sábado, 13 de noviembre de 2010

Modernity's Elegy/The Shock of The New (VI): The Threshold of Liberty

Giorgio de Chirico, Misterio y Melancolía de una Calle
La entrada de esta semana dedicada a The Shock of New, la mítica seríe sobre la historia del arte realizada por Robert Hughes en los primeros 80, se centra en exclusiva sobre el surrealismo, y la mejor razón para esa distinción es simplemente que el surrealismo es un movimiento artístico distinto a los demás.

¿Por qué digo esto, que puede parecer cuando menos una exageración? Por explicarlo de manera sencilla, el surrealismo, más que el cubismo o el expresionismo, aunque no tanto como el impresionismo, ha calado profundamente en la consciencia popular, de forma que pocos movimientos pueden presumir de tener un adjetivo que se use en el lenguaje corriente, como es el caso de surrealista. Incluso en el mundo del arte, y más de medio siglo de la disolución del movimiento, activo las décadas de los veinte y los 30, existen artistas que se siguen calificando así mismo en mayor o menor medida como surrealistas, mientras que es imposible encontrar un impresionista o un cubista, por no hablar de otros ismos menores.

Para Hughes, el motivo de esta permanencia en la alta y la baja cultura, se debe a qué el surrealismo encarnó una corriente subterránea y clandestina de la cultura europea, no sólo en lo estético, sino en lo político, aquella que persigue la libertad absoluta, condicionada únicamente por la voluntad de la persona,  opuesta a todo tipo de autoridad, sacerdote, jefe, militar, y que se coloca fuera de la estructura social, tornándose enemigo mortal de sus propios orígenes. Una postura que en política se aproxima al anarquismo y es que atacada tanto por derechas como izquierdas, ya que para los antiguos movimientos marxistas era errática, falta de objetivos y estructuras.

De la misma manera, esta postura fuerza a que en el mundo del arte arte el surrealismo se revele completamente distinto al resto de ismos  contemporáneos, ya que mientras estos buscan cristalizar en un estilo, con unos objetivos definidos y una gramática fijada, cuando el surrealismo huye de todo significado temático y de uniformidad estética (olvidemos por ahora las bulas, encíclicas y excomuniones  emitidas por el autoproclamado Papá del surrealismo, André Breton), provocando que la etiqueta de surrealismo acaba por reunir a una constelación de artistas de estilos tan dispares, que sólo el hecho de la existencia de esa etiqueta aplicada a ellos, nos haga pensar en que realmente tiene algo en común.

Es esta cualidad de penúltima aparición de un rasgo subterráneo de la cultura europea la que provoca la búsqueda de protosurrealistas por doquier que realizara los teóricos de este movimiento, y que Hughes dedique buena parte del capítulo a hablar de artistas y fenómenos que no pertenecen estrictamente a este movimiento, ya que es imposible entenderlo sin abrir el campo de visión al máximo. La conexión más chocante para muchos quizás sea la que se realiza con aquello que llamamos el 68, pero como muy bien señala el crítico austrialiano, el impulso que agitó social y políticamente la cultura occidental en esa fecha es el mismo que animaba a los surrealistas del periodo de entreguerras, el alcanzar la libertad absoluta, mostrar las corrientes ocultas de la naturaleza humana y demoler todas las ataduras que nosotros nos habíamos creado.

Le Palais du Facteur Cheval

Otras referencias son más claras, como es la conexión romanticismo/surrealismo. O como tras la racionalidad del siglo XIX, anidó una incómoda y malsana obsesión con la muerte y la obscuridad, con las fuerzas, tanto humanas como naturales, a las que el progreso y la ciencia eran incapaces de domesticar o doblegar. Una larga lista de influencias y protosurrealistas, que se extiende desde la literatura, encarnada en el divino Marques, y su idea de que sólo podremos conocernos a nosotros mismos si nos atrevemos a apurar todas las posibilidades, o las asociaciones inesperadas y prohibidas, del Marques de Lautremont y sus cantos de Maldororor, pasando por el delirio arquitectonico de un Gaudi, en el que la piedra, la forma y la estructura parecen licuarse y fundirse, o la tumba/panteón que construyo por sí solo el cartero Cheval, pastiche sublime de todas las arquitecturas; hasta llegar a los terrenos de la pintura, con los Naïf y los sueños exóticos e imposibles del Aduanero Rousseau, o los paisajes urbanos vacíos y amenazantes de Giorgo de Chirico.

¿Y propiamente surrealistas? Por supuesto, Max Ernst y sus collages, donde lo imposible se hacía posible, tan turbadores como el primer día, aunque como dice Hughes se haya perdido su cercanía, perdidas las referencias originales en el pasado. Miró y su progresiva metamorofosis de la realidad, rayana al final de la vida en la abstacción, pero siempre con el pulso de uno de los mejores coloristas del siglo. Dali y su circo, pictórico hasta 1940 y después, como Hughes admitiera más tarde, prefigurando el postmodernismo que habría de suceder a la modernidad en arte. Y por supuesto, Magritte, con su facilidad para crear paradojas, destruyendo con los métodos más sencillos y simples nuestras convicciones más acendradas sobre lo vemos y experimentamos.


René Magritte, La Llave de los Campos

¿Y qué queda del movimiento? Poco y ese poco ha sido desde hace mucho deglutido y asimilado por la publicidad, previa extirpación de su aguijón, de forma que se convierta en una herramienta más para vendernos aquello que no necesitamos, mientras que el adjetivo popular ha acabado por ser un sinónimo de extraño, chocante o sorprendente, sin ninguna relación con la experiencia personal liberadora que deberían provocar los objetos creados por este movimiento.

¿Derrota, entonces? Sí, pero como Hughes se ocupa de recordarnos, si ayer el poltergeist familiar se dedicó a montar ruido en la cocina, mañana quizás lo haga en el salón.

Quedan avisados.

1 comentario:

Webmaster dijo...
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