jueves, 24 de marzo de 2011

The Most Holy War (y III)

It was already 4 p.m. by the time they were ready, but d'Enghien knew from Freiburg how quickly the Bavarian could dig in and did not want to give them the night to complete their works. The French guns could not compete witjh the Bavarians' that were protected with earthworks, so d'Enghien ordered a frontal assault at 5 p.m. He was soon fully occupied with the fight for Allerheim, leading successive waves of infantry over the entrenchments, only to be hurled back by fresh units fed by Mercy from the centre. The thatched roofs of the village soon caught fire, forcing the defenders into the stone buildings. The French commander had two horses shot under him and was himself saved by his breastplate deflecting a musket ball. Mercy was not so fortunate as he entered the burning village around 6 p.m. to rally the flagging defence. He was shot in the head and died instantly. Ruischenberg assumed command and repulsed the French.

Peter H. Wilson Europe's tragedy

 Hay una tendencia en la historia militar (y en general en toda historia) a intentar buscar una explicación a los hechos basada en leyes objetivas e inquebrantables, de manera que el azar, los defectos de los actores participantes, todo aquello que no es mensurable y cuantificable, sea expulsado de la ecuación. De esa manera, las batallas y las guerras parecen ya decididas desde un principio por el número de combatientes, su capacidad industrial, su mayor nivel tecnológico, la calidad de los planes de batalla o la de sus organizaciones.

Sin embargo, cuando se lee un poco más de la historia militar se descubre que el azar es esencial, consustancial al ejercicio de las armas. Clausewitz, una de las mentes más lúcidas en este campo, hablaba de un factor X, del que puede cambiar completamente el curso de una batalla, independientemente de las características de los contendientes, y su opinión está fundamentada en hechos, ya que las guerras napoleónicas, en las que él fue protagonistas, abundan en batallas que no transcurrieron como debían, a pesar de la leyenda de invencibilidad creada alrededor del hombre que genial, Napoleón, que les da nombre.

Debería ser sabido por todos como una de las grandes victorias de Napoleón, Marengo, estuvo a punto de no serlo, ya que a pesar de sus cuidadosos preparativos, el general corso se topo con el enemigo donde éste no debía estar y tuvo que enfrentarse a él con fuerzas reducidas. El resultado fue un batalla perdida a la mitad del día, a la que se dio la vuelta con la llegada en el momento preciso, pero no previsto, de las fuerzas comandadas por el General Desaix. Otra batalla que estuvo a punto de torcerse fue la de Jena/Auerstadt, donde le grueso del ejército francés lucho en Jena contra la retaguardia prusiana, creyendo que combatía a la fuerza principal, mientras esta intentaba abrirse paso a través de la vanguardia francesa en Auerstadt, lo que fue evitado por la pericia del general Davout y el perfecto entrenamiento de las unidades francesas de esa época... y le valió a Davout el ser relegado, por haber estado a punto de robarle la gloria al corso.

No obstante, la palma se la lleva la batalla de Eylau Prusiana, donde un cúmulo de errores debido a las condiciones atmósfericas (pocas horas de luz, cielo cubierto, nevadas frecuentes) hicieron extraviarse a las fuerzas con que el mariscal Augereau debía atacar al flanco ruso y las hicieron aparecer en la tierra de nadie que separaba ambos ejércitos, con el resultado de que ambos bandos las confundieron con fuerzas enemigas, abriendo fuego contra ellas, lo que llevo a la aniquiliación de la columna y casi acaba con la vida del Augereau, que tras la experiencia se convirtió en un general demasiado prudente y cauto, como demostraría su posterior trayectoria en España.

En este sentido, la Guerra de los Treinta Años, es un ejemplo perfecto de ese azar, de esa casualidad que deshace los mejores planes. No es ya que acabe siendo un inmenso forcejeo, en el que se alternan derrotas y victorias de los diferentes bandos, sin que ninguna consiga inclinar definitivamente la balanza, hasta terminar en un autñentico match nulo, en el que cesa el combate porque los bandos están demasiado agotados para continuar la lucha. Es simplemente que a lo largo de ese conflicto, el incendio incontrolable de la guerra acaba por devorar ejércitos enteros, antes los mejores, más poderosos y más temidos, mientras que los generales que los mandan brillan un instante para desvanecerse al siguiente, independiente de su valía y sus virtudes, en un carrousel constante y sin fin, del cual incluso los historiadores acaban por desentenderse, hartos de ver siempre repetirse lo mismo, con lo que los protagonistas de la última fase, como el general bávaro Mercy, apenas son recordados, aunque en muchos casos, sean mejores que muchos capitanes de la primera fase de la guerra.

Y es aquñi precisamente, donde se manifiesta ese azar y casualidad que gobierna los conflictos bélicos, como se puede apreciar en el fragmento incluido. Porque ese general bávaro, maestro en el planteamiento y resolución de los franceses, rival temido y admirado por los franceses, sale de escena de la forma más trivial posible, alcanzado por una bala en una batalla que está a punto de vencer, lo cual provoca que se pierda la batalla y se derrumbe la resistencia que había impedido durante años que los franceses cruzaran el Rin hacia Baviera.

Un derrumbamiento provocado sobre todo por razones psicológicas y no tanto materiales, como pensarían los historiadores más objetivos, ya que esa súbito giro en el conflicto se debe a que tanto amigos como enemigos piensan que, caído ese general, ya nadie podrá ocupar su lugar, sintiéndose por tanto los unos vencidos de antemano, lo otros vencedores seguros.

martes, 22 de marzo de 2011

The Friend of the Children






Había comentado ya como sigo prefiriendo la versión del 79 de Apocalipse Now a la Redux del 2000. Tras haber visto de nuevo la Redux, en la última edición que permite ver ambas y compararlas, mi juicio ha salido reforzado. En otras palabras, la versión del 79 muestra porqué Coppola en la década de los 70 era uno de los grandes y finales del siglo XX uno más del montón... o si lo prefieren sin ser tan extremista, el Apocalipse Now del 79 era una obra maestra, mientras que el Redux es solamente una gran película, ya que en el 79 Coppola supo cortar lo que sobraba, mientras que la Redux cayó en el error del principiante (y de casi todos los directores comerciales contemporáneos) que consiste en añadir todo el material rodado, sea bueno o no, venga a cuento o no.

Esa cualidad de obra maestra de la versión del 79 se debía principalmente a la atmósfera de pesadilla, de sueño absurdo provocado por las drogas que tenía la versión, ese lento camino hacia el horror y la locura del capitán Willard y los tripulantes de la lancha patrullera, que repetía la misma caída en el infierno del coronel Kurtz y al que sólo sobrevivían aquellos que acaban perdiendo la cordura o aceptaban ese horror en toda su amplitud.

La versión Redux, sin embargo, parece una película de VietNam más de aquellos tiempos. Mientras la original acababa por ascender a un plano abstracto, en el que era valida para cualquier guerra y cualquier tiempo y, como digo, dejaba de hablar de la guerra para enfrentarse a la pregunta de cual es la auténtica naturaleza humana; la versión Redux se reduce a una crítica de la intervención americana en el sudeste asiático, resaltando el absurdo de la política bélica de las diferentes administraciones estadounidenses fueran del color que fuera. Incluso, parte de la originalidad que sorprendió a los espectadores de aquel tiempo y que pronto la convirtió en mítica se ve atenuada en la versión Redux, al detectarse los prestamos e influencias de otras películas contemporáneas.

 Por otra parte, la comparación de la versión del 79 con la Redux, sirve de ejemplo magnífico para demostrar la importancia del montaje en la apreciación de una película, puesto que los añadidos no se limitan a completar/complementar la cinta original, sino que cambian completamente la visión y el significado de muchos personajes.

Por ejemplo, el Teniente Coronel Killgore en la versión del 79 aparecía como un antecedente de Kurtz, el Kurtz que trabajaba aún dentro del sistema y cuya locura y absurdo eran mantenidas dentro de unos límites por las riendas con las que le tenía atado el sistema. Además de esto y esencial al personaje, era el aura de poder y de miedo que le acompañaba. Todos en la película, incluso el capitán Willard, se sentían incómodos en su presencia, sabedores de que una explosión de ira podía condenarles, temor y respeto ante el ejercicio sin límites del poder, que era también una prefiguración del poder absoluto sobre vida y muerte del que disfrutaba el Kurtz escondido en las junglas de Camboya. Por el contrario, el Killgore de la versión Redux, es un personaje cómico, del cual se puede reír cualquiera y que se convierte en un medio para relajar la tensión, destruyendo por completo la atmósfera conseguida en una de las escenas míticas del cine (sí, esa, la de las Valkirias).

Esa comicidad de Kurtz, que es puesto en ridículo por Willard y los tripulantes de la patrullera, introduce otro de lo cambios esenciales entre las versiones. En la de 1979, Willard está doblemente aislado, de la gente que dejó en casa y de sus compañeros en esta misión. Este aislamiento es producto de la misión que tiene entre manos y de su entrenamiento para las fuerzas especiales, pero sobre todo, es un indicio de su creciente desengaño y desencanto con el conflicto y con el ser humano, nuevamente adelantando la postura filosófica de un Kurtz situado más allá del bien y del mal, ajeno a todos los conflictos humanos. En la versión Redux, no obstante, Willard y los tripulantes son coleguillas que van de buen rollito, lo que en mi opinión rebaja el dramatismo de la cinta, y abarata su mensaje.

No obstante, el principal cambio es en la figura del coronel Kurtz. En la cinta original era la encarnación del mal perfecto, ese que anida en cada uno de nosotros y al cual la locura, la estupidez de la guerra permite manifestarse, enseñoreándose del mundo. Gran parte de sus parlamentos, aquellos que habrán del hombre moral, amante de su mujer y sus hijos, pero capaz de realizar los mayores actos de crueldad sin plantearse la validez de las ordenes recibidas, no habrían desentonado en boca de uno de los jerarcas nazis encargados del exterminio judío en la segunda guerra mundial. Por el contrario, en la versión redux basta una sola, escena, la arriba ilustrada, para destruir al personaje y convertirlo en un remedo de sí mismo, al presentarlo como una especie de rebelde justiciero, enfrentado a la política de su gobierno, y amante de los niños.

Todo lo contrario de lo que nos habían estado contando las tres horas anteriores y una traición a un personaje mítico en la historia del cine.


Y por favor, no me hagan hablar de la escena de las Bunnies, embarrancadas y embarradas en un campamento perdido, o de la absurda e inverosímil plantación francesa, porque cuanto menos se hable de ese horror, mejor

lunes, 21 de marzo de 2011

AMGD Capítulo VIII: Lago Asfaltitis, año 68 d.C.

Lunes, día de Ad Maiorem Gloriam Dei, en este caso se trata de una nueva visita al lado romanos, cuyos personajes espero que les sean ya familiares. Hermann, el antiguo príncipe de los germanos, ahora centurión romano y mutilado en los primeros combates de la rebelión, que ha acabado por considerarse más romano que los proips romanos. Vespasiano, el homus novus, llegado a lo más alto de la jerarquía del imperio, pero al coste de incontables trabajos e intrigas, siempre con el temor de que el emperador ordene su ejecución, como ocurrió con sus antecesores, por ejemplo Corbulo. Berenice, la reína de los judios, último exponente de los príncipes sucesores de Alejandro, casi de rango divino, pero expuesta al capricho de los nuevos dueños romanos, que en cualquier momento pueden arrebatarle su reíno.

Todos por tanto profundamente escépticos y desengañados, sabedores de que todo en la vida es ilusión, de que la fortuna puede derribarles en el momento siguiente, excepto Tito, el hijo de Vespasiano, nacido ya en la cumbre y creyente en todos los ideales posibles.

Así que aquí les dejo con el cuento de esta semana, lamentando como siempre la pérdida de las últimas versiones...

Capítulo VIII: Lago Asfaltitis, año 68 d.C

- ¿Cómo se llamaba ese sitio?
   
Vespasiano apunta con su brazo hacia el acantilado, hacia un punto donde sus paredes verticales se rompen en un desfiladero, casi colmado por los sedimentos que descienden en abrupta pendiente hasta la meseta donde se encuentra el general y su séquito.
    
Allí, al borde del precipicio, dominando el abismo y el desfiladero, el ocre del terreno se convierte en negro y el negro en blanco. Oscuras volutas de humo se elevan aún de ese punto y una vista aguda descubriría finas líneas negras que apuntan al cielo, inclinadas en ángulos imposibles, las vigas y columnas de una edificación consumida por las llamas y desplomada sobre sí misma.

- Qumrán – responde la reina Berenice.
   
La reina Berenice, el general Vespasiano, su hijo Tito, reposan en cómodas literas, dispuestas formando una U. En el medio se acumulan comida y bebida, al alcance de la mano de los comensales, aunque estos no necesitan moverse, pues solícitos esclavos adivinan sus deseos y compiten por satisfacerlos.
    
No hay mucha variedad en las viandas. Bebidas puestas a refrescar, frutas traídas desde Jericó, dulces. Todo aquello que pueda hacer olvidar el calor sofocante de una tarde de verano, el sol implacable que cae a plomo sobre la llanura requemada, detenido apenas por el toldo que han levantado sobre ellos, aliviado apenas por los esclavos que, a la cabecera de los lechos, agitan lentamente grandes abanicos, buscando renovar el aire, pero sin conseguirlo.
    
Ni un soplo de viento, ni indicios de que la temperatura vaya a caer. Sólo sol y polvo. Calor y muerte. Excepto en aquel breve espacio limitado por la sombra del toldo, donde estos visitantes han instalado su pequeño paraíso, exclusivo para ellos, negado a los guardias que les rodean y protegen, abandonados al sol implacable, rígidos como estatuas en posición de firmes, calcinándose dentro de sus cascos y corazas, vagando entre el sueño y la vigilia.
   
Frente a ellos, la superficie negra del mar maldito, pulida y brillante como el frío acero. Lisa y sin olas, terminando abruptamente en una playa de negra arena, rayada con innumerables líneas blancas paralelas, los diferentes niveles del mar maldito, erizada de cristales de sal, que rasgan los pies de aquellos que se aventuran hasta la orilla.
   
Tras ellos, la llanura requemada, sin vegetación alguna, sembrada con rocas, ondulada en pequeñas colinas que no ofrecen ningún refugio, hasta quebrarse en paredes de piedra, que se yerguen abruptamente desde la llanura. No hay salida, excepto estrechos desfiladeros, que no llevan a ninguna parte, excepto un inmenso laberinto de cortados y pasadizos, de pasillos donde nunca llega el sol, de fina arena cálida, que la primera lluvia puede convertir en rabiosos torrentes.

- Qumrán – repite Vespasiano – Es extraño. No podían vencernos. Era imposible y ellos saberlo de antemano. Eran sólo un puñado, apenas sin armas ni fortificaciones que les permitiesen equilibrar la balanza.
   
Se lleva la copa a los labios y bebe lentamente, la vista fija en las ruinas que se asoman al precipicio

- Y sin embargo, salieron a nuestro encuentro. A campo abierto. Sin mostrar miedo. Sin formar, sin intentar atacarnos. Se limitaron a arrodillarse y se pusieron a rezar.
   
Nuevo silencio. Nuevo sorbo

- A rezar. No podíamos creerlo. Ni mis generales ni, por supuesto, yo. Casi estuve a punto de dar la orden de que nos retirásemos, pero no lo hice. ¿Sabes por qué? Por mis hombres. Llevábamos todo el año de campaña, de durísima campaña, y el año pasado no había sido muy diferente. Necesitaban diversión. Así que di la orden. No dudaron en obedecerla y se lanzaron contra esos necios. Riendo y cantando. Saboreando de antemano la matanza.
   
La reina Berenice se incorpora en el lecho, con una expresión de hastío en su rostro.

- ¿Por qué me cuentas eso? Sabes perfectamente que yo estaba presente.
   
Vespasiano no responde, continúa su narración, sin embargo.

- Al sentir que nos acercábamos, elevaron las manos al cielo y redoblaron en sus plegarias. No nos miraban, su atención estaba fija en el cielo, en lo que fuera que tenía que venir de allí, e incluso los mejores de mis soldados, luego me lo confesaron, como puede corroborar Hermann, no podía evitar mirar de reojo a las alturas.
   
En ese instante, Vespasiano mira por el rabillo del ojo a la litera de la reina, pero ésta se ha vuelto a recostar, hurta la mirada y contempla en cambio, la extensión negra y metálica, pulida y brillante del mar maldito.

- No duro mucho. Basto terminar con las primeras filas. Fuera lo que fuera lo que esperasen, su ilusión se quebró con los primeros muertos. Huyeron en desorden, dejando más y más muertos en el camino, todos los que se rezagaban. Cerraron las puertas y las atrancaron, se encaramaron a los muros, comenzaron a arrojarnos piedras y flechas... una asedio en fin, igual que todos, con el mismo resultado, sólo que esta vez apenas duro nada, y apenas hubo que saquear.
   
El general vuelve a alzar la copa, bebe en silencio, escudriñando las ruinas, la pared vertical sobre las que se alzan, la requemada planicie que le separa de ella.

- Dime, mi reina ¿Por qué lo hicieron? ¿Qué era lo que esperaban?
   
Berenice guarda silencio, como si no hubiera oído la pregunta, como si nunca hubiera sido formulada.. Vespasiano sonríe levemente.

- Es tan testaruda como su pueblo, padre – la voz agria y fria de Tito se deja escuchar. La voz de alguien que siempre tiene la razón, la voz de alguien que no conoce las dudas –  Son todos iguales. Iguales. Incapaces de entender la civilización y sus ventajas. Podrán disfrazarse, pretextar inocencia, pero rasca un poco y encontrarás lo mismo. Lo mismo.
    
La reina no responde. Ni siquiera se vuelve. Continúa desgranando, uva a uva, un racimo, mientras mantiene fija la vista en la extensión vacía del mar.
    
La sonrisa de Vespasiano se hace más amplia.

- Tú eres quien no ha entendido nada, hijo mío –  visiblemente disfruta del azoramiento de Tito – El silencio es la mejor virtud de los pueblos sometidos. La única que sus conquistadores le piden, la única que necesitan cumplir ¿no piensas así? – Tito no sabe que responder, se limita a contemplar a su padre con los ojos abiertos de par en par –  te queda aún tanto por aprender, tanto por aprender. Explícaselo, mi reina.
- Es muy sencillo – habla sin volverse hacia los dos hombres, como si estuviera sola, como si fuera algo que se repitiese todos los días en voz baja – si pensamos lo mismo que vosotros ¿Para qué expresarlo? Seguro que ya los habéis hecho mejor. Si pensamos distinto ¿Para qué decirlo? ¿No sería eso igual a una rebelión?
   
Tito se muerde los labios, lleno de coraje. Vespasiano ríe al verlo y esa risa embaraza aún más a su hijo, que parece  estar a punto de las lágrimas, y se vuelve en el lecho enfurruñado, para darles la espalda, para que no le vean.
   
Vespasiano continúa riendo, seguro de que su hijo acabará por reaccionar, por revolverse y defenderse. Se apoya incluso sobre el codo, para poder volverse hacia él y estar más cómodo, pero se detiene de repente y su risa se corta, mientras que su rostro adopta la seriedad propia de un general antes de comenzar la batalla.
   
No hay ningún peligro, sin embargo. No puede haberlo. Como plaga de langostas, el ejército romano ha esparcido la destrucción por ambas orillas del mar maldito, hasta que no ha quedado nadie vivo que pueda blandir un arma.
    
Se trata simplemente de una barca que ha aparecido tras un cabo y que navega, sin dejar estela en las aguas, hacia la playa donde se alza el toldo. Dos legionarios la tripulan, remando con visible esfuerzo, abrumados por el peso del gran bulto que puede verse en la popa, un saco donde algo vivo rebulle.
    
La atención de todos se dirige hacia la embarcación, incluso la de los soldados que montan guardias, aún presos de la modorra. Vespasiano hace un gesto, y Hermann corre hacia la orilla, haciendo señas para que la embarcación se acerque, para que se coloque más centrada con respecto al toldo, para que finalmente se detenga.
    
Ya es suficiente. Los legionarios echan el ancla y esperan a que la barca encuentre su equilibrio. Luego con mucho cuidado marchan hacia la popa y deshacen los nudos que cierran el saco. Previamente se les ha visto colocarse encima del bulto, como si quisieran impedir que lo hay dentro escape, o mucho más probable, para evitar que la barca vuelque si intenta revolverse. En sus rostros hay una expresión de sorna y ambos, mientras retiran las cuerdas, se lanzan miradas de complicidad, saboreando de antemano lo que está punto de ocurrir.
    
Hay una cabeza, una persona, en el interior del saco. Se le ve temblar, estremecerse, cuando siente la dura luz del sol, el aire ardiente. Cierra los ojos, cegado y dolorido. No intenta chillar, no intenta revolverse, se limita a abrir la boca cuanto puede, a aspirar todo lo que pueda del aire que se le negaba, a huir del ahogo al que estaba sometido hasta hace poco. Desde la orilla se escucha perfectamente su jadeo, similar al de un fuelle roto.
     
No le dejan tiempo. Un legionario a cada lado, le toman por las axilas, le levantan en vilo, y le lanzan a la superficie del agua. Apenas levanta espuma, las aguas se cierran inmediatamente sobre él, como si nunca hubiera existido, señalado apenas el lugar por algunas burbujas que emergen, permanecen un instante sobre la superficie y se rompen sin dejar rastro.
    
Ninguno aparta la mirada sin embargo. En la orilla los espectadores se han incorporado sobre su literas  e incluso los guardias, aun medio dormidos, se apoyan sobre sus escudos y estiran el cuello para ver mejor. En la barca, los dos legionarios se asoman sobre la borda, escorando peligrosamente la embarcación, mientras escrutan las negras aguas, sonrientes, alegres, intrigados por saber si es verdad lo que cuentan.
    
La superficie del agua permanece lisa. Rota solamente por las burbujas que ascienden, que incrementan su frecuencia, que lo hace en grupos de dos, de tres, de cuatro, hasta que, con un rugido, la superficie se agita, se cubre de espuma y el hombre emerge de las profundidades, gritando, rugiendo, buscando el aire, intentando aspirar cuanto pueda antes de volver a hundirse.
   
Pero no lo hace. Queda flotando allí, sobre las aguas, acurrucado como un bebe, llorando y gimiendo, los ojos cerrados fuertemente, ardiendo por la sal que se ha colado en ellos. Los dos legionarios ríen y palmotean, como dos niños, agarran uno de los remos, y empujan al hombre hacia el fondo. No pueden y la sorpresa les hace redoblar en sus risas. Vuelven a intentarlo y esta vez apoyan el peso de ambos sobre el remo. Apenas consiguen que el agua cubra el rostro de su víctima , pero para ello a punto han estado de perder pie sobre la barca y caer a su vez en las aguas. Les salva el rebote, el impulso del cuerpo al emerger en cuanto aflojan la tensión y ambos caen en el fondo, enredados entre sí, riendo sin parar, la voz cortada por las carcajadas, incapaces de ponerse de pie.
     
Hace demasiado calor, sin embargo. Los guardias vuelven a cargar sus escudos en los hombros, recuperan su inmovilidad y se pierden en la modorra. Los comensales se recuestan en la litera, piden que rellenen sus copas y apuran sus contenidos, Los mismos remeros se cansan de jugar con el prisionero, colocan los remos y bogan hacia la orilla, dejándolo ahí. Él mismo deja de sentir el ardor de las aguas, se cansa de gritar y se limita a flotar sobre las aguas, oscilando levemente, aún vivo.

- Esto es una bajeza. – la voz es fría y dura, la de alguien siempre seguro de sus propias convicciones.
   
Vespasiano se vuelve hacia su hijo, una expresión de cansancio en su rostro.

- Si tenéis a bien explicaros – responde, con sorna evidente.
   
Tito no responde. Se refugia en su copa, evitando mirar tanto a su padre como a la reina Berenice.

- Expresáis una opinión y luego no tenéis el valor de sostenerla. ¿Creéis que con eso basta? ¿Creéis que sois mejor que nosotros? ¿Creéis que encerrarse en el desprecio os hace serlo?
- Dejadlo correr – la voz alegre y afectuosa de la reina Berenice, consigue que Tito levante la cabeza, para encontrar su mirada, para hacer que sonría al reconocer una aliada frente a su padre – Es sólo un niño y como tal debe comportarse – Berenice sigue sonriendo, indiferente a la expresión de sorpresa y dolor de Tito, igual a la que tendría si le hubieran abofeteado.
   
Se le ve murmurar, mascar unas palabras, sin mirar a ninguno, los ojos fijos en el cielo.

- Hable en alto – grita Vespasiano, como si diera órdenes en la batalla, sobresaltando a los guardias que dormitan, forzándoles a recuperar su inmovilidad, a alzar en vilo los escudos y enderezar las lanzas.
   
Tito ha alzado también la cabeza, respondiendo a la orden. Por unos instantes observa a su padre, se muerde los labios, dudando, pero finalmente se lanza.

- No tenemos derecho –  dice en voz alta, sin que ésta le tiemble, sus ojos desafiando a su padre.
- ¿No tenemos derecho? – el rostro de Vespasiano muestra su escepticismos – Mi reina... ¿Tenemos o no tenemos derecho?
- A este lado del Eúfrates, gobernáis vosotros. Yo diría que tenéis todo el derecho. Al otro lado, os sería un poco más difícil, me temo que los Partos pueden tener algo que decir.... aunque supongo que resolveréis ese problema algún día.
- Si nos dejáis tiempo vosotros, claro está, si nos dejáis tiempo vosotros...
   
Ambos ríen, satisfechos con el chiste, pero Tito no les acompaña, se refugia en el silencio, rumiando una respuesta.

- ¡No tenemos derecho! – estalla - ¡No tenemos derecho! ¡Precisamente por eso! ¡Porque gobernamos el mundo! ¡Porque ésa es nuestra misión!
    
El general y la reina le miran atentamente. Tito se detiene, asustado por la expectación que ha levantado.

- Parece que el niño tiene algo que decir  ¿Crees que deberíamos escucharlo, mi reina?
- No tengo ganas de aguantar su rostro indignado todo el día, reprochándonos no sé que cosas, a nosotros, las hormigas, desde lo alto de su reluciente torre de justicia, bien arropadito en su virtud. Que se desahogue... lo mismo le sienta hasta bien.
- Hable pues, señor, hable, pero medite bien lo que dice... no crea que por mover los brazos y subir el tono se le va a hacer más caso...
   
Tito traga saliva. Involuntariamente, comienza a gesticular, pero inmediatamente se retiene, al notar el guiño de complicidad que se lanzan Tito y Berenice. Se sujeta una mano  con la otra, frunce el ceño y tensa los músculos, habla y habla, como si no estuvieran allí delante el general y la reina, como si se dirigiera al mundo entero, a los habitantes del imperio, a los que vagan fuera de su fronteras, a los que moran en tierras desconocidas, incluso para el mismo sol.
   
Nada cambia sin embargo. Ni la superficie del mar maldito. Ni los rayos verticales del sol. Ni la superficie requemada de la orillas. Ni las paredes verticales de los acantilados. Su voz se pierde en el aire ardiente, apenas llega a su padre y a la reina, ni siquiera alcanza a los soldados que los protegen y, poco a poco, un temblor se adueña de ella, un titubeo que se propaga a las mismas palabras, que le hace dudar y repetirse, perderse en su razonamiento.

- ¿No os lo habéis preguntado nunca? Tenéis que haberlo hecho. Tiene que haber una razón. ¿Por qué sólo nosotros? ¿Por qué ahora? Sólo se me ocurre ese motivo. Ese poder nos ha sido dado. Por alguien más poderoso. Para cumplir un destino. –  mira a un lado a otro buscando un aprobación que no encuentra, pero no se amilana y continúa, continúa, continúa – Estoy seguro. Estoy completamente seguro. Debemos guiar a los hombres. Ser sus maestros. Conducirles al bien. Enseñarles que es justo y que es no. Ésa y no otra es  nuestra misión. Ése es nuestro combate. Ésa es nuestra guerra. No la que libramos aquí. No con los medios que vos, padre, estáis utilizando. Estáis equivocado. Estáis horriblemente equivocado. Y no vais a perderos sólo, nos perdéis a todos, sin remisión, porque quien se aparte de ese camino que nos ha sido señalado, quien renuncie a él, no encontrará más que su ruina, no hallará....
- ¡Basta!
    
Vespasiano se ha puesto en pie de un salto. Antes de que Tito pueda prepararse, se le encuentra junto a la litera, inclinado sobre él, los ojos ardientes de rabia. De un manotazo, le arranca la copa de las manos, para agarrarle luego por el manto y levantarle casi en vilo?

- ¿Quién te ha metido esas ideas en la cabeza? ¿Han sido tus preceptores, no?
- Padre, yo.... – Tito no se atreve a defenderse
- Malditos griegos. Malditos griegos. Buenos para nada. Lo único que tienen son palabras. Palabras y pasado. Más valdría que te hubiera enviado con la gente de Hermann. ¿No piensas lo mismo Hermann?
  
Hermann no vuelve la cabeza. Permanece inmóvil como una estatua, tras las literas, al sol, sin importarle el calor ardiente que cae del cielo, se refleja en el suelo y le envuelve por entero. Es un ejemplo para los demás. Es el ejemplo.

- Es listo este chico. Muy listo. Sabe que no hay que meterse en las discusiones de los amos. Al contrario que tú.
- Padre, pero...
- Calláte. Si no sabes decir más que tonterías, más vale que te calles.
- Pero lo que digo es cierto, padre, no puede ser de otra manera. El mundo no está mirando. Somos su ejemplo y si ese ejemplo es malo, como podemos exigir...

Vespasiano suelta a su hijo que cae pesadamente sobre la litera. La mirada del general está llena de amargura y tristeza, pero sólo dura un instante. Se incorpora y se vuelve hacia la extensión lisa y pulida del mar maldito.

- Le oyes, mi reina. –dice -  Le oyes.
- Le oigo. – responde Berenice.
- ¿No tienes nada que decirle?
- Tú lo has explicado muy bien, los esclavos no deben entrometerse en las discusiones de sus amos.
    
Silencio.

- Me pregunto que dirían César o Augusto si le oyeran, si vieran quienes van a heredar su imperio, ése que tanta sangre y tantos muertos ha costado. ¿Todo por qué? ¿Por la justicia? Es una bella palabra. Es cierto que ambos la pronunciaban muy a menudo, pero dudo que se dejasen embriagar por ella, ni ellos ni sus oyentes. Sabían demasiado bien que era sólo una excusa, un bello pretexto con el que adornar lo que es la vida. Sobrevivir. Matar a otros para que no seas tú quien muera.
   
Nuevo silencio. Un gesto imperioso de la mano de Vespasiano acalla a Tito, que se disponía a responder. Inclina la cabeza, reprimido un instante, creyendo que su padre va a continuar, pero lo hace y esto le permite cobrar fuerzas para continuar y a punto está de hacerlo, si no es por la mirada de Berenice, tranquila y serena, acompañada de una dulce sonrisa, la que se dedica a los niños cuando, tambaleantes, comienzan a andar.

- Sólo los necios pueden creer en esas palabras. Sólo aquellos que se han castrado a sí mismos, cerrado los ojos al mundo y creado uno propio. Sólo esos griegos, que han nacido esclavos, que se enorgullecen de ser esclavos, podrían dar crédito a esas sandeces. Y han tenido que ser esos gusanos quienes llenen la cabeza de mi hijo con humo, y tenido que ser yo quien permitiese que lo hicieran.
   
Vespasiano hace un gesto de frustración con la mano, como si quisiese acabar de una vez con aquellos mosquitos.

- Me avergüenzo de él. Sí, me avergüenzo de él. Como deben avergonzarse mis antepasados de él. Ellos sabían que subes o te hundes, que pisas o te pisas. Bien que supieron aprender esa lección. Bien que la aprovecharon. Sabes, mi reina... – y contempla con una mirada dulce a la reina, que no vuelve la mirada, mientras su mano se aproxima, para el horror de Tito, a la mejilla de la joven, sin llegar a tocarla, pero recorriendo su contorno a distancia, como si la acariciase. – Mi abuelo no era más que un labrador, un desertor de las legiones, no sé muy bien si de las de César o de las de Pompeyo, alguien digno del castigo de la cruz, y sin embargo acabó como el hombre más rico de su pueblo, una persona importante ante quienes todos se inclinaban, a quien todos adulaban. Bien colocado dejó a mi padre y este podría haberse maleado enseguida, malgastar la fortuna de mi abuelo, y dedicarse a la buena vida. No lo hizo así. La sangre era aún pura. Se hizo recaudador de impuestos, acrecentó la fortuna familiar y con ese dinero compró una posición, negoció el respeto. Lo hizo muy bien, muy bien, tanto como para que nadie recuerde ya los orígenes de sus hijo, como para que éste haya llegado a ser general en jefe de los ejércitos romanos.
- Quizás no sólo eso, quizás no sólo eso. – la reina se vuelve hacia Vespasiano, sonriente, sus miradas se cruzan, y brevemente quedan mirándose, para separarse de inmediato, como si aquello no hubiera sido más que una casualidad.
- Quizás no sólo eso, sí – repite Vespasiano – pero que sentido tiene haber llegado tan alto.... para que le herede éste hijo mío, que tiene la cabeza llena de tonterías o para que  lo herede el otro, que sólo piensan en el placer, en apurar al máximo todo lo que la vida le ofrezca... menudo futuro le espera a Roma, menudo futuro, en manos de ellos dos.... – Vespasiano se lleva la mano a la frente – más valdría que la gente de Hermann nos conquistase de una vez por todas.
    
Silencio. Pesado silencio. De gentes que no se atreven a mirarse a los ojos. De gentes que se lo han dicho todo.

- Ya no hacemos nada aquí. Estoy harto de este sitio. De este lago, de este desierto, por mí que se lo queden estos malditos rebeldes. – pronuncia en voz baja Vespasiano, para luego comenzar a gritar órdenes. - ¡Vamonos! ¡Recoger todo! ¡Hermann, ocúpate!
   
En medio del tumulto, Vespasiano se dirige hacia la montura que un esclavo le trae. Hermann le sigue, despreocupado de dirigir la marcha. Se ha dado cuenta de que el paso de su general es vacilante. A largas zancadas consigue alcanzarle, justo cuando Vespasiano parece tropezar y está punto de caer al suelo, si no es porque Hermann se apresurado a sostenerle.

- ¡Suéltame! – Vespasiano se zafa lleno de rabia del abrazo del soldado – No eres tú quien debe ayudarme. ¡¿Es que no vas a hacerlo?! – grita, vuelto hacia su hijo – ¡¿Es que ya quieres librarte de mí?!
   
Vespasiano corre al encuentro de su padre, la pasa el brazo bajo las axilas para sostenerle mejor y le ayuda a llegar al caballo que le espera.
    
Hermann les permite alejarse, sin intentar seguirles. Desde donde está ve como Vespasiano aproxima sus labios al oído de su hijo y mustia palabras inaudibles, acompañándolas, con una suave sonrisa. Ya junto a la montura, Tito hinca la rodilla y coloca sus manos para que su padre pueda apoyar el pie y montar con mayor facilidad. Luego hace ademán de marcharse, pero Vespasiano le retiene, le agarra del hombro y luego le pellizca la mejilla, manteniendo la mano allí largo rato.
   
Fugazmente, Hermann se encuentra con la mirada, afectuosa y cálida de su general. No ha sido una casualidad. Un instante más tarde, Tito ha hecho ademán de volverse hacia él, desprendiéndose de la caricia de su padre, buscando a qué dirigía su mirada. La ojos de Tito son fríos, vacíos, y una vez descubierto que se trataba de Hermann, no han cambiado su expresión. Lentamente ha vuelto la cabeza hacía su padre, ni siquiera hacía él, sino a la montura que cabalga.
    
Vespasiano sonríe.

- En marcha. – Vespasiano se vuelve hacia los soldados de la escolta y uno a uno les hace regalo de su mirada, de su atención – Aún queda mucho país por conquistar. No conseguiremos mucho botín, estas gentes son pobres como ratas y casi tan orgullosas como ellas, pero creo que podremos divertirnos un buen rato. Están deseando morir y, que yo sepa, vosotros no os cansáis nunca de satisfacer sus deseos.
   
En una nube de polvo, la comitiva desaparece.
   
Atrás quedan los agujeros de los postes y las piquetas, las ánforas vacías, los restos de comida, las huellas de pisadas, de los cascos de las monturas
   
Atrás queda también un bulto, flotando inmóvil en la superficie lisa, pulida del mar maldito, sin apenas levantar ondas en las aguas negras.

domingo, 20 de marzo de 2011

100 AS (L): When the Day Breaks (1999) Wendy Tilby and Amanda Forbis







En mi revisión semanal de la lista de mejores cortos animados recopilada por el festival de Annecy, le ha llegado el turno a When the Day Breaks, realizado en 1999 por el tándem formado por Wendy Tilby y Amanda Forbis, con la financiación de la NFB de Canadá. Un corto con el que llegamos a la mitad de la lista, así que ya saben a partir de ahora es cuesta abajo y en poco más de un año nos la habremos merendado, si todo va bien y a ninguno nos sucede alguna desgracia.

A estas alturas no les voy a martirizar más con el carácter de lugar mítico en la historia de la animación que tiene la NFB, ni con las implicaciones sociopolíticas de su acción protectora de la animación. Me ceñiré, por tanto, estrictamente al corto y lo primero que comentaré, como es obligado tratándose de un corto, es la técnica utilizada.

En este caso, el corto fue rodado primero con personajes reales, para luego luego dibujar y colorear encima del resultado. A algunos esto les sonará a la técnica del rotoscopiado inventada por los Fleischer en los añós 10 del siglo XX, pero lo que se preguntarán algunos es el porqué de utilizar esa técnica cuando se podría haber utilizado algo más moderno y más de moda como es el motion capture... o para los snobs, tipo creadores de Avatar y otros engendros, emotion-capture.

La respuesta es simple, la motion capture parece haberse encadenado al objetivo de crear una realidad más real que la propia realidad, apoyada en la potencia de ordenadores y algoritmos. Lo que se propone en definitiva es disfrazar al actor con medios digitales, conservando intacta su interpretación, mientra se lo traslada a mundos soñados. No es ése el caso de los mejores productos de la técnica del rotoscopio, aunque ése sí fue su principal objetivo al principio, ni lo es por supuesto el de este corto.

Para que lo entiendan, el rotoscopìado en bruto, siempre aparece como torpe y forzado, antinatural, por mucho que en realidad sea la captura de una persona, para que pierda esa calidad de mecánico es necesario hacerle perder casi toda la conexión con la realidad, convertir lo real en imaginario, pero por esa translación a un mundo de fantasía que constituye, por ahora, la única excusa del motion capture, sino trasnformándolo en auténtico dibujo animado, es decir. utilizándolo como base sobre la que pueda desplegarse el genio creador del dibujante.

Tal es lo que ocurre en este cortos de Tilby y Forbis, la realidad es una excusa, una base que presta las líneas generales del escenario y los patrones esenciales del movimiento, pero es recubierto con un disfraz en el que poco queda del actor original, cuya individualidad se desvanece, siendo substituida por la personalidad que el animador quiera conferirle, cuyo toque personal es el que realmente da vida al corto y permite distinguirlo de otros muchos... en este caso por utilizar los recursos de la fábula, es decir, transformar a los seres humanos en animales antropomorfizados que encarnan cualidades humanas.

¿Y la historia? ¿Qué es lo que cuenta este corto para no quedarse reducido a un ejercicio fin de curso? Pues simplemente, mediante el encuentro entre dos desconocidos, nos hace reflexionar sobre la pequeñez y la falta de importancia de nuestros destinos personales, perdidos en la multitud de existencias que abarrotan las grandes ciudades, indistinguibles de todas ellas, para las cuales sólo merecemos la misma indiferencia con que nosotros les observamos....

Y les dejo, como siempre, con el corto, para que lo disfruten a gusto, y para que piensen como la técnica más de moda en un momento dado, no tiene porqué ser la mejor, ni siquiera la más adecuada.


sábado, 19 de marzo de 2011

Ab Initio











(Disculpas nuevamente a los lectores por los retrasos, pero ya se sabe, la vida es lo que tiene, que es imprevisible)

Una de las mayores recompensas que ofrece la afición por la animación es el encontrarse con obras y autores de los que uno no tenía ni idea, pero que pronto pasan a convertirse en imprescindibles. Este ha sido mi caso con Bruno Bozzetto y su Allegro non troppo, que he visto varias veces en estas últimas semanas.

En realidad,  Bruno Bozzetto si me era conocido en su faceta de animador de cortos animados. Lo que no sabía es que había sido el director de una de las series míticas de mi niñez, El Señor Rossi, divertidísima crítica de la vida moderna, y sobre todo que cierto corto animado de un gato que vagaba por una casa en ruinas y que en su día me dejó con la boca abierta, no era más que un fragmento del largo al que me refiero, el ya citado Allegro non Tropo.

¿Y qué es Allegro non Troppo? Muy por encima, una elaborada parodia del Fantasia de Disney, que hace chistes constantes con la posiblidad de que esté plagiando la obra del americano, pero que sobre todo se ríe y pone en solfa todo el campanudismo, seriedad, importancia y profundidadcon que se presentaba y se sigue presentando esa supuesta fusión de música y animación, única en su género (en otra entrada hablaremos de como trató Disney a artistas que estaban realizando esa mezcla desde hacía decenios, como es el caso de Fischinger). Con esa intención satírica y paródica, el director de la película es se nos muestra como un inculto que sólo piensa en el beneficio que podrá obtener, la orquesta un casposo conjunto de ancianas a las que se trata como basura, el director de orquesta un capataz de obra tiránico y violento que a pesar de vestir de frac no puede estar más alejado de las pretensiones culturales que se suponen a la película, mientras que el animador, no es más que un esclavo que tiene que soportar las continuas exigencias y amenazas de sus superiores.

Por supuesto, si esta película no fuera otra cosa que una parodia, no hubiera llegado muy lejos (bueno el poderío económico y comercial de la Disney ya se ha ocupado de que está película parezca no exisitir). Si dejamos aparte los interludios de imagen real, y a los cuales se referían las líneas anteriores, lo primero que nos llama la atención en los cortos, es que no están destinados a un publico infantil o a familias acompañadas, sino que por temática, estilo de dibujo y ambiciones, su público no puede ser más adulto, al incluir de forma casi constante referencias al sexo, la violencia y, por supuesto, la absoluta injusticia de la vida, presentado todo ello envuelto en el humor, como única vía que nos queda para huir de la locura del mundo moderno.

Aún, a pesar de todo esto, la pelçícula no hubiera pasado de memorable, lo que la hace grande, y en general lo que hace grande a una obra de animación, es simplemente el modo en el que está animada, la manera que que las limitaciones del dibujo se convierten en ventajas, en manos de un animador de raza, como es Bozzetto. No es ya que la sincronía entre los movimientos y el tempo de la música sea perfecto (todo animador debería estudiar con especial atención el tour de force que son los 15 minutos del bolero de Ravel), es que el animador itialiano es capaz de describir los movimientos esenciales que sirven para transmitir la personalidad del personaje representado, incluir los detalles precisos para que los movimientos y las expresiones estén siempre plenas de significado, de forma que ningún plano sea inútil, y, por último, derrochar imaginación a raudales, de manera que su animación es siempre nueva y nunca se repita o aburra.

Una variedad que hace imposible sintetizar en capturas su arte y a lo que deben atribuir que las de esta entrada sean especialmente anodinas.




lunes, 14 de marzo de 2011

AMGD Capítulo VII: Jerusalén año 66 d.C

En los capítulos que describen la situación en el bando judío, ya habíamos presentado a dos personajes, un bandido ya envejecido, que participó en un movimiento religioso aplastado por las autoridades romanas y que contempla todo con cierto escepticismo y desapego, pero que se une a la rebelión por una extraña mezcla de amistad,  fidelidad y fascinación a un joven que encontró perdido en el desierto. Este último cree haber sido elegido por Dios para traer su reino y experimenta visiones que le dejan sin sentido durante horas enteras.

Faltaba un personaje, al que está dedicado este capítulo, un joven de buena familia que tomará una decisión irrevocable, muestra de como esa rebelión era en realidad una guerra civil disfrazada.

Capítulo VII: Jerusalén año 66 d.C.

Siempre están arriba, vigilando.
   
El patio del templo está abarrotado de gente. Ascienden por las amplias escalinatas que llevan desde el barranco del Tiropeón, hasta alcanzar la basílica del sur, o cruzan por el alto puente que salva el barranco, en el oeste de la colina, o simplemente, sin pasar por la ciudad, entran por la puerta del Oeste, desde el barranco del Cedrón, tras haber contemplado el Templo desde el monte de los Olivos.
   
No importa cuantas veces se entre, no importa quienes seas, de donde vengas, cual sea tu rango, todos, sin excepción, reaccionan igual.
   
Desde lejos, desde el momento en que la ciudad de Jerusalén se ofrece a su vista, el visitante queda asombrado ante la magnitud del templo. Los muros de la muralla que lo protege, construidos por el rey Herodes, el que la gente de aquí llama en voz baja el rey maldito, se alzan orgullosos desde el fondo de los barrancos que delimitan la alta colina donde se yergue el templo, si es que en realidad el templo está construido sobre una colina, porque es imposible ver traza de ella, fuera de las inmensas piedras de las murallas, traídas desde tierra lejanas, labradas por los artesanos más hábiles, sólo para demostrar la grandeza y el poder de un rey que hace ya decenios que murió.
   
Altas son las murallas, asombrosa su traza, pero la vista se aparta del joyero para fijarse en las joyas y, aunque apenas se ve más que los pináculos del templo, el blanco del mármol purísimo con que están construidas, el brillo cegador del oro con que su tejados están forrados, bastan para cautivar la atención, para hacer olvidar todo lo que no sea ése lugar sacrosanto, para reducir a la nada las ambiciones de ese rey.
   
Pero es sólo una pálida visión de ese tesoro, una ilusión que enseguida desaparece, en cuanto se desciende a los barrancos que rodean el templo o se penetra en las callejuelas de la ciudad que lo alberga. Por eso, por esta razón, cuando, tras ascender las escalinatas y franquear los pórticos dobles construidos tras las murallas, se penetra en el patio, pocos hay que no se detengan, abrumados, pocos hay que no permanezcan, la boca y los ojos abiertos de par en par, abrumados ante tanta belleza.
   
De los pórticos al templo media una amplia explanada, más grande que muchas ciudades paganas. A pesar de su extensión, toda ella ha sido recubierta de mármol blanco, sin mácula, pulido hasta el extremo de ser imposible distinguir las junturas de las losas, hasta el extremo que el pavimento del patio parece una única roca,  un único cristal purísima, colocada allí por sabe quien que poder. Cuadrillas de vigilantes cuidan porque nada mancille la pureza de ese suelo y su tarea no es fácil, puesto que diariamente, multitudes lo cruzan, portadoras de ofrendas, de bueyes y ovejas aún vivos, de aves, para ser sacrificadas en el recinto del templo y ofrecidas en holocausto al dios único y verdadero.
   
En medio de esta explanada, el templo. Podría pensarse que sólo en esa inmensa extensión, rodeado por los pórticos que cierran el recinto y coronados por las almenas de la muralla, el templo parecería pequeño, aplastado por la grandeza de lo que le rodea. Pero no es así, puesto que el pavimento se alza imperceptiblemente hacia el templo haciendo que destaque sobre todo lo demás, que gravite, imponente, sobre aquel que se le acerca, como observando y juzgando al visitante, como el mismo ojo de dios dirigido hacia la superficie de la tierra.
   
No sólo este truco de perspectiva lo que engrandece el templo. El edifico es tan grande como el mayor de los palacios de la ciudad, y el mismo es una fortaleza erizada de almenas. Sobria y amenazante, pero al mismo tiempo de una belleza sobrecogedora. A pesar de la extensión que ocupa, la altura de sus muros ha sido cuidadosamente medida. Ni demasiado bajos para que no parezca hundirse sobre si mismo, ni parezca tampoco demasiado altos, para que parezca frágil y débil. Tampoco se ha descuidado la ubicación de la puertas, siete de ellas, a intervalos regulares, para romper la monotonía de la murallas, grandes para impresionar al que entren por ella, pero no demasiado grandes para evitar que la fortaleza deje de serlo.
    
Ni se ha escatimado en los materiales utilizados para construirlos. Mármol aún más puro que el de pavimentos y pórticos, tan puro que, cuando el sol le da le lleno, parece la cumbre de una montaña recién nevada. Oro para cubrir las techumbres, de forma que rivalice con el mismo sol, de manera que le demuestre que él no es dios, que no puede compararse con el dios que elegido esta como su morada. Bronce para las pesadas puertas que cierran el recinto, plata para forrarlas y decorarlas, todo lo que el hombre puede codiciar, todo por lo que el hombre puede llegar a matar, reunido aquí, ofrendado aquí, enterrado aquí, para mayor gloria del dios de este pueblo, el único verdadero, el único que existe.
   
Y si el visitante se ha quedado estupefacto, no lo estará menos, cuando sepa que eso que ve es sólo un segundo estuche, que tras esos altivos muros, tras esas orgullosas puertas, está el auténtico templo, protegido del mundo, cerrado a todo aquel que no haya aceptado la verdadera religión. Cerrado y prohibido, porque justo antes de esos muros se alza una baranda, con inscripciones en todas las lenguas del imperio, amenazando con la muerte al infiel que se atreva a pasar de ese punto. Avisos que no son hueros, pues no es el primer insensato que ha pagado su temeridad con su vida, sin que sirviera para nada el recurso a las autoridades romanas, sin que le salvase su rango o posición, por alto que fuera, a menos que fuera acompañado con las armas.
   
Así es el templo, cerrado y protegido, morada y habitación de ese dios celoso y terrible al que este pueblo adora, tan celoso y terrible que ese recinto sacro está, a su vez, dividido en recintos aún más pequeños, donde cada vez son menos los que tienen permiso para franquearlos, primero vedados a las mujeres, luego a los hombres, por último incluso a los sacerdotes, no ya a su presencia, sino incluso a su mirada.
   
Pasará el primer momento de sorpresa, se recuperará el viajero de la impresión y entonces reparará en ellos, los romanos, siempre están arriba, vigilando, haciendo la ronda sobre el adarve de la muralla que corre justo por encima de los pórticos. Son pocos, muy pocos, apenas los justos para observar el recinto entero, pero no conviene engañarse, un tumulto y las murallas se cubrirán de legionarios, porque en un extremo del templo, construido también por ese rey maldito, se alza la fortaleza Antonio, dispuesta a abrir sus puerta y escupir enjambres de soldados, refugio inexpugnable en el caso de que la situación se descontrole, espina perenne en el corazón de la ciudad .
   
Los habitantes de esta ciudad jamás deben olvidar que ya no son libres, que cualquier intento para recuperarla será descubierto y reprimido, sin que se pueda esperar misericordia o compasión, sin que repare en la sangre que sea necesario verter para restablecer el orden. Sobre todo no deben olvidar que ese dios terrible y todopoderoso no lo es tanto, siempre deben tener presente que los gobernantes de la ciudad, ya sean ese rey maldito o los ocupantes romanos, lo son mucho más, están mucho más cercanos, son mucho más peligrosos.
   
Ya ha ocurrido muchas otras veces. Nadie duda de que volverá a ocurrir.
    
Pero, entretanto, la gente se afana en continuar sus vidas.
    
La misma gente que despertará al viajero, que le topará con él y le empujará, que le imprecará para que se aparte y no obstruya el paso, que le mirará con ojos de odio y desprecio, porque él no es de allí, porque él no pertenece al pueblo elegido por ese dios, porque él no cree en el único y verdadero dios.
    
Marchará el viajero y recorrerá el patio, sabiéndose seguido por las miradas de los fieles, sabiendo también que sólo se tolera su presencia debido a la fortaleza Antonia y al poder de las armas romanas que la ocupan. Percibirá todo esto, pero no sabrá la razón, porque no tiene sentido perderse en los entresijos de un pueblo olvidado, arrinconado en una esquina perdida del imperio, válido sólo para ser ocupado y conquistado por todas la potencias del mundo, rico sólo en derrotas y reveses.
   
Los que le miran, saben, sin embargo. Él, el viajero venido de otras tierras, el gentil que cree en dioses fieles, es un símbolo viviente. De la cultura ajena y extraña que consiguieron expulsar, siglos atrás, del recinto sagrado y puro del templo, donde se llego a alzar la abominación de la desolación, para escándalo y terror de los auténticos fieles. No fueron los compatriotas de este viajero quienes lo hicieron, no fueron otros gentiles quienes lo intentaron, fueron miembros del mismo pueblo elegido, traidores a su gente y a su dios, insensatos seducidos por lo que parecía poderoso y fuerte en aquel instante, necios que abandonaron la forma de vestir de los suyos, que abandonaron las costumbres milenarias de la comunicad, que eligieron dioses que no eran los suyos, que creyeron que su poder podría compararse con el del dios único y verdadero, el señor de las batallas, el comandante de los ejércitos.
   
Polvo, eso es lo que queda de esos ciegos. El suyo y el de los señores que eligieron, porque sus imperios inmutables hace mucho que se derrumbaron y su recuerdo, desvanecido de la memoria.
   
Todo esto no es más que historia antigua, tan vano como el polvo y los huesos que se acumula en las tumbas, incapaz de actuar e influir sobre el presente. El hoy reclama su atención y la gente, los fieles, los servidores del templo, los meros curiosos, olvidan pronto al visitante. Éste, a su vez, se siente libre de marchar a donde quiera, puede acercarse hasta la baranda que marca el límite e intentar vislumbrar, a través de las puertas abiertas de par en par, las asambleas de los hombres en el interior del templo o el tráfago constante de sacerdotes, o el velo que protege el sacnta sanctorum del templo, muy, muy en su interior, apenas visible en la penumbra, señalado únicamente por las ondas que recorren su superficie.
    
Puede también acercarse a la basílica construida en el lado sur del recinto. Por allí, en un momento u otro, tiene que pasar todo el mundo que viene al templo. Sin molestar, recorre el margen de las grandes piscinas, colmadas de agua viva, continuamente repuestas, con escalones finamente tallados que permiten descender a su interior. Allí, antes de franquear la baranda y adentrarse en el templo, deben purificarse los fieles, eliminar todo lo que pertenezca al mundo exterior, desprenderse de todo lo sucio y todo lo impuro, prepararse para ser admitidos a la presencia de ese dios celoso y cruel, que no admite medias tintas ni componendas.
   
Silencio es lo que se esperaría de este lugar, silencio y recogimiento. En su lugar, el oído del viajero es atronado por una cacofonía de voces y ruidos, pared con pared, justo al lado de las piscinas y cisternas, también bajo las columnas de la basílica, se extiende un inmenso mercado. Todo aquel que viene a orar al verdadero dios tiene que portar una ofrenda, sea pequeña o grande, sea un buey, asequible sólo para poderosos y potentados, sea una humilde paloma, al alcance de los más pobres de esta tierra. Aquí es donde se puede comprar, aquí es donde están los cambistas que te den la moneda para adquirirlo, aquí es donde se pueden contratar a los sirvientes que lo conduzcan hasta el altar, alquilar a músicos y danzarines, reservar los servicios del sacerdote que lo inmole y luego lo ofrezca en holocausto.
   
Así, bajo este techo, amplificadas por el eco, se mezclan las voz tras voz, hasta formar un rumor, un estruendo irreconocible, de ríos que se vierten por cataratas, de compradores que buscan un precio mejor, de vendedores que intentan colocar su mercancía, de personas que se sienten estafadas, de comerciantes que pretextan su inocencia, de guardianes que intentan poner paz, de cualquier conversación, de cualquier reacción, de cualquier conflicto, de cualquier sentimiento que puedan albergar los seres humanos y pueda ser expresado en palabras,
   
Allí bajo este techo, perdido, abrumado, el viajero se deja emborrachar por el calor humano, por la variedad de lo que ve y casi se siente con ganas de participar, de comprar el también, de regatear y contratar, de ofrendar a ese dios desconocido, al que tantos corazones oran, en el que tantas almas fían, en el que tantas personas esperan.
   
Desearía, pero no quiere perturbarlo, así que se limita a observar, a la mujer anciana que vaga entre los puestos, sin que nadie se fije en ella, perteneciente ya al sepulcro, al niño que corretea entre ellos, ajeno al mundo, centrado en sí mismo, al joven orgulloso que pierde el tiempo y aguarda su oportunidad, dispuesto a comerse al mundo, conocedor de que su juventud le dará la victoria, al poderoso, en fin, que marcha sin volver la mirada, sabedor de que su escolta le abre el paso, de que no necesitará que intervenga, de que los demás se apartarán ante él e inclinaran la cabeza.
   
Sin pensarlo, el viajero sigue a este cortejo, curioso, intrigado, tanto como la mayoría de los fieles que cruzan el templo. Uno tras otro, descubren la procesión, vuelven su mirada hacia aquel que avanza, interrumpen su conversación y se inclinan ante el poderoso, sin que éste les responda, sólo muy raramente, al descubrir un igual o alguien que puede ser su igual, porque nada en este mundo puede interrumpir su carrera o detenerla, aunque la multitud se arremoline a su paso, aunque los brazos se extiendan hacia él, aunque las peticiones le lluevan encima.
     
O así lo creía. Porque de repente, los rostros de los espectadores se contraen y un grito de horror, apenas reprimido se escapa de las gargantas. Todos han visto a ese hombre, hace un instante tan seguro de sí mismo, sufrir un espasmo y llevarse las manos a la espalda, intentando alcanzar algo que ni él mismo sabe lo que es. No llega a descubrirlo se desploma enseguida sobre el pavimento y, allí tendido, enredado entre sus ricas ropas, abrumado por su peso, el rostro medio cubierto por el preciado tocado del que presumía, sin que nadie se atreva a acercársele, sin que nadie se atreva a tocarle, agoniza, se estremece una, tres veces más y se queda inmóvil.
    
La multitud se espesa, todas las miradas están pendientes del cuerpo. Los rumores se extienden, confusos, contradictorios, hasta que las vestiduras comienzan a teñirse de rojo, hasta que la sangre, un charco de sangre, comienza a extenderse bajo el cuerpo, corre por el sagrado mármol, hace retroceder un paso a los espectadores más cercanos que temen la impureza. Es entonces cuando se percatan de la extraña posición del cadáver, de cómo el pecho está más alto que la cabeza, como está cae en un ángulo, como algo parece levantar el cuerpo del suelo. Lo ven, pero aún no acaban de convencerse, al igual que no acaban de creer que alguien se haya atrevido a profanar así, con esa acción, con la sangre, el lugar santo. Tiene que ser uno de los escoltas quien se arrodille y dé la vuelta al muerto, para que todos vean la empuñadura del puñal sobresaliendo de la espalda.
    
Entonces se vuelven todos, buscando al asesino. Entonces los ven. Un grupo de jóvenes que corren hacia la salida que lleva al puente. Demasiado lejos ya, para que ellos, un grupo de viejos, deseosos de conservar sus vidas cuanto puedan, puedan alcanzarlos y detenerlos. Gritan y les señalan con el dedo eso sí. Les increpan y amenazan, pero de vuelta llegan las risas, el desprecio de la juventud hacia la vejes, la certeza de quien seguirá caminando sobre la tierra cuando está cubra ya a los otros.
   
Nada puede hacerse. Los soldados de la muralla, dan la alarma, pero es sólo para cubrir el adarve y vigilar que ningún tumulto estalle en el templo. No descienden, temiendo ser atrapados en el tumulto y se limitan a apuntar sus armas hacia el grupo, cada vez más numeroso que vocifera en el patio. Tampoco son de utilidad los propios guardias del templo. Hacen ademán de bloquearla las puertas, esgrimen sus lanzas y desenvainan las espadas, pero es sólo una pose, vana e inútil, basta que los fugitivos agarren a un espectador y lo empujan contra la barrera, para que esta ceda, para que se abra un hueco, a través del que no vacilan en escurrirse.
    
Corren y corren por el viaducto, sorteando a los fieles que vienen al puente, chocando con aquellos que no están atentos, sin volverse a mirar, alegres, riendo, llenos del vigor de la juventud. Pronto han alcanzado las casas de la colina, pronto se han desviado por la primera calleja, pronto han desaparecido en el laberinto de callejuelas de la ciudad alta. Ya están a salvo, ya pueden detenerse, perdido el aliento, jadeantes, extenuados, pero con una sonrisa en su rostro, satisfechos con haber cumplido su deber, con haber dado una lección a los traidores que colaboran con los ocupantes romanos.
    
Aún queda día, sin embargo, y hay que decidir que hacer con él. Saben que no les perseguirán, que a menos que le hubieran cogido allí mismo, en el templo, el ocupante no se arriesgará a sacar a las tropas a la calles, por miedo de provocar una rebelión, saben también que sacerdotes y potentados, los traidores que dicen servir a Dios pero que se humillan ante los romanos, son demasiado cobardes como para emprender la persecución ellos mismo.
   
Desearían que fuera al contrario, sin embargo, desearían que el romano estuviera tan borracho de su propio poder como para ocupar militarmente la ciudad y lanzar sus tropas contra la multitud inerme, sin distinguir entre inocentes y culpables. Entonces sacerdotes y potentados se verían forzados a quitarse la máscara, entonces se vería de que lado verdaderamente están. No del de su pueblo, efectivamente.
    
Sería el tiempo del desengaño. Sería el tiempo del despertar de los pequeños. Se darían cuenta de que no hay quien los proteja, sino toman las armas ellos mismos. Desde luego, no los poderosos, por muchas proclamas, llenas de promesas, que hagan. Desde luego, no los romanos, por mucho que sus inscripciones están llenas de grandes palabras como justicia, orden y protección. Se darían cuenta de que no hay otro camino fuera de la rebelión, que ir sólo a sus asuntos, centrarse en sobrevivir un día más, en preparar el camino del siguiente, dejando a otros el gobierno y el poder, es propio de necios e insensatos, de bestias conducidas al matadero. Los verdaderos hombres se ponen en pie y luchan por lo que creen justo y bueno, con las armas en la mano.
   
En ese momento, cuando el pueblo despertase, ellos se pondrían al frente del pueblo y sabrían muy bien donde guiarle, hacia la victoria y la libertad, hacia el bien y el verdadero dios, hacia su reino que no tendrá fin.
   
Pero hasta que llegue ese día, hay que pasar este día, y el siguiente y el siguiente.
   
Hay que ponerse en marcha, decidir que hacer. No necesitan hablarlo, irán al mismo sitio de ayer, al mismo sitio que anteayer, al mismo que todos los días. Son jóvenes, el futuro les pertenece y no necesitan preocuparse por el mañana. Eso son cosas de viejos, lo que nunca serán.
   
Un mirada basta para decidirlo, una seña entre amigos para ponerse en marcha. En grupo, alborotando, entregados a juegos aún infantiles, recorren las callejuelas camino del mercado de arriba. Parecen no ver nada de lo que ocurre a su alrededor, a nadie de entre los transeúntes o de las gentes sentadas a la puerta de sus casas, pero eso forma parte del juego, eso es parte del placer. Estar seguros de que la gente les sigue con la mirada, de que se apartan a su paso, de que buscan refugio en sus casas. Saber que les tienen miedo, no porque vayan a hacer tal o cual cosa, sino porque no saben como van a reaccionar, si esa alegría, si ese juego puede tornarse repentinamente en violencia, si ellos van a convertirse en sus víctimas, simplemente por capricho, simplemente por aburrimiento.
    
Esos son los privilegios de la juventud. Esa es su gloria. Esa es su belleza.
    
El mercado está abarrotado. Los puestos al completo. Toda Judea, todos sus productos están allí representados, sin excepción, sin que falten tampoco los de las regiones cercanas, de Idumea, de Galilea, de la Decápolis, de aún más lejos, puesto que Jerusalén es la metrópoli de todo el pueblo Judío, el imán que a todos atrae, y así pueden verse las especias que llegan vía Petra y los nabateos, desde el los reinos de Saba y desde ellos, desde muy lejos, desde detrás del mar, desde la isla de Trapobana, o la extraña seda que vienen desde Palmira, traídas desde Babilonia y Ctesifonte, cruzando el país de los Partos, donde arranca la larga ruta que atraviesa inmensos desiertos y altísimas montañas hasta llegar al país mágico y fantástico de los escitas. Sin olvidarse de las extrañas joyas, decoradas con animales imposibles, que llegan desde Siria y Antioquia, desde detrás del monte Tauro y pasado el Ponto, donde los escitas del Tanáis los forjan y labran, sin olvidar tampoco 
    
El miedo también está en venta. Desatendiendo un instante sus puestos, los comerciantes forman corrillos, un ojo en las mercancías, las cabezas próximas, el oido atento a los cuchicheos. Luego, entre señas para guardar el secreto, se dispersan, buscan otros amigos a los que comunicar las últimas noticias o conversan, bajando la voz, con el cliente que esperaba y que, entretenido por la narración, el rostro contraído en una mueca de horror, la boja abierta sin proferir un solo sonido, se olvida de regatear, acepta el primer precio que le proponen, se marcha timado y estafado.
   
Un solo tema de conversación, una única historia, repetida por cientos de bocas, cada más vez más fuerte, para poder hacerse oír en el tumulto, cada vez con mayor vehemencia, con creciente indignación. Un sacerdote, uno de los de mayor rango, ha sido asesinado en el templo, a la vista de todos, a plena luz del día, sin que nadie pudiera impedirlo, sin que nadie pudiera detener a los asesinos. Así se empieza, avisan algunos, los siguientes seremos nosotros, se escucha profetizar. ¿Qué hacen la autoridades? ¿Qué hacen esos romanos? Pregunta algún ingenuo. Eso les favorece, responde un cínico, menos tropas para guardarnos, si nos matamos entre nosotros.
    
Los jóvenes avanzan entre los puestos, una expresión de sorna en sus rostros. Al vernos, los corrillos callan, las conversaciones se extinguen, sólo queda una mirada de miedo, de odio, con la que vendedores y compradores los siguen hasta que se pierden en la multitud. Vuelven a encenderse entonces las tertulias. Cobardes, coinciden, bien que no se atreven contra el gobernador, ni contra los legionarios. Insensatos, remachan, bien que nos comprometen a todos. Ellos no sufrirán las consecuencias, no, seremos nosotros. Si las legiones intervienen será aquí, donde se puede hacer daño, no contra ellos que no se sabe donde encontrarlos. Habría que darles un escarmiento, una buena lección, para que aprendiesen y si no escarmentaban, entonces...
    
Las palabras se hielan en la boca. El grupo de jóvenes mira directamente hacia el corrillo. Como si pudieran oír lo que allí se dice, como si tomarán nota de quien lo dice. Uno tras otros, comerciantes y clientes apartan la mirada, humillan la cabeza. Uno tras otro, se marchan se pierden entre la multitud, buscando la seguridad del anonimato, perseguidos por las risas del grupo de jóvenes, acosados por sus bromas. Avergonzados, no consiguen encontrar refugio. La multitud se abre a su paso, los transeúntes se apartan, las miradas les evitan. No quieren ser vistos en compañía de las víctimas, no quieren convertirse en la próxima.
    
Muy a menudo cansa. Al cabo de un rato, los jóvenes se hartan de poner en evidencia a los comerciantes y marchan en busca de nuevas diversiones. Las miradas les siguen, no pierden de vista sus evoluciones. Ésta vez no se permitirán que les engañen, esta vez les plantarán cara.
    
El grupo no se deja intimidar. Es más disfruta con la expectación que despierta. De repente, uno de ellos se acerca a uno de los puestos y pregunta por un artículo. No le hacen caso. Insiste. No le hacen caso. Vuelve a insistir. La codicia ciega al vendedor que se acerca, obsequioso, untuoso, ajeno a la expresión de burla del joven, que tiene que hacer esfuerzos para no echarse a reír. Es tan fácil engañarles. Siempre ocurre igual. Me gusta éste, pero me parece mejor ése. ¿Ése? Sí, ese que está ahí detrás, al fondo. El comerciante titubea, no quiere dejar sólo el puesto, pero sólo será un instante, el tiempo de volverse, tomar ese objeto y vendérselo al joven. No puede pasar nada. No debe pasar nada.
   
Cuando se vuelve, ya no está ahí. Ni el joven, ni las mercancías. Inclinado sobre la mesa, estirando el cuerpo, les ve correr entre los puestos. Grita al ladrón. Insulta y maldice, pero nadie corre tras ellos, nadie tiene el valor de arriesgarse. Miran como huyen pero no se interponen. Esta vez no han sido ellos, han sido otros. Que apechugue. Que hubiera sido más cuidadoso Que escarmiente para el futuro.
   
Los jóvenes lo saben. Saben que les tienen miedo. Por eso mientras huyen, sorteando los puestos, procuran empujar a los transeúntes que se interponen, les arrojan contra los puestos, derriban alguna de las mesas, roban al paso. Sembrar la confusión, extender el pánico. Para conseguir respeto. Para ahora cualquier intento de resistencia.
    
Nadie lo intenta. Los comerciantes se refugian en el interior de sus puestos, los transeúntes se apartan de un salto, refugiándose en los espacios entre las mesas. Los jóvenes apresuran su carrera, despreocupados por la confusión que esparcen. Se limitan a reír, a disfrutar, a sentir su fuerza, su juventud su triunfo.
    
Pronto han salido del mercado, pronto se pierden entre las callejuelas. Atrás, los insultos y las amenazas se disparan, pero ninguno llega a los oídos de los fugitivos. Tampoco lo hubieran oído, continúan corriendo, sin aflojar la marcha, descendiendo la colina, hasta que alcanzan el final de barranco del Tiropeón y la piscina de Siloé, asustando a los peregrinos que acaban de llegar a la ciudad santa y se disponen a realizar sus abluciones, saltando sobre los tullidos y mendigos que allí se reúnen, corriendo, corriendo, corriendo, corriendo siempre, hacia la puerta de la ciudad, hacia los guardias que despiertan sorprendidos de su modorra, que hacen gesto de esgrimir sus armas, pero que les dejan pasar en el último momento y les observan ascender por las colinas, desaparecer tras ellas.
    
El día termina. El sol desaparece entre los cerros, se detiene un instante en el horizonte y luego desaparece tragado por ellos. Más allá, dicen que está el mar, aunque ninguno lo haya visto, y más allá de ese mar han venido los romanos.
    
Agotados, se han sentado en la ladera de una colina, al borde de un barranco, mirando la luz desvanecerse en el poniente, mientras recuperan las fuerzas. Atrás, a sus espaldas, está la ciudad santa y corrompida, completamente invisible, como si hubiera sido borrada del mundo. Ante ellos, en el fondo del barranco, completamente sumido en sombras, comienzan a encenderse luces, una a una, debiles y temblorosas, iluminando bocas de cuevas cavadas en la pared, eclipsadas aquí y allí por siluetas obscuras, por aquellos que las habitan.
    
Ésta es la auténtica comunidad. Los que piensan lo mismo, lo que creen en lo mismo. Los que han elegido, por ello, vivir juntos, los que han abandonado a sus padres, a sus hermanos, a sus hijos, para encontrar nuevos hijos, nuevos hermanos, nuevos padres. Los que han abjurado de las leyes absurdas de la comunidad, válidas sólo para encadenarlas, perfectas para hacer más ricos a los ricos, más poderosos a los poderosos, y se han creado nuevas leyes, nuevas normas, donde nadie es superior a nadie, donde la voz de todos se escuchan.
   
Ése es el hogar de estos jóvenes. De todos, menos uno.
     
Aquel cuyas vestiduras están limpias, mientras las de los otros están sucias. Aquel cuya ropa es rica y pesada, cuidad y remendada, mientras que la de los otros está reducida a andrajos, apenas identificable, apenas válida para cubrir sus vergüenzas.
    
Allí mismo se despiden. Uno a uno, sus compañeros le abrazan y él, antes de irse, reparte dinero entre ellos, porque lo que es de uno es de todos, porque la comunidad es más importante que el individuo, porque así será en el futuro, ese futuro que ya está cercano, mañana o pasado mañana, ese futuro inevitable, cuando el reino se manifieste y su gloria aniquile a los orgullosos e insensatos.
    
No se hacen de rogar. Toman rápidamente el dinero que se les ofrece, casi con codicia. Quedan un momento allí parados, observando como asciende la colina y, desde la cima, se vuelve a hacerles una seña con la mano. Ellos responden, pero cuando desaparece, rompen a carcajadas. ¿Qué se creerá con sus aires de grandeza? ¿Qué se creerá, con su educación, sus buenas modales y sus grandes palabras? Si no fuera por su dinero, por ese dinero que les sirve para comer todos los días, ya habrían acabado con él, al igual que un día acabarán con todos los ricos, al igual que un día reventarán las puertas de sus casas, saquearan sus contenido, les apuñalarán en sus lechos y violentarán a sus hijas y mujeres.
    
Ese día será cuando el reino se manifieste, cuando el poder de dios se muestre, cuando la tierra sea purificada, cuando la paja sea arrojada a la hoguera eterna.
    
El niño rico no sabe nada de eso. Daría igual que alguien se lo contase, no lo creería. Daría igual que lo hablasen en su presencia. Seguiría sin creerlo. Enamorado de sus sueños, no existe otra realidad fuera de ellos, no puede haber otra realidad más real. Allí, junto a sus compañeros, junto a aquellos que, como él, ansían la verdad y buscan un mundo más justo, se siente protegido, se siente arropado, se siente querido. Aún ahora, que vuelve sólo, entre las sombras que avanzan rápidamente, puede sentir el calor de su presencia, el ánimo y las fuerzas que el grupo le confiere.
    
Sin embargo, no puede negar lo que es. Los guardias están cerrando las puertas de la ciudad, nadie puede entrar ya, quien lo desee deberá aguardar hasta mañana, pasar la noche al pie de las murallas, expuesto al frío y a los peligros, sabiendo que nadie acudirá desde dentro a ayudarle. Todas las noches se forma el mismo tumulto, gentes que quieren entrar a última hora, que se apiñan y empujan, intentando forzar el paso, tratando que su masa compacta abrume a los guardias, hienda su formación y le abra paso hasta el interior, pero éstos no se amilanan, mantienen la línea, dirigen sus lanzas hacia la multitud, hacia los que la encabezan, sabiendo que el miedo les hará detenerse, sabiendo que nadie quiere ser el primero en morir, sabiendo que nadie quiere morir por los demás.
    
El joven rico se abre paso entre la multitud. Con seguridad, sin ningún miedo. La gente le cede el paso, si quiere suicidarse, nadie va a impedírselo. Pronto ha llegado al espacio abierto que les separa de los guardias y sigue avanzando, hacia las lanzas que se dirigen, súbitamente, todas hacia él, hacia las miradas frías y temerosas de los guardias, que le avisan y le amenazan, si sigue avanzando.
    
Nada ocurre. Basta que el joven pronuncie un nombre. Basta con que indique un cargo, para que las lanzas recuperen su verticalidad, para que la formación se abre, para que todos se inclinen a su paso, humildes, respetuosos, mientras él se muestra amable,  le promete que ese error no será tenido en cuenta, muy al contrario, que obtendrán reconocimiento y recompensas.
    
Cuando llegue el reino, piensa, todo esto no será necesario, pero entretanto...
    
Entretanto, aún le queda lo peor. Todos los días lo mismo.
    
Inconscientemente, mientras avanza en la obscuridad, por las silenciosas callejas, retarda su paso. Es la pendiente se dice. Es el cansancio, se repite, pero no puede reprimir una sonrisa de amargura. No puede engañarse. Podrá retrasar cuanto quiera el momento, pasar la noche en la calle, esperando el día, pero llegará el momento en que tenga que enfrentarse a ellos.
   
Si quiere seguir gozando de todo lo que tiene, no tiene otro remedio.
   
El primer obstáculo aguarda a la puerta de casa. La hoja está entreabierta y en el espacio, se dibuja una forma encorvada, tapando la temblorosa luz de una vela que arde en el interior.
    
Ya desde lejos, siente unos ojos fijos entre él, una mirada que le observa con miedo y preocupación, satisfecha de que haya vuelto, esté avanzada ya la noche, temerosa de sus reacciones.
    
El joven no responde a esa mirada. No hace ademán de haberla notado. Empuja la puerta con fuerza, como si no hubiera nadie tras ella, aguardando, y la anciana tiene que apartarse deprisa, para que no la golpeé la hoja. Luego, pasa ante ella, sin volver la cabeza hacia donde está, apoyada en la pared. La mujer le sigue, hablando, suplicando, en una voz quebrada e insistente, la de alguien que se humilla, la de alguien dispuesto a soportar cualquier humillación, tan desagradable que le hace sentir deseos de volverse y golpear a aquel ser ya menos que humano. Pero aprieta los puños, se muerde los labios, y continua la marcha por la casa, sin atender uno sólo de sus ruegos, sin responder a una sola de sus preguntas.
    
Una única palabra le detiene. Padre. Él quiere verte, ha dicho esa mujer. Él te espera despierto.
    
De pie en el pasillo medita sobre lo que le espera. O al menos lo intenta, porque los lloriqueos, las lamentaciones, las súplicas de esa mujer no se lo permiten. Piensa en él, dice, piensa en él. Es ya un anciano y estos disgustos le están matando. No puede quedarse ya hasta tan tarde, necesita dormir, y si no se acuesta temprano, no podrá pegar un ojo en toda la noche y mañana no podrá levantarse. Es tu padre, repite una y otra vez esa mujer, es tu padre, ¿Cómo puedes tratarle así? ¿Es que no puedes pensar un poco en él, en mí? ¿Tanto te cuesta? ¿Tan importante es? ¿Cómo puedes ser así? Tan insensible. Tan egoísta.
    
¿Cómo puedo ser así? Vosotros sois los insensibles y los egoístas. Vosotros y no yo, los que presumís de sensibilidad y cerráis los ojos al sufrimiento del pueblo. Está a punto de volverse y espetárselo así a esa mujer, en plena cara, con toda la rabia que lo consume, para dejarla sin respuesta, pero se contiene, tiene que conservar las fuerzas para la entrevista que le espera.
    
Parado frente a la puerta de la habitación de su padre, siente que las fuerzas le abandonan. Apoya la mano en la hoja, pero no encuentra el coraje para empujarla. Hace ya mucho que aguardaba ese momento, demasiado ha tardado. Sabe perfectamente el resultado, sabe a lo que tendrá que renunciar, sabe que sus decisión ya está tomada de antemano, sabe que no se echará atrás, pero, precisamente por eso titubea en la entrada, como queriendo alargar un poco más el momento, como intentando mantenerse un instante más en la juventud, sin obligaciones, sin responsabilidades, sin consecuencias.
   
Pero ya está dentro, ya está dentro. La mirada de su padre, fría y despiadada, se clava en su ser, como una hoja acerada. Bajo ese peso, siente que debería humillar la suya, bajar la cabeza, pero si así hiciera estaría derrotado, debería aceptar las condiciones y los términos que le dictasen, así que aguanta, aguanta, combatiendo en silencio, aunque siente el estómago revuelto, aunque sus rodillas se doblan.
   
Adivinando las palabras que su padre está a punto de decirle.
   
Rango. Familia. Deberes. Responsabilidades. Protección. De generación en generación. Como su padre y el padre de su padre antes de él, y el padre de su padre de su padre y  así hasta perderse en el pasado, hasta el día en que dios volvió sus ojos a esta tierra y eligió a este pueblo entre otros.
   
Porque no son cualquiera. No son destripaterrones que no ven más allá del surco que labran, que no conocen más allá de las cuatro colinas que limitan su aldea. No son un artesano que consume su vida fabricando siempre los mismos recipientes, ajeno a quienes puedan ser su compradores. No son uno de aquellos que nacen y mueren sin que nadie les recuerde, aquellos cuya existencia o no sería indiferente al mundo, aquellos que son intercambiables, substituibles, reemplazables. 
   
No, ellos son la elite.
   
Los receptores del legado. Los que pueden remontar su ascendencia al día en que dios entregó las leyes a los hombres. Los que siempre se han contado del lado de los creyentes, los que nunca han vacilado en su fe, fueran cuales fueran las circunstancias, fueran cuales fueran los peligros. Siempre al frente, siempre a la luz, los primeros en recibir el golpe, los primeros en morir.
   
Todo eso para que el pueblo no sufriese el mismo destino. Para que el hombre común pudiera continuar su vida anónima, sin sobresaltos ni contrariedades. Para que su fe no se viera turbada, para que el dios, único y verdadero, no apartase su vista. Para que se sucediesen los imperios y la nación, sin embargo, continuase. Como había ocurrido en el pasado, como Asirios, persas, macedonios, seleúcidas, ptolemaicos, habían desaparecido sin dejar rastro. Como les ocurriría a los romanos.
   
Pero para alcanzar este objetivo, es necesario permanecer firmes, todos unidos, como una piña. Prestos a golpear aquellos que prediquen la división, a aquellos que sólo buscan la sedición, a aquellos que sólo buscan medrar y ascender. Ya ocurrió antaño, ya lo intentaron, moviendo al pueblo con bellas palabras, con no menos bellas promesas, que se revelaron hueras, para conseguir únicamente que en medio del templo se alzase la abominación de la desolación.
   
Demasiada sangre costo resolver aquello. Demasiados muertos dentro del pueblo, a manos del mismo pueblo. La misma que se verterá ahora, si no se remedia pronto, si algunos no recuerdan su misión, si algunos no repudian a otros, y la mirada de su padre no deja lugar a las dudas sobre quienes son los algunos, sobre quienes son los otros.
   
Por eso, no el joven no permite terminar a su padre. Le interrumpe y contraataca, sin pensar, dejando escapar toda la ira, todo el odio acumulado, atropellándose en las palabras, perdiendo la idea, pero volviendo a recuperarla casi instantáneamente, aprovechando el estupor de eso hombre que dice ser su padre, abusando del asco y la repugnancia que esas ideas, temidas pero nunca admitidas, le producen.
   
Defender al pueblo, dice. Defender al pueblo, repite. ¿A qué pueblo? Los planos de esta casa son paganos, las pinturas que los decoran también lo son, los muebles que los llenan los mismos, los vestidos indistinguibles, y lleno de rabia rasga los que le cubren, mostrando su desnudez, haciendo que su padre vuelva la cabeza asqueado. Envalentonado por la vergüenza de su progenitor, el joven ríe a carcajadas. Falso pudor. Mentira sobre mentira. Más vale ir así desnudo, que no cubierto por las ropas de los enemigos, que no insultar a dios de la mañana a la noche.
   
Dios. Sólo queda dios. El dios heredado por de sus padres, el dios traicionado por sus abuelos, el dios alabada y despreciado por generación tras generación de sus fieles, de sus sacerdotes. Los mismos que decían adorarle en el templo, los mismos que obligaban al resto del pueblo a inclinarse, a prosternarse a su paso, eran los primeros en traicionarle y quebrar sus mandamientos.
    
No se necesitaba mucho. Oro, o más menudo la simple promesa,  bastaba para que olvidasen su deber. Así habían permitido que los extranjeros ocupasen y gobernasen al poder, así habían permitido que se erigiesen templos a los ídolos en la tierra sagrada y ellos mismos habían sufragado su construcción, así habían permitido que se levantasen teatros, y circos y palestras, donde celebrar todo tipo de espectáculos repugnantes, propios de bestias y salvajes, así habían consentido, en definitiva, que los pies de los infieles hollasen el templo, que realizasen sacrificios en su recinto, que le orasen como si fuera uno más de sus ídolos, cuando él era el único, el único real, el único existente, el único poderoso.
   
No había llovido fuego del cielo la primera vez que habían contravenido sus designios. Tampoco se habían desplomado las estrellas, ni corrido los cielos las siguientes. Hicieran los que hicieran, su mano vengadora no les aplastaba. Estaba claro. Él no debía existir, porque si existiera ... ¿cómo era que consentía tanta ignominia? De este modo, los primeros entre sus creyentes, los que debían guiar al pueblo, se habían convertido en los primeros en negarlo.
   
Impunes en todos sus actos, no podían acallar sus conciencias. Todo lo externo lo cumplían hasta la última coma, no fuera que... Y si estrictos eran con ellos mismos, inflexibles eran con el pueblo, aunque supiesen todo falso, aunque sus palabras resonasen con la mentira. Poco importaba que el pueblo pereciese de hambre, o que los romanos lo aniquilasen. Eso era pasable, ordinario, normal, tolerable, inevitable. ¡Ay de quien, por el contrario, se atreviese a transgredir el sábado! No bastaría con el castigo, no bastaría con su ejecución, su condena se extendería más allá de la muerte, a su cadáver, a sus restos, a todo lo que dejase en este mundo, hacienda, mujer, hijos, padres.
   
Porque la mala semilla debe ser extirpada de raíz. Porque ahí precisamente estriba su poder. En mantenerse arriba, mientras los otros permanecen abajo. En imponer las reglas, en forzar su cumplimiento, en quebrarlas arbitrariamente cuantas veces se quieras, en castigar sin compasión ni misericordia a quienes tienen el atrevimiento de quebrarlas. Porque unos mandan y los otros no.
    
Eso es lo único que le importa. Sobrevivir. Frente a ese deseo, dios, el pueblo, la religión, las tradiciones, son secundarios. Frente a ese deseo, los romanos son los auténticos dioses, porque ellos, aquí y ahora, deciden quienes viven y quienes mueren. Que ordenen, como han ordenado, exterminar al pueblo cuando tiene el valor de protestar, que vosotros, sus defensores, no moveréis un dedo. Que ordenen deponer a sus sacerdotes, encarcelar a sus verdaderos líderes, perseguir y ejecutar a los que les combaten, que vosotros aplaudiréis al fantoche que pongan en su lugar, a la marioneta que baile a su son, al protector de espada de madera. Que ordenen demoler el templo y vosotros correréis con picos y palas, pugnando por ser los primeros.
    
De repente, el joven se encuentra mirando al techo, la mejilla ardiente, el dolor extendiéndose con rapidez. Mientras se emborrachaba con sus propias palabras, no ha visto acercarse al anciano, que ahora permanece frente a él, los ojos ardiendo en rabia, la mano aún levantada, presta a golpear de nuevo.
    
No le da oportunidad.
    
Basta un empujón, un débil golpe, sin apenas fuerza, para que el anciano recule, trastabileando, sin poder recuperar el equilibrio, hasta tropezar con un banco y desplomarse en el pavimento, no sin antes haber intentado agarrarse a la mesa y haberla derribado con su impulso.
    
Silencio y en el silencio el canto de los grillos.
    
Sin reaccionar, el joven observa el cuerpo de su padre. No se mueve. La lucerna colgada de la pared, ilumina temblorosa sus piernas, desparramadas en la posición de la caída, mientras que el torso y la cabeza permanecen en la obscuridad, invisibles, pertenecientes ya a otro mundo.
    
Un escalofrío le sacude. Las rodillas se le doblan y está a punto de caer. La vista se le nubla. Se lleva la mano a la frente y la retira empapada en sudor, frío, helado, cuyo contacto le hace temblar con mayor violencia aún.
    
Sigue allí, sin embargo. Tirado en el suelo. Sin que pueda dejar de mirarlo.
    
Da un paso atrás. Despega el talón y arrastra la punta del pie, hasta que su cuerpo bascula y  el peso entero se apoya en ese pie. Permanece así largo tiempo, hasta que consigue mover el otro, de la misma manera y volver a hacer lo mismo con el primero, hasta que ya no hay intervalo entre ambos movimientos, hasta que sus pasos son una carrera y esta una huida y su espalda choca con la pared y el dolor recorre su cuerpo de un extremo a otro.
    
No le detiene, nada puede detenerle ya. A tientas busca la puerta, sin verla la abre con violencia de par en par, de forma que la hoja golpea con la pared, vuelve a rebotar y le golpea en la frente, aturdiéndole con el impacto, haciendo que esté a punto de caer, aturdiéndole con el dolor agudo y punzante que siente, con la sangre que empapa su mano.
    
Nada puede detenerle ya. Ni la anciana que le implora y que extiende sus brazos ante él y a la cual empuja con rabia contra la pared, sin volverse a ver los resultados del golpe, ni las puertas que le cierran en el paso y que va derribando una tras otra, a patadas, ni los esclavos que intentan cerrarle el paso, pero que no se atreven a levantar la mano contra y que, poco se limitan a verle pasar, escondidos tras las esquinas, observando tras la rendija de las puertas, ni los gritos desgarradores de la anciana, atrás, en el interior de la casa, ni el rumor en las casas vecinas al oír el escandalo, ni las luces que aparecen tras las ventanas, ni la gente que se asoma a las puertas, aún a medio vestir.
   
No, nada puede ya detenerle.
   
Es libre. Al fin es libre.
   
Corre sobre las colinas que rodean la ciudad. Riendo y cantando. Como un niño. Incapaz de contener su alegría, hasta que pierde de vista la ciudad tras cimas, hasta que ya no existe para él, hasta que se deja rodar por la ladera, riendo, riendo, riendo, riendo sin para, sin sentir dolor, sin sentir las piedras que se clavan en su cuerpo, los arañazos o las desolladuras, hasta pararse en el fondo del barranco, cubierto de tierra y polvo, aún riendo, aún riendo, hasta que pierde la respiración, hasta que el agotamiento le impide continuar.
    
Sobre sus cabeza, las estrellas. Más allá, dios.
    
Se incorpora.
     
Frente a él, en la pared rocosa, limada y pulida por los torrentes, brillan multitud de luces, cientos de hogueras. Allí vive gente, porque, de vez en cuando, una silueta obscura cruza frente a ellas, ocultando su luz por un instante.
    
Ésa es la auténtica ciudad santa, donde vive su auténtica familia, donde moran sus verdaderos hermanos.
    
Ahora lo sabe.
    
Ahora lo sabe.
    
Y corre hacia ella, con todas sus fuerzas, hasta perder el aliento, hasta plantarse en medio de ellos y reconocer sus rostros familiares y mirarles uno a uno con expresión de alegría y triunfo, buscando en ellos esa misma alegría, ese mismo impulso, esa misma embriaguez.
    
Pero sólo encuentra miedo y desconfianza, duda y confusión. Alguno, sin llegar a levantarse, retrocede arrastrándose, intentando llegar a las sombras, otro echa mano a la empuñadura de la espada, dispuesto a lo que sea.
    
Sólo uno de ellos, el más valiente, se atreve a levantarse y acercarse, a mirar más allá de las vestiduras desgarradas, del polvo y la suciedad que cubren al joven. Lo rodea y los examina, lo escruta, mientras el joven siente enfriarse todo su entusiasmo, ser substituido por el miedo, por la seguridad de que de ese examen depende su vida.

- No te habíamos reconocido – oye pronunciar a sus espaldas -  sin tus ropas caras, tan mal aseado como cualquiera de nosotros, era imposible reconocerte.
   
Todos prorrumpen en carcajadas y el jefe de ellos, tranquilo y reposado, sin necesidad de unirse al coro de risas, ni de variar en un ápice su compostura, vuelve a tomar lugar en el corro que rodea la hoguera. Allí, sin mirarle, hace una seña y pronto alguien entrega al joven un cuenco con comida, una pasta que es imposible reconocer de que está hecho, pero que el joven devora con ansiedad, con evidente placer, con gula y avaricia.

- ¿Qué vamos a hacer contigo? – y ante esas palabras el joven mira con sorpresa al jefe de estos hombres, provocando un nuevo coro de risas ante expresión de bobalicón, y por primera vez se da cuenta de que tienen alguien a quien obedecer, de quien siempre han tenido a alguien a quien seguir, que él no era nada, que el era tolerado e intenta una defensa, la boca sucia y llena, la cuchara en la mano – cállate – y los ojos del hombre se clavan en los suyos, haciéndolos descender – cállate. Sé la tontería que acabas de hacer.
   
Todos guardan silencios, atentos a las palabras de su jefes, previendo el rapapolvo que el joven está a punto de recibir.

- ¿Qué quieres que hagamos contigo? Ya no nos sirves de nada. Antes al menos...
   
El joven siente que la boca se le seca, que la cuchara que sostiene está a punto de escapársele de las manos.

- Otro día no te habríamos admitido, pero hoy...
  
Hace un gesto con las manos, como intentando apartar una idea de la cabeza, algo que no tiene ningún sentido.

- Esos romanos ¿quién puede comprenderlos? ¿Creerás que han liberado a los nuestros? A todos. Incluso a los que iban a crucificar mañana. Incluso a los que han asesinado a alguno de los suyos... ¿y sabes por qué?
   
La boca abierta de par en par, la cuchara a medio camino, el joven niega con la cabeza.

- Hay un nuevo gobernador... y tiene que demostrar quien es el que manda. Idiota... bien vamos a demostrarle quien es el que manda. ¿No es cierto? – y se vuelve a un lado a otro - ¿No es cierto? – repite una y otra vez, entre las carcajadas, hasta que su voz deja de oírse, hasta que él mismo se une al coro de risas.
   
El joven come en silencio, agazapado sobre el plato, cucharada a cucharada.
   
Ya no es el hijo de un hombre importante, alguien a quien se le cedía el pasado, alguien ante quienes todos se inclinaban. Es uno de ellos. Mucho menos, incluso. El último entre ellos, el que tendrá que soportar todas bromas, el que tendrá que acatar todas las órdenes.
   
Pero no le importa.
   
No le importa.