Marina de Eugène Boudin |
Visitando la exposición Boudin/Monet, recién abierta en la Thyssen madrileña, he llegado a la solución del problema que me planteaba, hace poco, con otra exposición muy distinta: la dedicada a Fortuny. Por edad, este pintor bien podría haber figurado en las filas de los impresionistas, pero su posible evolución posterior quedó truncada por su muerte en la década de los setenta del siglo XIX, dejando el enigma de si se habría unido a la modernidad o quedaría como otro más de los últimos pintores clásicos.
Pues no. Su formación se lo habría impedido.
Recapitulemos. La nueva exposición de la Thyssen realiza una comparación entre dos pintores, Monet y Boudin, estrechamente relacionados tanto en lo profesional como en lo personal, lo que sitúa sus intercambios y mutuas influencias fuera del simple esquema de maestro y discípulo, mentor y alumno. Monet nació en 1840, mientras que Boudin lo hizo en 1824, de manera que Fortuny, nacido en 1838, pertenece de manera estricta a la misma generación que el primero. Sin embargo, si se tiene en cuenta las gradaciones estilisticas, sorprende que Fortuny parezca anterior al propio Boudin.
¿Por qué? El pintor catalán es un claro pintor de taller, un artista que ha tenido una solida formación clásica, que le ha permitido dominar un amplio repertorio de técnicas y temáticas muy precisas y determinadas; es también en parte empresario, porque es consciente de que su arte debe responder además a una serie de gustos y preferencias: los de una burguesía que busca respetabilidad y seguridad en el pasado. Boudin, por el contrario, se halla ya en otro ámbito distinto, el universo de los pintores realistas que, a mediados del siglo XIX, buscan escapar de las ataduras de las normas académicas, eligiendo para ello la naturaleza como temao atreviéndose a retratar la vida de las ciudades, con su pobreza y su miseria más o menos solapada. Sin miedo al rechazo, la pobreza o el descrédito. Con ansias de luchar por lo que empezaba a llamarse por aquel entonces "el Arte. Así, con mayúsculas.
Esas ansias de liberación no llegaron a cumplirse por entero, ya que a pesar de buscar la naturaleza sin afeites, vagando en su busca por los espacios abiertos, aún seguían ligados al trabajo en estudio, donde limaban, conscientemente o no, los aspectos más incómodos y chocantes de su pintura. Tuvo que ser una generación posterior, la de Monet, la que diera el salto y desencadenase el impresionismo, aunque a ese movimiento se les unieran otros artistas, como Pissarro, por edad pertenecientes a la generación anterior, mientras que otros un poco más jóvenes, como Manet, nunca acabaron de sentirse a gusto en esa compañía. Echaban de menos, con cierto remordimiento, el prestigio y reconocimiento que les ofrecían las exposiciones oficiales.
Esas ansias de liberación no llegaron a cumplirse por entero, ya que a pesar de buscar la naturaleza sin afeites, vagando en su busca por los espacios abiertos, aún seguían ligados al trabajo en estudio, donde limaban, conscientemente o no, los aspectos más incómodos y chocantes de su pintura. Tuvo que ser una generación posterior, la de Monet, la que diera el salto y desencadenase el impresionismo, aunque a ese movimiento se les unieran otros artistas, como Pissarro, por edad pertenecientes a la generación anterior, mientras que otros un poco más jóvenes, como Manet, nunca acabaron de sentirse a gusto en esa compañía. Echaban de menos, con cierto remordimiento, el prestigio y reconocimiento que les ofrecían las exposiciones oficiales.
Dejamos ya a Fortuny y volvamos a la exposición de la Thyssen. La historia que cuenta es más que conocida. Todos los libros de arte narra como la influencia de un pintor consagrado, Boudin, pero al mismo tiempo marginal frente a la pintura aclamada y reconocida, germinó en un joven interesado por la pintura, como Monet, de un talento excepcional. Aunque ese relato se ilustra de manera clara y exhaustivo, no se pretende sorprender al visitante, realizar un descubrimiento nuevo o promover una nueva tesis. Aún así, dentro de su previsibilidad, si se iluminan algunas derivaciones inesperadas. En concreto la influencia tardía, a contracorriente y como un reflujo, del Monet pleno sobre un Boudin ya anciano, quien modificó su estilo previo hasta hacerlo irreconocible. En ocasiones, indistinguible del de su antiguo protegido.
Pero esto no bastaría para hacer de esta exposición una muestra notable, casi excepcional. Más de la crónica del despertar de la vocación pictorica en Monet, durante la década de 1860 o del renacimiento de la pintura de Boudin en los 1880 y 1890, lo que realmente importa es la comparación entre dos pintores que parecen separados por un abismo, a pesar de sus claras coincidencias temáticas.
Pero esto no bastaría para hacer de esta exposición una muestra notable, casi excepcional. Más de la crónica del despertar de la vocación pictorica en Monet, durante la década de 1860 o del renacimiento de la pintura de Boudin en los 1880 y 1890, lo que realmente importa es la comparación entre dos pintores que parecen separados por un abismo, a pesar de sus claras coincidencias temáticas.
Roca de Étretat, Claude Monet |
El caso, como les decía hablando de Fortuny es que Boudin nunca pudo despegarse de sus hábitos de pintor clásico. Si bien, al igual que Monet, es fácil imaginárselo recorriendo los campos y las costas de Francia en busca de un cielo o de un mar que nunca nadie hubiese visto, a la hora de plasmarlo no podía evitar caer en los automatismos en los que había enseñado. En todos sus paisajes, casi sin excepción es posible hallar un tema, sea la reunión en la playa, el trabajo de los mariscadores, las faenas del campo, el desembarco de unos viajeros. Casi ninguno de sus paisajes es puro, necesita una justificación externa, aunque esta sea tan simple que se reduzca a una figura humana que nos dé el sentido de la medida. Además, en demasiados de sus cuadros tenemos la impresión de contemplar una panorámica, mejor dicho, de ver un escenario desde la tranquilidad de nuestra casa. No estamos, ni podemos estarlo, dentro.
Es aquí donde radica el abismo que separa a alumno y discípulo. En Monet, la figura humana ha sido borrada, como mucho reducida a una pincelada más, otro toque de color que se funde de manera armoniosa con el resto y con el paisaje en el que se halla sumida. Su mirada, además, es por primera vez una mirada, no la observación de un escenario teatral. Consigue esa ilusión de un paisaje mirado por causalidad, que atrae nuestra atención y del que no podemos apartar la mirada. Por último, es casi también el primer pintor, con el permiso de Turner, que supo plasmar la luz del día. Su cuadros irradian una luminosidad que es propia de los exteriores, que nos hace sentir el momento exacto del día, la estación precisa, incluso el frío o el calor.
Y no es así, sin embargo. Porque al final de su vida, en esa catedral de Ruán, en esos almires, en esas vistas del Támesis, en esos nenúfares, empezó a ver y pintar una naturaleza inexistente, la suya propia, pero que al espectador le parece aún más real que la que pudiera ver con sus propios ojos, visitando, por ejemplo el Jardín de Giverny. Un mundo de color puro, cegador, subyugante, que nadie ha sido capaz de reproducir con esa misma intensidad, con esa misma sinceridad.
Represatado, en esta muestra, por cuadros únicos, de los mejores de este artista, como no se veían en este país desde la retrospectiva completa de los años 80.
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