que la situación del protagonista humano es paralela a la de la especie a la que pertenece Arriety, ya que el mismo está condenado a muerte, enfermo de una dolencia del corazón cuya única salida es una operación de resultado dudoso, ante la cual no cabe otra postura que el más acendrado fatalismo.

Ironías que se extienden también a la propia gestación de la película, ya que a pesar de haber sido escrita por Miyazaki, su director es el casi desconocido Yonebayashi Hiromasa, otro nombre en la larga lista de sucesores que se hagan cargo del estudio Ghibli, antes de que la muerte del tandem Miyazaki/Takahata le lleve a cerrar su puertas. Un intento de renovarse en el que el ojo atento descubrirá partes animadas que se apartan radicalmente del estilo habitual del estudio, como la extraña animación de las manos de los seres humanos cuando invaden el territorio de los Borrowers, o la expresionista representación del cuervo atrapado en la mosquitera, que parece proveniente de otros autores muy lejanos del entorno Ghibli.

Y sin embargo, una obra más que notable, un rayo de esperanza para el futuro del estudio, muy al contrario del fracaso de Terramar dirigida por el hijo de Miyazaki



martes, 24 de enero de 2012

Differences (y I)





Winters was the last. As he was leaving he took a final look down the trench: "Here was this wounded Jerry trying to put a MG on us again, so I drilled him clean trough the head"

Band of Brothers, Stephen A. Ambrose.

En 2001 la serie Band of Brothers de la HBO saltó a la fama, principalmente por describir de un modo naturalista las acciones bélicas de una compañía de paracaidistas norteamericana durante la segunda guerra mundial.

Aún entonces, la serie destacaba por una grave defecto, el hecho de que cuando el espectador empezaba a (re)conocer a los personajes la historia narrada terminada. Aún así, este defecto se podía considerar compensado por ese naturalismo al que hacía referencia y que en aquellos días, unos cuantos años tras el estreno de Saving Private Ryan, aún era bastante llamativo.

Digamos, no obstante, que los años no le han sentado bien a la serie, o mejor dicho, que a mis ojos sus defectos son cada día más notorios, incluso algunos en los que no reparé en su momento.

Yendo por partes, toda la serie está recorrida por una postura ideologica que tiene que ver mucho con el mal resultado de las guerras en las que los EEUU se han visto involucrados desde 1945. Como todos sabrán, los conflictos que tuvieron lugar durante la guerra fría y después, bien acabaron en derrotas psicológicas para la superpotencia (como Corea y especialmente Viet-Nam) o rápidamente revelaron como sucias mentiras, ejercicios de poder impñerial, revestidos de un barniz de falsa justica, muchas veces rallanos en el crimen de guerra (Irak y nuevamente Viet-Nam)

En ese sentido, la segunda guerra mundial en Europa se erige como la última guerra justa y justificable que libraron los americanos, tanto por la catadura de su enemigo, el nazismo, como por el hecho de consistido en su mayor parte en victoria tras victoria, o derrotas que sólo fueron pasajeras. Este hecho, el último instante en que los americanos podían considerarse plenamente los buenos de la película, ha llevado a la mitificación de la generación de los años 40, la que sobrevivió a la gran depresión y al conflicto mundial.

Es ese tono, de fuimos los mejores y los que nos siguieron no (unido a un cierto aire de lección a los jóvenes de ahora, que no saben lo que es pasar penalidades) lo que la convierte visto ahora en bastante cargante. Porque a pesar de su naturalismo, ésta no es una serie pacifista ni antimilitarista, sino una serie que realiza una auténtica loa al estamento militar, al mostrar el periodo del conflicto mundial, a pesar de sus miserias, como el gran momento de estas personas, y la experiencia conseguida durante el servicio militar, determinante en su éxito futuro.

Únase a esto, que el autor del libro de partida parte de una tesis que sólo acepta él, la teoría de que el ejército de los EEUU produjo los mejores soldados de su época, y que por tanto la democracia es el mejor régimen en lo que toca a las virtudes castrenses. Por supuesto, esa tesis no se tiene en absoluto, ya que Ambrose compara a una unidad de élite dentro de una unidad de élite de los EEUU, en el cénit de su entrenamiento, con una unidad de élite del ejército alemán cuando la maquinaría de guerra nazi empezaba a quebrarse, intentando convencernos de que el hecho de que los paracaidistas americanos siempre venciesen en esas circunstancia es la demostración palpable de la excelencia del ejercito USA en su conjunto.

La situación varía, por supuesto, si comparamos. al soldado medio americano con el soldado medio alemán, porque entonces, y los testimonios son unánimes, la opinión que se tiene sobre el soldado medio americano es bastante mala, tendente a huir si las cosas le iban torcidas y protegido sólo por su abundancia en material, mientras que las unidades del ejército alemán fueron extremadamente peligrosas hasta comienzo de 1954, como bien sufrieron a su costa todos aquellos que cometieron el error de menospreciarlas.

Por supuesto, Ambrose puede sostener cualquier tesis que quiera, pero el problema es que esta se filtra en toda la serie, y la dota de un aire de hazañas bélicas poco convincente, al convertirse en una serie de victorias, magnificadas en todo caso por el sufrimiento de sus protagonistas, la gran generación a la que me refería.

¿Y cuál es la razón de las capturas y el texto que he incluido? Pues que a pesar de su realismo, que a muchos les hizo creer que lo que estaban viendo era estrictamente histórico, la serie abunda en manipulaciones, unas más pequeñas, otras más grandes, que pueden entenderse como licencia poética, pero las más de las veces sirven para sustentar las tesis a las que hacían referencia.

Unas modificaciones de las que las capturas que he incluido son perfecto ejemplo, puesto que del libro se desprende que uno de los protagonistas (el capitán Winters) dispara sobre un herido, hecho que se evita en la representación fílmica, para evitar un rechazo por parte del público que a esas alturas de la serie tenía identificado al personaje como referencia moral.

domingo, 22 de enero de 2012

100 AS (LXXIX): Blitz Wolf (1943) Tex Avery














Debido a un episodio gripal, no hubo 100 AS la semana pasada pero aquí estamos de nuevo, revisando la lista de mejores cortos animados recopilada por el festival de Annecy, y en esta ocasión le ha llegado al turno a Tex Avery, con su corto Blitz Wolf, realizado en 1943.

Creo que no les descubro nada nuevo si afirmo que Avery es uno de los grandes renovadores de la animación comercial americana, su nombre no ha alcanzado la fama que merece debido a que le faltó el olfato comercial de Disney y a que siempre consideró su arte más importante que cualquier otra cosa, mientras que el dueño de la empresa del ratón pronto dejó de ser animador y director, para limitarse a la mera coordinación, primero, y luego enfrascarse a partir de los 40 en producciones para el naciente medio televisivo y la apertura de parques atracciones por el territorio de los EEUU.

En cierta manera, se puede afirmar que Disney no hubiera llegado a ser lo que es, si no hubiera contado con un animador como Ub Iwerks, capaz de crear los cortos de Oswald y Mickey de los años 20 casi en solitario, sin ayuda de nadie. Muy distinto es el caso de Tex Avery al que puede atribuirse haber salvado a finales de los años 30 la unidad de animación de la Warner, tras la marcha de Harman e Ising, y haber creado toda una escuela de animación, con figuras como Bob Camplet, Chuck Jones, Friz Feleng y tantos otros, que incluso hoy sigue pareciendo el epítome de la animación americana, mucho más que Disney, y ejemplo a seguir por todo animador que se precie.

El estilo de Avery se caracterizaba por llenar el corto de todo tipo de bromas visuales, bien haciendo visible el proceso de creación del dibujo animado (por ejemplo deteniendo la acción en un único fotograma o haciendo que los personajes se escapasen del celuloide) o bien permitiendo que lo imposible se tornara realidad, como el caso de la puerta que es derribada por un personaje, y que se abrirá de repente para mostrar a otro personaje que no asciende del suelo por una escalera que antes no estaba allí.

Unos ejemplos que muestran una mente libre de todo tipo de ataduras y capaz de pensar lo impensable, y que al mismo tiempo servía de demonstración visible de la absoluta libertad que es consustancial al dibujo animado, cuya independencia de una realidad capturada, le permite crear cualquier objeto, reproducir cualquier acción, por imposible o absurda que sea.

La carrera de Avery en la Warner se vio abruptamente truncada en 1943 por roces con el productor John Schlesinger (como ocurriría en 1945 con Bob Camplet). Esta marcha temprana ha provocado que pocos aficionados relacionen la edad de oro de la Warner con Avery, pero al mismo tiempo permitió que durante casi una década, el director tejano pudiera hacer casi lo que se le antojara en la Metro, creando una serie de cortos animados que se consideran como de lo mejor que puede encontrarse en la animación comercial americana.

Blitz Wolf, su primer corto en la Metro, es un vehículo de propaganda para levantar los ánimos de la población americana en la segunda guerra mundial, pero en manos de Avery, la historia de los tres cerditos amenazados por un lobo feroz demasiado parecido a Adolf Hitler, se convierte en una excusa para hacer alarde de todos los recursos visuales que Avery había puesto a punto durante su etapa Warner, como son la ruptura de la cuarta pared para interpelar directamente al público, o la creacción de juegos de palabras visuales, haciendo que las cosas realicen las acciones que sus nombre representa (como la Scream Bomb cuyo su poder destructivo es precisamente el grito que su nombre denota).

No les quiere aburrir más y aquí les dejo con el corto. Espero que lo disfruten a pesar de estar en Inglés. Había otra subtitulada al castellano, pero era la versión censurada, así que he preferido la versión integra, a pesar del racismo de alguno de sus chistes (No Japs or Dogs allowed  que aparece en la puerta del cerdito sabio)



miércoles, 18 de enero de 2012

The low ends


















Cuando se habla de documental, todo el mundo, crítica y aficionados, suele pensar en un género cinematográfico con una definición muy precisa, cuya esencia se basa en representar la realidad tal y como es, sin distorsiones ni recreaciones, de forma que el espectador pueda ver con sus propios ojos aquello que la lejanía le impide experimentar. Un modo por tanto, con un objetivo claro y definido, donde la bondad se mediría en simples grados de separación del ideal, y en el que el mejor director sería aquel que consiguiera difuminar por entero su presencia, convertido en un mero medio de transmisión.

No obstante, a medida que exploro en mayor profundidad este genero, no hago otra cosa que descubrir personalidades completamente individualizadas, perfectamente reconocibles por su estilo y, más importante aún, que se mueven en las fronteras de esta forma, explorándolas y extendiendo su ámbito. Para mi sorpresa, son precisamente estos documentales anómalos los más interesantes, mientras que aquellos más próximos al ideal arriba comentado, suelen ser mediocres y rutinarios.

Una conclusión que no debería ser sorprendente, puesto que ya hace mucho descubrimos que el pretender ajustarse a unas reglas, como decían los neoclásicos, y de ahí empezar a producir obras maestras como churros, es uno de los mayores errores estéticos que pueden cometerse.

Entre estas personalidades anómalas, tanto en el documental como en el cine, se encuentra el francés Jean Rouch, que en sus obras retrató la vida cotidiana en las colonias francesas de África, un poco antes de ser independientes, mostrando a Occidente como eran realmente aquellas gentes que aún se consideraban como inferiores, salvajes y por tanto, obligados a ser civilizados. La forma que utiliza Rouch para conseguir ese objetivo, el de poner en un pie de igualdad a africanos e Europeos, no puede ser más sencilla, adoptar el punto de vista de aquellos que se retrata y mostrar su vida cotidiana, minuto a minuto, dejando que ellos sean quienes la narren, quienes en cierta manera, decidan el resultado de la película, y no las ideas preconcebidas del europeo que les visita.

En lo dicho, hay una gran traición al ideal del documental al que hacía referencia. Al pretender narrar la vida cotidiana minuto a minuto, se hace inevitable la reconstrucción dramática de lo acontecido, simplemente porque muchos sucesos no pueden tener lugar si la cámara está presente, problema que siempre ha hecho perder el sueño a todo documentalista, desde tiempos de los Lumière. En otras palabras, la cámara se presta perfectamente a recoger todo lo que suponemos público, es decir lo que podría pasar por noticia en un periódico o en un noticiario, pero es especialmente torpe a la hora de capturar lo privado, aquello que sólo realizamos en presencia de personas de nuestra confianza.

La manera que tiene Rouch de enfrentarse a este problema es doble y no menos osada. Por un lado, Rouch simplemente  niega que exista esa dicotomia entre capturado por la cámara y representado ante la cámara. De vez en cuando, el espectador podrá notar que ciertas escenas no pueden haber sucedido así, de forma natural, pero se verá imposibilitado de descubrir cuando se ha producido el cambio que se ha producido de forma natural y sin transiciones aparentes.

Es esta naturalidad uno de los rasgos más llamativos del estilo de Rouch, que se ve apoyado y reforzado por la segunda solución con la que Rouch intenta resolver la contradicción a la que se hacía referencia. Antes de comentar esta solución hay que señalar que es en ella donde se aprecia al Rouch más político, aunque quizás a nosotros nos sea difícil apreciarlo. Como ya he dicho, el objetivo de Rouch es narrar desde el punto de vista de los africanos, romper la esclavitud estética dominante en occidente durante el tiempo del imperialismo, según la cual el africano no era más que parte del decorado, un elemento similar al paisaje o la fauna, y por tanto alternativamente pintoresco o amenazador.

Para romper esta esclavitud intelectual, lo que Rouch hace es dar la palabra a los africanos. Esas peripecias que vemos reconstruidas no son producto de la imaginación del cineasta, sino que corresponden a lo que los protagonistas de la cinta han vivido, experimentado o soñado, de manera que en el cine de Rouch, esa difuminación de la figura del director, que deja de organizar la realidad a su gusto, se produce por razones de justicia y rigor ideológica, ofreciendo una tribuna a esos africanos que hasta entonces formaban parte del paisaje. La cesión de poder por parte del director no se limita en presentar lo que sus protagonistas desean ver, llega aún más lejos, ya que otro rasgo característicos del director francés es que el sonido de sus películas consiste en sus "actores" comentando lo que están viendo, es decir dándose voz a sí mismo o explicando lo que estaban haciendo en ese momento.

Otro ejemplo más de ese compromiso ideológico al que me refería antes, según el cual Rouch da literalmente la palabra aquellos que nunca lo habían tenido.











En el caso de la película que ha motivado esta entrada, Moi, Un Negre, de 1957,  y a la que pertenecen las capturas, el compromiso político es aún más explícito, ya que se nos muestra la vida cotidiana de un suburbio de Abidjan, habitado por emigrantes que apenas ganan para comer y que no tienen ninguna esperanza de salir del círculo del infierno en el que han caído.

Una situación de explotación y miseria, que Rouch ilustra a la perfección, admirado al mismo tiempo por la resistencia y la energía que derrochan las gentes a las que retrata. Quizás una de las mejores secuencias, y perfectamente ilustrativas de lo que se ha dicho en esta entrada es el momento en el que uno de los protagonistas, Edward G. Robinson, se emborracha tras que la mujer a la que ama, una de las prostitutas del suburbio, le ha abandonado por un cliente con más medios monetarios. La borrachera y la desesperación de Robinson se plasman en un ensueño en el que se ve casado con su amada, en el que Robinson nos narra como sería su vida en común, mientras que la cámara de Rouch ilustra el relato del protagonista.

Una secuencia que si se observa bien, debería estremecernos, ya que lo que estamos viendo no es el ensueño de Robinson, imposible de rodar. No. Dada la profesión de esta mujer, lo que estamos viendo es algo muy distinto y en ello radica la grandeza de Rouch, ya que no podría haberse ilustrado de manera más contundente, cuán imposibles son los sueños de Robinson.