Cuando se habla de documental, todo el mundo, crítica y aficionados, suele pensar en un género cinematográfico con una definición muy precisa, cuya esencia se basa en representar la realidad tal y como es, sin distorsiones ni recreaciones, de forma que el espectador pueda ver con sus propios ojos aquello que la lejanía le impide experimentar. Un modo por tanto, con un objetivo claro y definido, donde la bondad se mediría en simples grados de separación del ideal, y en el que el mejor director sería aquel que consiguiera difuminar por entero su presencia, convertido en un mero medio de transmisión.
No obstante, a medida que exploro en mayor profundidad este genero, no hago otra cosa que descubrir personalidades completamente individualizadas, perfectamente reconocibles por su estilo y, más importante aún, que se mueven en las fronteras de esta forma, explorándolas y extendiendo su ámbito. Para mi sorpresa, son precisamente estos documentales anómalos los más interesantes, mientras que aquellos más próximos al ideal arriba comentado, suelen ser mediocres y rutinarios.
Una conclusión que no debería ser sorprendente, puesto que ya hace mucho descubrimos que el pretender ajustarse a unas reglas, como decían los neoclásicos, y de ahí empezar a producir obras maestras como churros, es uno de los mayores errores estéticos que pueden cometerse.
Entre estas personalidades anómalas, tanto en el documental como en el cine, se encuentra el francés Jean Rouch, que en sus obras retrató la vida cotidiana en las colonias francesas de África, un poco antes de ser independientes, mostrando a Occidente como eran realmente aquellas gentes que aún se consideraban como inferiores, salvajes y por tanto, obligados a ser civilizados. La forma que utiliza Rouch para conseguir ese objetivo, el de poner en un pie de igualdad a africanos e Europeos, no puede ser más sencilla, adoptar el punto de vista de aquellos que se retrata y mostrar su vida cotidiana, minuto a minuto, dejando que ellos sean quienes la narren, quienes en cierta manera, decidan el resultado de la película, y no las ideas preconcebidas del europeo que les visita.
En lo dicho, hay una gran traición al ideal del documental al que hacía referencia. Al pretender narrar la vida cotidiana minuto a minuto, se hace inevitable la reconstrucción dramática de lo acontecido, simplemente porque muchos sucesos no pueden tener lugar si la cámara está presente, problema que siempre ha hecho perder el sueño a todo documentalista, desde tiempos de los Lumière. En otras palabras, la cámara se presta perfectamente a recoger todo lo que suponemos público, es decir lo que podría pasar por noticia en un periódico o en un noticiario, pero es especialmente torpe a la hora de capturar lo privado, aquello que sólo realizamos en presencia de personas de nuestra confianza.
La manera que tiene Rouch de enfrentarse a este problema es doble y no menos osada. Por un lado, Rouch simplemente niega que exista esa dicotomia entre capturado por la cámara y representado ante la cámara. De vez en cuando, el espectador podrá notar que ciertas escenas no pueden haber sucedido así, de forma natural, pero se verá imposibilitado de descubrir cuando se ha producido el cambio que se ha producido de forma natural y sin transiciones aparentes.
Es esta naturalidad uno de los rasgos más llamativos del estilo de Rouch, que se ve apoyado y reforzado por la segunda solución con la que Rouch intenta resolver la contradicción a la que se hacía referencia. Antes de comentar esta solución hay que señalar que es en ella donde se aprecia al Rouch más político, aunque quizás a nosotros nos sea difícil apreciarlo. Como ya he dicho, el objetivo de Rouch es narrar desde el punto de vista de los africanos, romper la esclavitud estética dominante en occidente durante el tiempo del imperialismo, según la cual el africano no era más que parte del decorado, un elemento similar al paisaje o la fauna, y por tanto alternativamente pintoresco o amenazador.
Para romper esta esclavitud intelectual, lo que Rouch hace es dar la palabra a los africanos. Esas peripecias que vemos reconstruidas no son producto de la imaginación del cineasta, sino que corresponden a lo que los protagonistas de la cinta han vivido, experimentado o soñado, de manera que en el cine de Rouch, esa difuminación de la figura del director, que deja de organizar la realidad a su gusto, se produce por razones de justicia y rigor ideológica, ofreciendo una tribuna a esos africanos que hasta entonces formaban parte del paisaje. La cesión de poder por parte del director no se limita en presentar lo que sus protagonistas desean ver, llega aún más lejos, ya que otro rasgo característicos del director francés es que el sonido de sus películas consiste en sus "actores" comentando lo que están viendo, es decir dándose voz a sí mismo o explicando lo que estaban haciendo en ese momento.
Otro ejemplo más de ese compromiso ideológico al que me refería antes, según el cual Rouch da literalmente la palabra aquellos que nunca lo habían tenido.
En el caso de la película que ha motivado esta entrada, Moi, Un Negre, de 1957, y a la que pertenecen las capturas, el compromiso político es aún más explícito, ya que se nos muestra la vida cotidiana de un suburbio de Abidjan, habitado por emigrantes que apenas ganan para comer y que no tienen ninguna esperanza de salir del círculo del infierno en el que han caído.
Una situación de explotación y miseria, que Rouch ilustra a la perfección, admirado al mismo tiempo por la resistencia y la energía que derrochan las gentes a las que retrata. Quizás una de las mejores secuencias, y perfectamente ilustrativas de lo que se ha dicho en esta entrada es el momento en el que uno de los protagonistas, Edward G. Robinson, se emborracha tras que la mujer a la que ama, una de las prostitutas del suburbio, le ha abandonado por un cliente con más medios monetarios. La borrachera y la desesperación de Robinson se plasman en un ensueño en el que se ve casado con su amada, en el que Robinson nos narra como sería su vida en común, mientras que la cámara de Rouch ilustra el relato del protagonista.
Una secuencia que si se observa bien, debería estremecernos, ya que lo que estamos viendo no es el ensueño de Robinson, imposible de rodar. No. Dada la profesión de esta mujer, lo que estamos viendo es algo muy distinto y en ello radica la grandeza de Rouch, ya que no podría haberse ilustrado de manera más contundente, cuán imposibles son los sueños de Robinson.
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