jueves, 19 de julio de 2018

El futuro que no fue


Les confieso que siento cierta debilidad por la pintura de Víctor Vasarely. Se debe, supongo que se lo imagina, a simples razones biográficas. Mi descubrimiento del arte, así, en general, se remonta a cuando estaba en primero de BUP, en los años 1980-1981. En ese curso, la asignatura de ciencias sociales estaba dedicada por entero a la historia del arte, de las pinturas rupestres a los últimos ismos de la vanguardia. Y digo ismos con intención, ya que por aquel entonces, nadie en España se había enterado de la muerte del postmodernismo ni de la muerte de la modernidad. Más aún, el Op Art, del que Vasarely fue uno de los fundadores, parecía un escalón más en ese ascenso hacía un arte nuevo, descubridor y cartografiador de nuevos continentes estéticos. Nuevo, brillante y en "la onda", como todo lo que provenía de la década de los sesenta, tiempo cuyo fracaso aún no parecía definitivo, sino revolución destinada a repetirse en breve con fuerzas renovadas, esta vez victoriosa. A alcanzar, ya y de una vez por todas, el triunfo que le había sido negado durante las convulsiones del 68.

Que equivocados estábamos.

Con esa introducción, se pueden imaginar que el nombre de Víctor Vasarely, como representante de la vanguardía última de la modernidad, se me quedó grabado. Al igual que el de Bridget Riley, compañera de movimiento de Vasarely, y única mujer pintora, junto con María Blanchard, que se citaba en mi libro de texto. Hay que tener en cuenta, además, que en ese contexto temporal, el Op Art aparecía como esencial y radicalmente moderno, relacionado no sólo con las revueltas culturales y la transgresión/contestación propias de los sesenta, sino como parte de la psicodelía también característica  e inseparable de ese tiempo. Dotado del mismo aliento alucinatorio, en su corriente alegre y desenfadada, que diferenciaba a esa revolución global de la seriedad y del rigor, de la crueldad y la implacabilidad de las anteriores, tan avejentadas, tan fracasadas por aquel entonces. Algo chocante, contradictorio, ya que el Op Art, en sí, no era sino una evolución de la rama geométrica de la abstracción. Es decir, un juego matemático de normas rígidas y estrictas, sólo levemente disfrazado de liberación anárquica por su uso rabioso del color.

Hasta aquí la nostalgia y ahora la pregunta. Pasado medio siglo ¿qué queda de est Op Art? ¿Nos sirve aún de algo?




Les tengo que decir que en las (pocas) críticas que he visto dedicadas a esta exposición se despacha despectivamente el Op Art como un mero "salvapantallas". Merecedor de cierta admiración por el hecho de ser realizado a mano, pero irrelevante e insustancial, puesto que cualquier máquina puede conseguir los mismos resultados, con un par de algoritmos y unas pocas horas de programación. Generando así, con tan poco esfuerzo, incontables variaciones, muchas más y mucho más diversas que las que cualquiera de los proponentes del Op Art podría generar en toda su carrera, en una vida entera.

Algo de cierto hay en ello, pero, al igual que todas las generalizaciones, engañoso e injusto. Sería ocioso señalar el inmenso trabajo involucrado en crear uno de esos "salvapantalla" a mano, que requiere la misma dedicación y esfuerzo, rayana casi en la obsesión enfermiza, que la representación miniaturística de los pintores flamencos del siglo XV., No lo haré porque habitualmente pensamos en esa dedicación como un plus, algo que aumenta nuestra admiración por un objeto, un logro, que ya nos había fascinado y conquistado de antemano. No, lo que quiero poner de manifiesto son otros aspectos, secundarios quizás, pero de gran importancia para mí. Simplemente porque no había reparado en ellas hasta ahora.

La primera es que siempre me había imaginado a Vasarely como un hombre joven, uno de tantos contestatarios casi adolescentes que se habían atrevido a desafiar el poder establecido. Sin embargo, este pintor había nacido en 1906, de manera que aunque remontemos el inicio del Op Art a la década de los cincuenta, estamos hablando de un artista que sólo encontró su estilo a la edad en que otros ya sólo saben repetirse. Se trata, por tanto, de un hombre viejo que sin embargo supo renovarse muy tardíamente, conectando con una juventud y unos afanes que ya no eran los suyos. Los de esa psicodelía inspirada por las drogas tan característica de los años 60.

Otro punto es el supuesto rigor algorítimico de su pintura, su calidad de "salvapantallas", que haría referencia a su previsibilidad y rutina. Pues bien, si de algo sirve esta exposición es precisamente para romper ese prejuicio. De hecho, las mejores obras expuestas de Vasarely, al menos para mí, son las construidas sobre una paradoja. Ante ellas, el ojo cree descubrir un desarrollo matemático, pero es incapaz de descubrir el patrón que lo rige. Enfrentados ante círculos, cuadrados, triángulos y rectángulos, ante una secuencia de colores primarios y secundarios, se esperaría encontrar un ritmo, una célula básica que permitiese extender la pintura hasta el infinito. 

Pero no es así, hay discordancias, rupturas y traiciones de la regularidad que nos impiden identificar la fórmula. Asimetrías y disonancias que mantienen la mirada en un estado de desequilibrio, de incertidumbre y confusión, que la obligan a vagar sin descanso por toda la superficie pictórica, en busca de un reposo, de una conclusión, que no se halla en ella, ni tampoco en una improbable extensión al infinito.

De ahí el el Optical que este ismo se esforzaba en hallar, en resolución de una paradoja eterna de la pintura, la recreación del movimiento en la pintura, arte estática por naturaleza.

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