martes, 29 de mayo de 2018

En busca de nuevos caminos

Relieve óptico cinético de Eusebio Sempere

Ya sabrán lo mucho que agradezco al MNCARS su dedicación, excepcional dentro de las grandes instituciones expositivas madrileñas, a la hora de trazar la historia del arte contemporáneo posterior a la Segunda Guerra Mundial. No sólo me ha servido para completar mi conocimiento sobre ese periodo, tan desconocido en general para el aficionado medio, tan bombardeado con impresionistas y grandes figuras de las vanguardias históricas, si no que ha servido además para aclarar mis ideas, disolver algunos prejuicios y ocasionarme algunos enamoramientos estéticos. A su labor sólo puedo ponerle un reproche: su tendencia a ser demasiados exhaustivos. Tanto por embutir de obras cada cada exposición, como en por acumular de varias de gran interés en el mismo periodo de tiempo.  Así ha ocurrido ahora, cuando hay tres exposiciones abiertas y dos más en camino, de manera que tendré que aumentar mi frecuencia de visitas y repartir mis comentarios en varias entradas. Sería injusto contar varias en un sólo comentario, al no poder dedicarles espacio suficiente.

La primera que voy a comentarles es la monográfica de Eusebio Sempere, artista cuya obra se mueve en el escurridizo campo de la abstracción, el arte cinético e incluso el Op Art, a cuyo fundador, Victor Vasarely, estará dedicada una próxima exposición en la Thyssen. Sin embargo, sería más correcto encuadrar a Sempere en lo que fue una reevaluación completa de los fines, supuestos y técnicas de la abstracción, que buscaba, por diferentes vías y medios, romper el impasse en que esta corriente parecía haberse sumido en los años de postguerra. El origen de este bloqueo tiene lugar en los años 20, cuando la Bauhaus sistematizó de manera pedagógica la vanguardia, permitiendo que se pudiera enseñar y transmitir. Vulgarización que tuvo sus sombras, como mostraría el rígido geometrismo en el que desembocó la obra de maestros como Kandinski, casi en contradicción con la exuberancia y efervescencia de su obra anterior a la primera guerra Mundial. O la rigurosa exploración de un único tema compositivo, como los cuadros de color de Josef Albers. Y estos aún eran grandes maestros, grandes incluso cuando se restringían y limitaban, porque en otros artistas de segunda fila, como Max Bill y tantos y tantos otros, la abstracción devino artificio de regla y compás. Más dibujo técnico que experimentación y búsqueda artística.


La primera ruptura con este modelo se debe a los muchos informalismos de postguerra, a un lado y otro del Atlántico, ya se llamasen Expresionismo Abstracto en las Américas, ya fueran arte povera, brut o informalismo en Europa. Todos estos movimientos se caracterizan por el abandono del concepto de belleza, que les lleva a primar la salpicadura, la mancha y el restregón, lo amorfo e informe, la yuxtaposición de colores agrios y disonantes, la propia destrucción y deformación del soporte pictórico. Renuncia que se convierte en vía hacia la libertad, al permitirles despojarse del corsé normativo al que se había constreñido la vanguardia oficial, la sancionada por la enseñanza. Primer paso, también, en un camino que llevaría, en los años sesenta, ya con el Pop, a la liquidación del concepto de arte, y con él, al fin de la modernidad en la década siguiente.


Sempere no pertenece a estas corrientes, al tener fuertes concomitancias con la abstracción reglada propuesta por la Bauhaus - o en su caso, la síntesis de Mondrian -  pero su viaje es en parte similar a los informales, ya que pretende superar esas barreras que la abstracción se había autoimpuesto. Le llevaría un tiempo, sin embargo. A pesar de lo dicho, sus inicios son escrupulosamente ortodoxos, imbuidos de un geometrismo frío y paralizador, astragante en cuanto se ven un par de muestras, unos cuantos estudios sobre la evolución y metamorfosis de triángulos, cuadrados y esferas. Esta tendencia a la racionalidad platónica se mantendrá durante toda su carrera, resurgiendo una y otra vez cuando menos se la espere, tiñendo toda su obra de un rigor al que sólo atenúa un afán opuesto. Ése saberse encorsetado, encerrado, enclaustrado, aunque sea por uno mismo, mptivo suficiente para buscar medios de fuga, artificios para engañarse y traicionarse.

Por fin, a finales de los cincuenta, Sempere comienza a crear sus luminosos móviles. Obras entre la pintura y la escultura que juegan con dos elementos nuevos. Por un lado, con la multiplicidad de planos en su esculturas, cajas en las que podemos mirar a través de aberturas practicadas su nivel más superficial y que por tanto nos permiten explorarlas con la mirada. Se propone así un viaje de descubrimiento que no se queda ahí, sino que se amplía al introducir un elemento nuevo: la iluminación. Dentro de esas cajas, Sempere dispone fuentes de luz ocultas, que van a ir encendiéndose y apagándose siguiendo un patrón. Aquel que el espectador debe descubrir, incluso predecir, con un sencillo expediente: permanecer más tiempo del habitual frente a la obra.

Con esto, puede decirse que Sempere intenta quebrar la indiferencia, casi despreciativa, con que el visitante de un museo de arte contemporáneo, ya sea lego o experto, contempla las obras allí expuestas. Apenas se les dedica unos segundos, por cortesía, y enseguida a la siguiente. Sin llegar a comprenderlas, mucho menos quedar en el recuerdo. El cuadro-relieve se concibe así como un objeto que obliga a una contemplación atenta, larga y continua, único modo de revelar sus secretos.  Presupuesto y objetivo estético que Sempere aplica también a sus esculturas, complejos enrejados superpuestos, en los que se crean, por ilusión óptica, formas inexistentes. Espejismos que además varían al moverse y variar el ángulo de observación. Requiriendo, de nuevo, que el espectador esté alerta y realmente mire lo que tiene delante, pero además que participé en el juego creativo que propone el artista. Como si ese desconocido que contempla la obra fuera coautor de la misma, necesitando ésta las evoluciones del espectador para completarse y alcanzar la plenitud.

Invierno
Luego, siempre, la abstracción. Desde el principio y hasta el final. Una abstracción geométrica liberada de ese rigor y esa frialdad que había acabado por astragar este estilo revolucionario en sus inicios. Porque algo único, original, en la pintura de Semperé es que no se sabría calificarla, si bien como abstracción realista, si bien como realismo abstracto. De algunos de sus cuadros, como este Invierno de su serie Las Cuatro Estaciones, sabemos identificar su tema a la perfección, incluso asociarlo con nuestras esperiencias propias, tal y como se hacía con la pintura figurativa, donde el parecido al objeto representado era medida de su calidad. Y sin embargo, a pesar de poder reconocerlo, no puede estar más lejos de cualquier realismo. Se halla, apartado e inalcanzable, en una dimemsión propia, donde sólo existen ideas platónicas.

Líneas  rectas, colores puros.

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