Lo primero, pedirles disculpas por mi silencio en este último mes. Entre unas cosas y otras, no he estado muy por la labor de escribir entradas, pero ha llegado el momento de recuperar el tiempo perdido, que tengo varias entradas muy atrasadas. Entre ellas, mis impresiones sobre la exposición sobre Ida Applebroog, reciéntemente abierta en el MNCARS
Creo que ya les he comentado varias veces lo mucho que me gusta la política expositiva de esa institución. Desde hace ya varios lustros se ha entregado a la exploración del arte posterior a 1950, una región poco conocida por el aficionado medio, de ordinario deslumbrado por el fulgor de las vanguardias históricas. Queda oculto que en ese periodo de posguerra, y hasta la actualidad, el arte va a sufrir unas transformaciones igual de cataclísmicas como las de la primera mitad del siglo XX. Entre ellas, la quiebra de la modernidad y el concepto de progreso asociado al arte, la disolución del concepto de belleza y el mismo de arte, la huida de la prisión en que se habían tornado las formas habituales -pintura y escultura- para volcarse en las artes consideradas menores y las extendidas, etc.
Una política de exposiciones que se combina con otra no menos importante: la reivindicación de las artistas, una labor tanto más de justicia cuanto que no caben las excusas que se utilizan para otras épocas. En especial, justificar su ausencia del espacio del museo basándose en la discriminación pasada, cuando una característica del siglo XX es precisamente la conquista, por parte de las mujeres, del espacio social y cultural reservado hacia los hombres.
En ese sentido, podría decirse que toda exposición dedicada a una mujer tiene una intencionalidad política feminista, sin importar que sea explícita o implícita. Tanto más en el caso de una artista como Ida Applebroog, cuyas inclinaciones sociales y políticas son evidentes. Se hayan en el centro de su obra, cuyo significado sería ininteligible si las dejásemos a un lado.
El inicio de la exposición puede resultar desconcertante: la chispa de la producción artística de Applebroog fue el periodo de depresión que atravesó a finales de los años sesenta. Las acuarelas que pinto en ese periodo se caracterizan por unos colores encendidos y unas formas serpenteantes que tanto pueden deberse a la influencia de la psicodelia contemporánea como a las medicinas que le estuviesen recentando. Sin embargo, esas influencias y circunstancias exteriores no pueden ocultar la originalidad y fuerza de esas representaciones. Sólo pueden provenir de la mente y la mano de una gran artista.
Applebroog, sin embargo, no se quedó encerrada en ese formalismo que podrían hacer presagiar esas primeras obras. Casi de inmediato se entregó a una reflexión sobre la condición femenina, tanto desde un punto de vista personal, como social. Es decir, orientado a la contemplación y exhibición de su propio cuerpo - como la instalación compuesta por dibujos de su vagina - como al lugar social que la sociedad americana - de entonces y de ahora reservaba a las mujeres.
Para realizar ese análisis Applebroog encontró una forma propia, a medias entre el formato del cómic, el guiñol y el retablo medieval. Su obras contienen una viñeta principal a la que se adosan otras menores, las cuales componen una historia. Narraciones que hablan de soledad y aislamiento, como en las aventuras de un misterioso hombre sin cabeza, que es tanto torturador como víctima, humillado por sus superiores, tirano para los inferiores.
Obras que van tornándose cada vez más ambiciosas, despegándose de la superficie de la pared y ocupando el espación del recinto expositivo. Obligando al visitante a perderse por el laberinto que proponen.