Pedro Pablo Rubens, Paisaje |
En todo museo, como en un iceberg, hay una amplia parte sumergida. Las salas de exposición tienen una capacidad limitada, aún más exigua si se intenta evitar abrumar al visitante. Como consecuencia, muchas de las obras conservadas permanecen ocultas en los almacenes, invisibles para el gran público, quien se pierde no sólo parte de la producción de los artistas esenciales, sino la obra entera de muchos menores. Pinturas y esculturas que quizás, para una persona en particular en un momento determinado, podrían ser más importantes que las creaciones de los maestros consagrados. Incluso constituir ese instante de revelación que justificase la vista a un museo o una exposición.
Por esa razón, es de agradecer que El Prado organice periódicamente miniexposiciones para traer a la luz esos fondos olvidados. Ya sea para hablarnos de un artista poco conocido, caso de Juan Fernández el Labrador, especializado en pintar racimos de uvas y del que sólo se sabe que estuvo activo en la década de los 30 del siglo XVII; o bien para explorar formas y formatos considerados menores, como podría ser la pintura de "cámara", obras de tamaño pequeño pensada para el disfrute privado, al contrario de aquélla concebida para ser expuesta en palacios e iglesias, como medio de propaganda del poder político y religioso. Así, en estas semanas, y mientras se espera la inauguración de la muestra de Lorenzo Lotto, pueden visitarse dos exposiciones pequeñas, ambas ilustración de lo que no dejan de ser notas al pie en la historia de la pintura, pero no por ello menos interesantes.
La primera tiene el título Rubens, Pintor de bocetos, título que no deja de ser engañoso. Con ese nombre, se esperaría una colección de dibujos preparatorios, apuntes y ejercicios, que sirviesen para explicar el proceso creativo del artista o acceder a su mundo interior. Así ocurría, por ejemplo, con la reciente muestra dedicada al Ribera dibujante, en la que se atestiguaba una fascinación de ese pintor con la deformidad, la tortura y la muerte, presente en su obra al óleo, pero que va más allá del gusto barroco... y que no llega a los extremos de extravagancia, casi de falsedad, de un Salvator Rosa. Sin embargo, lo que se puede contemplar en la exposición de Rubens no son bocetos, en su sentido habitual, sino versiones en miniatura de sus cuadros mayores, incluso ejecutados al óleo, y presentados en varias ocasiones junto a la obra final para que sirvan de comparación.
Ocurre, que el objeto de la muestra es otro que el de adentrarnos en el mundo privado de Rubens. Más bien, lo que se pretende es familiarizarnos con el otro papel, aparte del de creador, que un artista de la Edad Moderna debía representar: el de empresario. No hay que olvidar que la pintura, o la escultura, eran ante todo un negocio, regulado por las estrictas reglas del gremio correspondiente. En ese marco legal y laboral, el artista joven aspiraba, ante todo, a conseguir la fama suficiente que le permitiese montar su propio taller de producción artística, una auténtica industria artesanal en que el volumen de encargos impedía al maestro ocuparse en persona de todos y que requería el empleo de ayudantes y aprendices. Así, en función de la importancia del comitente y del precio pagado, las obras en proceso de creación quedaban divididas en tres clases: las de poca monta, encargadas a los ayudantes con la guía de un diseño del maestro, las de importancia media, en las que el pintor se reservaba la ejecución de una parte, como por ejemplo los personajes, y los encargos de prestigio, realizados en exclusiva por el maestro, aunque los ayudantes pudiesen intervenir en el acabado.
En este proceso industrial, cercano a una cadena de montaje, los bocetos cobraban una importancia central. Dado que la firma del artista, Rubens en nuestro caso, había devenido marca, todos los cuadros tenían que tener una composición, colorido y acabado similar, el que se suponía a un Rubens. El boceto podía servir así de plan de trabajo detallado destinado o los ayudantes, para que supieran qué tenían que hacer o qué partes eran las reservadas al maestro. O incluso, como en varios de los ejemplos mostrados en la exposición, de avance de la obra futura, para que el comitente supiera a que atenerse y pudiera dar su aprobación, además de servir para acordar el precio. Con estas condiciones, no es de extrañar que gran parte de los bocetos expuestos no sean dibujos sobre papel, sumarios y esquemáticos, sino auténticas pinturas al óleo con gran lujo de detalles. Lo más parecido a la obra final, en colorido y diseño, para impedir que los ayudantes cometiesen errores y asegurar que el comitente no se sintiese defraudado con el resultado final, ejecutado de acuerdo con el contrato aprobado en forma de boceto
Ocurre, que el objeto de la muestra es otro que el de adentrarnos en el mundo privado de Rubens. Más bien, lo que se pretende es familiarizarnos con el otro papel, aparte del de creador, que un artista de la Edad Moderna debía representar: el de empresario. No hay que olvidar que la pintura, o la escultura, eran ante todo un negocio, regulado por las estrictas reglas del gremio correspondiente. En ese marco legal y laboral, el artista joven aspiraba, ante todo, a conseguir la fama suficiente que le permitiese montar su propio taller de producción artística, una auténtica industria artesanal en que el volumen de encargos impedía al maestro ocuparse en persona de todos y que requería el empleo de ayudantes y aprendices. Así, en función de la importancia del comitente y del precio pagado, las obras en proceso de creación quedaban divididas en tres clases: las de poca monta, encargadas a los ayudantes con la guía de un diseño del maestro, las de importancia media, en las que el pintor se reservaba la ejecución de una parte, como por ejemplo los personajes, y los encargos de prestigio, realizados en exclusiva por el maestro, aunque los ayudantes pudiesen intervenir en el acabado.
En este proceso industrial, cercano a una cadena de montaje, los bocetos cobraban una importancia central. Dado que la firma del artista, Rubens en nuestro caso, había devenido marca, todos los cuadros tenían que tener una composición, colorido y acabado similar, el que se suponía a un Rubens. El boceto podía servir así de plan de trabajo detallado destinado o los ayudantes, para que supieran qué tenían que hacer o qué partes eran las reservadas al maestro. O incluso, como en varios de los ejemplos mostrados en la exposición, de avance de la obra futura, para que el comitente supiera a que atenerse y pudiera dar su aprobación, además de servir para acordar el precio. Con estas condiciones, no es de extrañar que gran parte de los bocetos expuestos no sean dibujos sobre papel, sumarios y esquemáticos, sino auténticas pinturas al óleo con gran lujo de detalles. Lo más parecido a la obra final, en colorido y diseño, para impedir que los ayudantes cometiesen errores y asegurar que el comitente no se sintiese defraudado con el resultado final, ejecutado de acuerdo con el contrato aprobado en forma de boceto
Sebastiano del Piombo, Cristo con la cruz a cuestas |
La otra exposición explora una región aún más secundaria en la historia de la pintura: la pintura al óleo sobre piedra. Una técnica que abarca apenas un siglo, el XVI, y que terminó abandonándose por su dificultad. No por los problemas que presentase al pintor, sino por la preparación especial que exigía en el soporte pictórico, ya que la piedra, al no empaparse como el lienzo, presentaba problemas casi insolubles a la hora de fijar los pigmentos. Sin contar con que las losas, por su delgadez y peso, podían quebrarse fácilmente, arruinando la obra sin remedio.
Esas mismas dificultades técnicas explican el predicamento del que gozó esta manera en el Renacimiento y primer barroco. Su ejecución se veía casi como milagrosa, producto de técnicas secretas que eran guardadas celosamente por los pintores que la cultivaban, como Sebastiano del Piombo o Leandro Bassano. Únase a esto el prestigio que la piedra tenía en un Renacimiento enamorado con la estatuaria clásica, con lo que esta técnica posibilitaba hermanar dos artes en continua competición y conflicto por la primacía, como era la pintura y la escultura.
Pero aún así, ni el misterio de la creación ni el prestigio del soporte hubieran bastado para sustentar esa fama. Hay otro factor, precisamente el que la exposición permite constatar. Al contrario que la pintura sobre lienzo, la pintura sobre piedra tiene un carácter propio. Puede ser una ilusión, pero ese brillo de la superficie lisa pulida, frente a la rugosidad mate de las telas, parece transmitirse también a la pintura, como si una luz especial, fría y serena, surgiese de su interior. Puede ser una ilusión, ya que en las obras expuestas - de los dos artistas citados y Tiziano - comparten una predilección por los azules cielo y lavanda. Colores fríos y serenos, como los cielos.
Espejismo al que se une, quizás producto de mi vista ya cansada, una imprecisión en los contornos que dota de cierto temblor a las figuras. El propio de la vida, que aquí parece surgir de forma natural, en un renacimiento de ordinario tan comedido y contenido, sin recurrir a los trucos y artificios barrocos.
Esas mismas dificultades técnicas explican el predicamento del que gozó esta manera en el Renacimiento y primer barroco. Su ejecución se veía casi como milagrosa, producto de técnicas secretas que eran guardadas celosamente por los pintores que la cultivaban, como Sebastiano del Piombo o Leandro Bassano. Únase a esto el prestigio que la piedra tenía en un Renacimiento enamorado con la estatuaria clásica, con lo que esta técnica posibilitaba hermanar dos artes en continua competición y conflicto por la primacía, como era la pintura y la escultura.
Pero aún así, ni el misterio de la creación ni el prestigio del soporte hubieran bastado para sustentar esa fama. Hay otro factor, precisamente el que la exposición permite constatar. Al contrario que la pintura sobre lienzo, la pintura sobre piedra tiene un carácter propio. Puede ser una ilusión, pero ese brillo de la superficie lisa pulida, frente a la rugosidad mate de las telas, parece transmitirse también a la pintura, como si una luz especial, fría y serena, surgiese de su interior. Puede ser una ilusión, ya que en las obras expuestas - de los dos artistas citados y Tiziano - comparten una predilección por los azules cielo y lavanda. Colores fríos y serenos, como los cielos.
Espejismo al que se une, quizás producto de mi vista ya cansada, una imprecisión en los contornos que dota de cierto temblor a las figuras. El propio de la vida, que aquí parece surgir de forma natural, en un renacimiento de ordinario tan comedido y contenido, sin recurrir a los trucos y artificios barrocos.
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