miércoles, 2 de mayo de 2018

Bajo la sombra del postmodernismo (XXV)

No se trataba de que la UCD se dirigiera a un sector moderado de la sociedad, tal y como ese concepto puede ser utilizado por las corrientes de ese carácter en Europa, sino que se dirigía a un sector que había servido a un régimen de extrema derecha, que se había implicado en el servicio a una dictadura, a un permanente estado de excepción capaz de utilizar la violencia e incluso la pena de muerte contra sus adversarios políticos, y que deseaba presentarse como un sector disponible para realizar un cambio de estructuras que no dejara de ser controlado por la derecha en el poder, pero que fuera capaz de abrirse a quienes habían sido la oposición al régimen, hasta hacer un emblema simbólico del tipo de cambio que se deseaba: la constitución de una plataforma que integraba a colaboradores y a semiopositores en la misma propuesta política. No era un sector moderado por las actitudes que continuaban considerando un pasado digno de ser defendido y honorable en su carrera política, además de beneficioso para el país en su conjunto. Más que un sector moderado, era un sector dispuesto a moderarse, que desde esa posición podía presentarse como un modelo de conducta para el conjunto del país, tanto más eficaz cuanto más se radicalizara la actitud de Alianza Popular, el otro sector de la derecha integrada por quienes habían sido compañeros de los "independientes" de UCD en la gestión de las instituciones franquistas. La coalición supo aprovechar esa ambigüedad para dirigirse transversalmente a la sociedad, aun cuando su base social no respondiera a un interclasismo puro, sin que ni siquiera pudiese acercarse a la influencia con que partidos conservadores o democristianos europeos habían adquirido sobre sectores amplios de la clase obrera, como podía suceder en Alemania, en Italia o en Francia, donde la CDU, la Democracia Cristiana y el gaullismo habían conseguido una penetración entre trabajadores de pequeñas y medianas empresas que no conseguiría la UCD, como puede observarse analizando los resultados obtenidos por el partido en zonas de densidad industrial  como la provincia de Barcelona o la de Vizcaya.

Ferrán Gallego, El Mito de la Transición.

Antes de comentarles este libro, reparen en la fecha de su publicación: septiembre de 2008. En ese tiempo, la gran recesión aún no había estallado, aunque lo haría ese otoño. Era impensable, por tanto, un derrumbamiento de la economía mundial, mucho menos el efecto arrasador que este suceso tendría en nuestro país hasta dejarlo postrado, al borde del derrumbamiento completo. Asímismo, era inconcebible la aparición de un movimiento como el del 15-M o la desafección creciente de amplios sectores sociales hacia el régimen originado con la transición y la constitución del 78. Nadie podía imaginar que el rey Juan Carlos tendría que abdicar en breve, que la ascensión de nuevos fuerzas políticas pondría al bipartidismo contra las cuerdas, con su componentes en grave e insoluble crisis.  El PSOE casi relegado a partido comparsa, perdida casi toda su relevancia en influencia, mientras que el PP se consumía en sus escándalos de corrupción, al tiempo que adoptaba maneras de gobierno cada vez más autoritarias. Sin olvidar el imposible de una Cataluña a punto de independizarse del estado, aunque esto último cada vez parece más una astracanada, un esperpento, muy  propio del carácter nacional del que abjuran las fuerzas separatistas.

El resultado de estos procesos aún es desconocido y alguna de sus posibles derivas son ciertamente aterradoras. Si se lo señalo es por dos razones. Para que constaten el vuelco irreparable que ha sufrido la situación política, así como para que reparen también en que algo se estaba moviendo ya a nivel intelectual, antes que la urgencia económica, social y política lo pusiese sobre el tapete. Porque si bien la derecha estaba envuelta desde los años 90 en un proceso de normalización y justificación del franquismo y su hecho fundacional, la Guerra Civil, a cargo de los pseudohistoriadores Moa y Vidal, desde la izquierda se empezaban a poner en tela de duda los fundamentos del régimen del 78, hasta entonces indiscutibles y irrefutables. Tanto los defectos originarios, que terminarom comvertidos en vicios y rémoras, como la densa  y cargante propaganda que había terminado por construir un mito, cuando no una hagiografía. Ya saben, la de esos pocos hombres buenos, el Rey, Suarez, Fernández Miranda, Fraga, Felipe y Carrillo, que desde finales de los años sesenta tenían ya en mente el proyecto de una democracia moderna y respetable. Héroes que con su clarividencia, su sacrificio y su moderación nos legaron un sistema de libertades estable y saludable. Al fin, tras tantos intentos y fracasos, especialmente el de la Segunda República.


El libro de Ferrán Gallego es así uno de los primeros intentos por disipar esas nieblas y mostrar una realidad que debería ser evidente. Que todos y cada uno de esos protagonistas eran seres humanos, y por tanto actuaban con intereses particulares y limitados, cuando no mezquinos y miopes. Que entre las ideas y concepciones que pudieran tener al principio y aquéllas en las que terminaron confluyendo media un abismo, el mismo que separa la opresiva dictadura Franquista de cualquier democracia real y plena, sin que entre ambas pueda mediar conexión ni evolución. Que los cambios, componendas, renuncias y acomodos no fueron producto de un plan maestro, concebido con antelación, sino de las circunstancias favorables y desfavorables, de la relación de fuerzas entre los contendientes, y, porque no decirlo, de la casualidad. Que, al final, la democracia que surgió fue imperfecta, plagada de lastres y de parches, que con el tiempo se han ido gastando y revelando, hasta sumirnos en este estado de incertidumbre presente, que tan mal arreglo me parece tener. Ojalá me equivoque.

El modo que Gallego utiliza para mostrar este proceso de tanteos, extravíos y errores es un tanto sorprendente. Primero, realiza una limitación muy estricta del marco temporal de su estudio, restringiéndolo al periodo 1974-1977. De la reforma-sin-cambio-alguno proclamada por Arias Navarro tras el atentado mortal contra Carrero Blanco, a la voladura-controlada-desde-el estado, que culminaría en las primeras elecciones legislativas por sufragio occidental en cuarenta años, la dirigida por Adolfo Suárez. Contraste en el que destacan la pusilanimidad de Arias, quien malgastó dos años en no hacer nada y enemistarse con todos, frente a la habilidad en la intriga de Suarez, quien arrebató la iniciativa a la izquierda para crear un nuevo sistema diseñado para que, al menos, parte de la derecha franquista pudiera seguir manejando las riendas del poder. Sistema basado en un sistema electoral que primaba las zonas rurales y favorecía los partidos mayoritarios, dejando fuera, por tanto, a gran parte de la izquierda involucrada en la lucha contra el régimen franquista, como tantos y tantos grupúsculos de extrema izquierda, o tornándola impotente, caso del PSP o del PCE-PSUC. Un sistema, por cierto, que sigue siendo el nuestro, y que ningún partido en el gobierno ha pensado en reformar, ni siquiera en broma.

Otro factor poco usual del estudio de Gallego es que no se centra tanto en los hechos políticos, ya fueran en las instancias oficiales, en las cúpulas de los partidos o directamente en la calle, sino en hacer un análisis de texto: el de las reacciones de la prensa ante las diferentes giros que iba tomando la situación política. Éste es, en mi opinión, el mayor defecto y el mayor acierto del estudio, puesto que en el periodo de Arias Navarro, con la prensa aún amordazada, la visión que se obtiene no puede ser otra cosa que turbia y borrosa. Cosa que cambia cuando, tras la muerte de Franco, se produce una explosión de medios periodísticos con opiniones muy diversas y contrastadas. Aunque uno sea ese diario "El País" aún de centro derecha en ese periodo, pasado incómodo que quedó borrado por su tránsito hacia sostén del PSOE, pero al que, por cierto, parece haber retornado en esta década.

El retrato que surge de este análisis es un necesario correctivo a la historiografía de ese periodo, si sólo por devolver, como les decía, la humanidad a los actores de este proceso, arrebatándoles su aureola de santos. Destaca el abismo entre los dos miembros de la casa real, Juan y Juan Carlos, provocada por la insidia de Franco al preferir a éste y preterir a aquél,  en competición por ser el legítimo rey coronado, cuyo único punto de unión era la necesidad de salvar la monarquía, a cualquier precio y con cualquier medio, aunque fuera éste una democracia gobernada por la izquierda en algún instante. Objetivo que explica el despido de Arias Navarro, quien por su indolencia e indecisión, estaba llevando a la monarquía a la catástrofe en la primera mitad de 1976, único momento en que la presión popular en la calle tuvo un papel determinante y decisivo sobre los acontecimientos políticos.

No menos revelador es el papel de Fraga, quien evoluciona sucesivamente de gran esperanza y salvador del sistema, a pergeñador de una restauración 2.0, con turno de partidos incluido, con él como Cánovas y Felipe González como Sagasta. Para luego, una vez caído y expulsado del poder junto con Arias, crear un partido de extrema derecha,  AP, donde confluyen todos los elementos franquistas que no se sentían a gusto con Suárez, pero que no buscaban provocar un nuevo alzamiento y una guerra civil, como sí pretendía Fuerza Nueva y Blas Piñar. Otro pecado original, el del AP/PP, como partido del franquismo refractario y ultramontano, pero rechazado por la población en las primeras elecciones, que se nos ha querido hacer olvidar una y otra vez... aunque ellos no paren de recordárnoslo con sus obras y declaraciones. De nuevo, especialmente ahora.

Respecto a la izquierda, y dejando a un lado los grupos que nunca tuvieron ninguna oportunida, da la impresión que tanto el PSOE como el PCE dilapidaron el capital que tenían en la calle, ése que quedó demostrado con las manifestaciones de la primera mitad de 1976. Al final, cedieron en todo - ¿acaso podían actuar de manera diferente? -, en aras, especialmente el PCE, de ser admitidos como contendientes en las elecciones del 77. Una decisión que resultó una condena de muerte para este partido, que no supo embolsarse el capital político con el que había contado hasta entonces, como única fuerza combativa y organizada en la oposición, frente a un PSOE que hasta no había tenido casi implantación en el país, pero que se llevó, inopinadamente, un buen puñado de votos y escaños. Los justos para evitar una mayoría absoluta de la derecha - de la UCD porque AP era, en su mayoría, anticonstitucional - que propiciase una constitución conservadora franquista,  los necesarios para erigirse como fuerza hegemónica dentro de la izquierda, reduciendo al PCE a la irrelevancia. Desde entonces, hasta ayer mismo.

Y, por último, Suárez. O mejor sería decir, el tandem Suárez-Fernández Miranda, aunque éste, ante la deriva de su acólito acabase adoptando posturas cercanas a la extrema derecha, la de AP. Porque ambos, ante la situación, adoptaron la divisa lampedusiana, de cambiar todo para que quedase igual. Al contrario que la indolencia de Arias decidieron capitanear la reforma, con el sobreentendido de que esta culminaría en un gobierno de la derecha, entendida ésta como las élites del Franquismo, al menos aquéllas dispuestas a contemporizar. Esa ofensiva gubernamental pilló con el pie cambiado a la izquierda, que desde el otoño de 1976 no hizo otra cosa que claudicar y dividirse, para culminar en un imposible, la victoria de en Junio de 1977 de un partido que no existía hasta apenas unos meses, la UCD. Triunfo propiciado por el control de los medios de comunicación, de los que Suárez era un experto desde su etapa como director de RTVE, el sistema electoral que reducía la influencia de las zonas urbanas, rojas por definición, y, por supuesto, la conversión de todo el franquismo sociológico, los agradecidos, los medrosos y los indiferentes, a una supuesta postura de "centro".

Único medio para seguir mandando en el nuevo mundo que ellos mismos habían construido.


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