Herbert Bayer |
Fui a ver la muestra Duchamp, Magritte, Dalí, abierta en el remozado palacio de Gaviria, con cierta aprensión. Las muestras anteriores tenían mucho de anzuelo para turistas, buscando sin ningún rebozo la invocación de nombres con predicamento popular para hacer caja con la cultura. Así, la muestra inaugural se centró en un artista como Escher, de obra un tanto a trasmano de las corrientes principales del siglo XX, cuya fama popular se basa un puñado de paradojas visuales. Aunque, en justicia, haya que reconocer que las muestras de ese artista siempre han intentado indagar en la parte de su obra que va más allá de la mera ilustración de problemas matemáticos, que señala a un dibujante/grabador de gran interés y evidente destreza. La segunda muestra, que no vi, era la enésima reivindicación de Mucha, cuyo crédito se debe, me da la impresión, a ofrecer un tipo de belleza codificada y previsible, agradable y accesible, una vulgarización de la Belle Epoque alejada de los aspectos más polémicos y contestatarios de este tiempo artistico. Terreno fertil, por tanto, para una nostalgia que ni siquiera tiene, como justificación, una excusa vital.
Con esos antecedentes, me esperaba lo peor de este potpourri surrealista. Sin embargo, salí entusiasmado, lamentando no haber dedicado más tiempo y atención a las obras expuestas. La razón principal de mi cambio de opinión es que, a pesar de lo que promete, en la muestra apenas hay Dalís o Magrittes, las supuestas vedettes de la muestra, pero sí un casi todo Duchamp, del que sólo falta Le grand verre para ser completo. Esto ya me tocó en el coranzoncito, puesto que una de las primeras muestra que vi, y que contribuyeron a que mi afición por el arte germinase, fue precisamente una integral Duchamp en la antigua sede de la Caixa. Y claro, si Duchamp es el auténtico foco de atracción esto significa que la muestra va a incluir mucho Dadá, mucho fotomontaje y collage, y muchas figuras secundarias del movimiento, pero no por ello menos interesantes. Añadase además la inclusión de un buen puñado de mujeres - sí, también las hubo en el surrealismo - como Cahun, Tanning, Carringtonm, Deren o Sage, o que la mayoría de las obras son muy poco vistas, propiedad de un museo tan lejano de nuestro ámbito como del de Tel-Aviv, y se tendrá un combinado perfecto. La mezcla justa para convertir esta muestra en una de las obligatorias del año.
Y no, no se piense que exagero. Como digo, la inclusión de Duchamp, su posición central en la muestra, son cruciales a la hora de entender el enfoque que ésta ha recibido. Porque a mi entender, y desde esa exposición que me marcó en mi juventud, siempre he pensado en este artista como el gran bromista del siglo XX. En aquélla exposición, había un montaje del Étant données que obligaba a mirar al espectador por una mirilla. Independientemente de lo que se pudiese ver con esa acción, en aquel instante descubrí otra cosa, que esa obra de arte no estaba completa sin el espectador. El artista le obligaba a convertirse en un voyeur y, con esa metamorfosis, a devenir también objeto de la observación culpable de otros, los que esperábamos a que terminase para ocupar su puesto, para que a su vez nuestras reacciones - de asco, de sorpresa, de indignación, de hastío, de esceptismo - fueran observadas por otros y así ad infinitum.
Un círculo vicioso que es replicado varias veces en la visita de la exposición, en sendas obras de Dali y Herbert Bayer, permitiéndose incluso, en el caso de Dali, la entrada al espacio del montaje para ser insertado en él como nuevo objeto de espionaje. Una frontera, entre observador y observado, entre sujeto y objeto, que es quebrada a su vez en otras ocasiones. En concreto, con los maniquíes vestidos con ropa de calle, depositados sentados en los bancos para los visitantes, que en un primer momento pueden ser confundidos con aquéllos o viceversa, suscitando un sentimiento de incomodidad e inquietud que no es fácil de apartar, mucho menos de racionalizar, y que se aproxima a lo que en el mundo anglosajón es conocido como Uncanny Valley. Tan de actualidad ahora, cuando es posible construir réplicas digitales de nosotros mismos y nos hallamos, parece, a un paso, de conseguir la máquina pensante.
Duchamp y su broma infinita. Dadá y su rechazo de toda racionalidad y sentido, como origen y consecuencia. Porque tras la victoria completa del surrealismo, con su búsqueda de una intencionalidad a través del absurdo, tendemos a olvidar como la mayoría de sus grandes figuras fueron antes dadaístas. O como, a pesar de haber durado menos de un lustro, es movimiento predecesor ha resurgido una y otra vez en la historia del arte, como si fuera una potencia primigenia que, una vez invocada, ya no es posible volver a refrenar. Utilizada siempre que ha sido necesario derribar, o al menos poner en tela de juicio, el establisment artístico. No para construir uno nuevo, con sus reglas, sus escalas, su canon y su santoral, sino para dejar bien claro que no es necesario ninguno.
Objetivos nuevos, radicales y contestatarias que necesitaban por tanto de formas también nuevas, imprevisibles, como único medio de obrar la subversión. Caso del collage y el fotomontaje, ya fuera en la acumulación caótica de todo lo desechado por la sociedad, caso de Schwitters; el rapto y violación de la novela barata decimonónica, que Ernst llevó a su perfección; o la colisión disonante, y sin embargo coherente y racional, de tantos y tantos fotógrafos del periodo de entreguerras, entre los que destacarían Man Ray o Joseph Cornell. Sin que eso suponga, ni mucho menos hacer de menos a tantas y tantas figuras secundarias del universo surrealista.
Tan adecuadamente citadas en esta exposición. Situadas al mismo nivel que sus hermanos mayores.
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