Al cabo de un año de su creación y de cierto letargo o escasa actividad que siguió, Unión Española decidió celebrar un acto público a modo de presentación en sociedad, para el que se repartieron cien invitaciones, entre las que se contaron las de algunos altos mandos militares y que dio lugar a lo que Tierno definirá como primera manifestación pública de oposición burguesa organizada al régimen: una cena en el hotel Menfis de Madrid, en plena Gran Vía, o sea, a la vista de la Policía, el 29 de enero de 1959. A los postres, Tierno desarrolló una idea que ya había tenido ocasión de exponer en el pasado y que repetirá con profusión en el futuro: que él era republicano, pero que estaba convencido de que la Monarquía podía dar una salida al problema nacional y que, por tanto, había que apoyar su restauración. Introducía Tierno una diferencia conceptual, con consecuencias políticas, entre salida y solución, a la que volverá luego en no pocas ocasiones, afirmando que la Monarquía podía ser lo primero aunque se tomara algún tiempo hasta alcanzar lo segundo. Esto es lo que había escrito a Llopis y lo que estaba ya bastante explícito en sus tres hipótesis. Por corazón y sentimiento se confesaba afincado a la República, como recordará en sus Cabos sueltos, pero por razón y por reflexión creía que la Monarquía era deseable para España por ser "la institución que mejor puede lograr la legitimidad racional" y porque la consideraba el mejor medio para que los españoles se entendieran, la única institución que podría vencer la hostilidad entre unos y otros sepultando siempre en el olvido a la Guerra Civil.
Santos Juliá. Transición, Historia de una política española (1937-2017)
Siguiendo mi lectura de libros dedicado a la Transición y la democracia del 78, he llegado a este libro de Juliá, cuya estructura es tan peculiar como su génesis. Si recuerdan, en la Historia de España Fontana-Villares, reciéntemen concluida, el tomo dedicado a la democracia española tras la muerte de Franco iba a ser escrito en principio por este historiador. Tras múltiples retrasos y el giro que ha experimentado la situación política reciente, Gran Recesión e independencia catalana incluidas, fue substituido por otros historiadores. Transición, el libro que hoy les comento, sería así una respuesta a ese otro trabajo, examinando la Transición Española desde una postura más respetuosa y defensora de ese momento histórico, frente a las muchas voces críticas que se han elevado en los últimos tiempos.
Lo primero que sorprende en el libro de Juliá es la amplitud cronológica de su estudio. No se limita al tiempo estricto de la transición, de la muerte de Franco en 1975 - o el asesinato de Carrero Blanco en 1973 - a la victoria del PSOE en 1982. Ni siquiera lo amplia ligeramente para que incluya las causas y las consecuencias de ese periodo, analizando, en un extremo, la progresiva decadencia del régimen franquista que empezó a hacer forzada una reforma - cualquier reforma -, solo retrasada siempre por la presencia física del dictador; mientras que por el otro se intentaría examinar la manera en que España devino una democracia "normal" bajo el felipismo, con un partido socialista cada vez más moderado, podríamos decir que domado. Por el contrario, Julía extiende su análisis de 1937 a 2017. De la lenta agonía de la república a estos tiempos de crisis de la transición, quizás su agonía.
La razón es simple y puede describirse en términos de lección moral. Juliá muestra como, ya en 1937, se hacía imposible una vuelta a la legalidad republicana, puesto que en ella era imposible dar cobijo a todas los posicionamientos políticos enfrentados en ese instante. Se hacía necesario probar otras vías, de manera que los cuarenta años siguientes son narrados como un lento despertar a ese hecho, a la onligación de encontrar un sistema político en el que cupiéramos todos y que acabó siendo la monarquía borbónica restaurada, primer periodo de paz, estabilidad y libertad que vivió la España contemporána en casi todo el siglo XX y gran parte del XIX. De la misma manera, la extensión a nuestro hoy sirve como llamada de advertencia, ante todos los que están desgarrando esa democracia surgida de la transición, podemitas y nacionalistas catalanes en opinión de Julía, quienes no parecen saber lo que hacen ni el peligro al que nos están llevando.
Les diré que, en parte, podría subscribir esa tesis. O mejor dicho, aceptar la explicación que da al nacimiento de la democracia del 78. Aunque entonces era un niño, recuerdo muchas cosas, principalmente el miedo. Miedo a la ciega y brutal represión franquista, miedo a que todo habría de desembocar en otra guerra civil, tan sangrienta como la anterior. Como ejemplo, baste decirles que mis mayores, padres y abuelos, conservaron durante largo tiempo el reflejo de hablar de ciertos temas en voz baja, como si pudiera estar oyéndoles, al otro lado de la pared, un chivato dispuesto a delatarles. Era por tanto normal que se hicieran concesiones, por muy duras que fueran o por muy queridos que fueran los ideales que se abandonaran, si con ello se conseguía, al fin, una democracia plena o lo más parecido a ella. Fueron muchos los errores, mucho lo que no se logro y se frustro, pero al menos se obtuvo algo esencial, impensable: romper el ciclo de enfrentamientos civiles que dominaba nuestra historia contemporánea, de levantamientos y pronunciamientos, de exiliados y ejecutados.
Dicho esto, volvamos al libro. El afán de Juliá por narrar en detalle como se fueron moderando y acercando las diferentes posiciones, aunque muy ilustrativo e iluminador, acaba jugando en contra suya. Cuando llegamos al auténtico tiempo de transición, estamos a la mitad de un libro de 600 páginas, de manera que apenas queda espacio para describir en detalle los años de 1973 a 1982. Peor aún, porque hay que embutir al final, deprisa y corriend , los sucesos recientes, obligando a dejar fuera el estudio de temas tan importantes y decisivos para nuestra democracia como el dificil parto del texto constitucional o los problemas surgidos en su aplicación práctica. Otros muchos, se pasan deprisa y corriendo, como lo ocurrido en la tarde-noche del 23F, la lenta decadencia y caída en desgracia de Adolfo Suarez, o los tejemanejes de Fernández Miranda para convencer a los procuradores del franquismo de que votasen su propio suicido políticos. Los hay que, simplemente, ni se nombran, como el papel del rey Juan Carlos en el proceso, si fue un personaje activo o pasivo, si obró por designio propio u obligado por los acontecimientos, como si su persona hubiera quedado, por su rango, exento de toda crítica, cual divinidad lejana, indiferente a las acciones humanas.
En vez de estos análisis, se dedican página tras página a describir la impotencia y amargura de las autoridades republicanas en el exilio, o las fabulaciones e ilusiones de los supuestos opositores de derechas en el interior, siempre pensando, los unos y los otros, que Franco estaba a punto de caer y que bastaba con darle un empujóncito. Una serie de acciones, decisiones y manifiestos y proclamaciones que son interesantes de conocer, pero que. me temo, supusieron más bien poco, sin pasar de ser charlas y conversaciones de grupo de amigos. Sí, con gran repercusión publicitaria por ser quienes eran, pero con resultado nulo, como vendría a demostrar lo pronto que todas esas redes y construcciones y confabulaciones se desvanecieron, como los espejismos que eran, una vez que la dinámica de la transición, de la auténtica transición, se puso en marcha.
Porque en todo el análisis de Juliá hay dos grandes ausentes, que apenas se nombran, pero que se revelan, por su silencio estentóreo, como los grandes protagonistas. Por un lado Franco, a quién sólo echó del poder la muerte y a quien, me temo, todas estas conspiraciones de salón le debían provocar hilaridad. O no, dada su obsesión con conspiraciones juedomasónicas. El caso es que durante cuarenta años aquí no se movió nadie, y al que lo hizo, le cayó un garrotazo, si no algo peor. Como resultado, los esfuerzos opositores que nos narra Juliá sirvieron de más bien poco, par tomar relieve sólo cuando el régimen empezó a descomponerse por el envejecimiento de Franco, haciendo obligado tomar otros caminos a su muerte fuera del Franquismo puro y duro. Y aún así, enfrentado a un repudio internacional, cuestionado en el interior, renqueante y paralizado en sus acciones, la dictadura sobrevivió bastante bien. Tanto, que incluso hoy en día son muchos los que la añoran.
El otro ausente es el pueblo, en concreto la oposición anónima. De los muchos que arriesgaron vida y empleo para luchar contra el franquismo y que acabaron pagándolo muy caro, con represalias, cárcel o su vida, apenas hay menciones. Y no es una cuestión baladí, porque si hubo transición, es porque los españoles de los años 70 no eran los de los años 40. Amedrentados e indefensos. Resulta sorprendente esa ceguera de Juliá hacia la evolución social - aunque el mismo avisa que su relato es un relato político -; pero explica algo más grave y más preocupante, su incapacidad de indagar en las causas de la crisis presente de la democracia del 78. Parece ser, para él, una cuestión de independentistas catalanes y de populistas podemitas - curioso que no reparé en el populismo de Ciudadanos -, sin citar, ni siquiera de pasada, a la Gran Recesión, la corrupción del PP y su involución hacia el inmovilismo, o el modo en que el PSOE ha dejado de representar a la izquierda.
Pero puedo comprenderlo. A pesar de los muchos defectos y carencias que veo al sistema del 78, yo también tengo miedo.
A que volvamos a las andadas.
Lo primero que sorprende en el libro de Juliá es la amplitud cronológica de su estudio. No se limita al tiempo estricto de la transición, de la muerte de Franco en 1975 - o el asesinato de Carrero Blanco en 1973 - a la victoria del PSOE en 1982. Ni siquiera lo amplia ligeramente para que incluya las causas y las consecuencias de ese periodo, analizando, en un extremo, la progresiva decadencia del régimen franquista que empezó a hacer forzada una reforma - cualquier reforma -, solo retrasada siempre por la presencia física del dictador; mientras que por el otro se intentaría examinar la manera en que España devino una democracia "normal" bajo el felipismo, con un partido socialista cada vez más moderado, podríamos decir que domado. Por el contrario, Julía extiende su análisis de 1937 a 2017. De la lenta agonía de la república a estos tiempos de crisis de la transición, quizás su agonía.
La razón es simple y puede describirse en términos de lección moral. Juliá muestra como, ya en 1937, se hacía imposible una vuelta a la legalidad republicana, puesto que en ella era imposible dar cobijo a todas los posicionamientos políticos enfrentados en ese instante. Se hacía necesario probar otras vías, de manera que los cuarenta años siguientes son narrados como un lento despertar a ese hecho, a la onligación de encontrar un sistema político en el que cupiéramos todos y que acabó siendo la monarquía borbónica restaurada, primer periodo de paz, estabilidad y libertad que vivió la España contemporána en casi todo el siglo XX y gran parte del XIX. De la misma manera, la extensión a nuestro hoy sirve como llamada de advertencia, ante todos los que están desgarrando esa democracia surgida de la transición, podemitas y nacionalistas catalanes en opinión de Julía, quienes no parecen saber lo que hacen ni el peligro al que nos están llevando.
Les diré que, en parte, podría subscribir esa tesis. O mejor dicho, aceptar la explicación que da al nacimiento de la democracia del 78. Aunque entonces era un niño, recuerdo muchas cosas, principalmente el miedo. Miedo a la ciega y brutal represión franquista, miedo a que todo habría de desembocar en otra guerra civil, tan sangrienta como la anterior. Como ejemplo, baste decirles que mis mayores, padres y abuelos, conservaron durante largo tiempo el reflejo de hablar de ciertos temas en voz baja, como si pudiera estar oyéndoles, al otro lado de la pared, un chivato dispuesto a delatarles. Era por tanto normal que se hicieran concesiones, por muy duras que fueran o por muy queridos que fueran los ideales que se abandonaran, si con ello se conseguía, al fin, una democracia plena o lo más parecido a ella. Fueron muchos los errores, mucho lo que no se logro y se frustro, pero al menos se obtuvo algo esencial, impensable: romper el ciclo de enfrentamientos civiles que dominaba nuestra historia contemporánea, de levantamientos y pronunciamientos, de exiliados y ejecutados.
Dicho esto, volvamos al libro. El afán de Juliá por narrar en detalle como se fueron moderando y acercando las diferentes posiciones, aunque muy ilustrativo e iluminador, acaba jugando en contra suya. Cuando llegamos al auténtico tiempo de transición, estamos a la mitad de un libro de 600 páginas, de manera que apenas queda espacio para describir en detalle los años de 1973 a 1982. Peor aún, porque hay que embutir al final, deprisa y corriend , los sucesos recientes, obligando a dejar fuera el estudio de temas tan importantes y decisivos para nuestra democracia como el dificil parto del texto constitucional o los problemas surgidos en su aplicación práctica. Otros muchos, se pasan deprisa y corriendo, como lo ocurrido en la tarde-noche del 23F, la lenta decadencia y caída en desgracia de Adolfo Suarez, o los tejemanejes de Fernández Miranda para convencer a los procuradores del franquismo de que votasen su propio suicido políticos. Los hay que, simplemente, ni se nombran, como el papel del rey Juan Carlos en el proceso, si fue un personaje activo o pasivo, si obró por designio propio u obligado por los acontecimientos, como si su persona hubiera quedado, por su rango, exento de toda crítica, cual divinidad lejana, indiferente a las acciones humanas.
En vez de estos análisis, se dedican página tras página a describir la impotencia y amargura de las autoridades republicanas en el exilio, o las fabulaciones e ilusiones de los supuestos opositores de derechas en el interior, siempre pensando, los unos y los otros, que Franco estaba a punto de caer y que bastaba con darle un empujóncito. Una serie de acciones, decisiones y manifiestos y proclamaciones que son interesantes de conocer, pero que. me temo, supusieron más bien poco, sin pasar de ser charlas y conversaciones de grupo de amigos. Sí, con gran repercusión publicitaria por ser quienes eran, pero con resultado nulo, como vendría a demostrar lo pronto que todas esas redes y construcciones y confabulaciones se desvanecieron, como los espejismos que eran, una vez que la dinámica de la transición, de la auténtica transición, se puso en marcha.
Porque en todo el análisis de Juliá hay dos grandes ausentes, que apenas se nombran, pero que se revelan, por su silencio estentóreo, como los grandes protagonistas. Por un lado Franco, a quién sólo echó del poder la muerte y a quien, me temo, todas estas conspiraciones de salón le debían provocar hilaridad. O no, dada su obsesión con conspiraciones juedomasónicas. El caso es que durante cuarenta años aquí no se movió nadie, y al que lo hizo, le cayó un garrotazo, si no algo peor. Como resultado, los esfuerzos opositores que nos narra Juliá sirvieron de más bien poco, par tomar relieve sólo cuando el régimen empezó a descomponerse por el envejecimiento de Franco, haciendo obligado tomar otros caminos a su muerte fuera del Franquismo puro y duro. Y aún así, enfrentado a un repudio internacional, cuestionado en el interior, renqueante y paralizado en sus acciones, la dictadura sobrevivió bastante bien. Tanto, que incluso hoy en día son muchos los que la añoran.
El otro ausente es el pueblo, en concreto la oposición anónima. De los muchos que arriesgaron vida y empleo para luchar contra el franquismo y que acabaron pagándolo muy caro, con represalias, cárcel o su vida, apenas hay menciones. Y no es una cuestión baladí, porque si hubo transición, es porque los españoles de los años 70 no eran los de los años 40. Amedrentados e indefensos. Resulta sorprendente esa ceguera de Juliá hacia la evolución social - aunque el mismo avisa que su relato es un relato político -; pero explica algo más grave y más preocupante, su incapacidad de indagar en las causas de la crisis presente de la democracia del 78. Parece ser, para él, una cuestión de independentistas catalanes y de populistas podemitas - curioso que no reparé en el populismo de Ciudadanos -, sin citar, ni siquiera de pasada, a la Gran Recesión, la corrupción del PP y su involución hacia el inmovilismo, o el modo en que el PSOE ha dejado de representar a la izquierda.
Pero puedo comprenderlo. A pesar de los muchos defectos y carencias que veo al sistema del 78, yo también tengo miedo.
A que volvamos a las andadas.
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