Lunes, día de Forjadores de Imperios. Hoy toca uno de mis favoritos en lo que podríamos llamar el ciclo alejandrino. También es uno de los más falsos y alejados de la historia, ya que el reíno grecobactrio sobrevivió hasta bien entrado el siglo II a.C y los reinos indogriegos duraron hasta el siglo I de nuestra era. No obstante, me fascinaba imaginar lo que debieron sentir aquellos macedonios que quedaron custodiando las avanzadillas del Imperio, justo allí donde se acababa el mundo.
Así que sin más dilación
Año 325 a.C. Alejandría del Iaxartes.
Arrojo la tea a la pira. Las llamas no tardan en prender y envolver el cuerpo de nuestro compañero. Mientras le consumen, contemplo al puñado de hombres que me acompaña. Mendigos envejecidos, sucios, desalentados. Cada vez somos menos. Las enfermedades y las escaramuzas nos han diezmado. Alejandro nos dejó aquí, al cuidado de esta ciudad, la más septentrional de todas las que ha fundado. Teníamos que ser un testimonio de su poder entre los bárbaros que habitan esta región y someter el valle que dicen se abre río arriba, más allá del desfiladero del Iaxartes. Un faro del helenismo en medio de estas soledades. Esa era nuestra misión.
El fuego se extingue. Recogemos apresuradamente las cenizas y volvemos a la seguridad de las murallas. Hubo un tiempo en que no teníamos miedo. Una época en que nuestras tropas, infantes y caballeros, recorrían incansables las montañas que nos circundan para exigir el pago del tributo a los jefes de estas gentes, recompensando a aquellos que colaboraban, castigando a aquellos que albergaban traición. Ahora ya no abandonamos la protección de estas murallas de adobe que las lluvias disuelven cada primavera, estas cabañas miserables que se han convertido en nuestro hogar. Somos demasiado pocos. Una confrontación sería nuestro fin.
Los bárbaros que nos rodean lo saben. De vez en cuando cruzan el valle ejércitos enteros en armas, cuyo origen y destino son desconocidos. En su desprecio, llegan incluso a acampar al pie de nuestras murallas y, de noche, les vemos danzar y cantar a la luz de sus hogueras. Tan cerca están que sus conversaciones llegan claras hasta nosotros, compuestas por palabras ininteligibles y extrañas, por voces en las que no sabemos descubrir alegría o dolor, amenaza o amistad.
Por la mañana, un grupo de jinetes cabalga alrededor de nuestras murallas. Les vemos conversar entre ellos, mientras examinan nuestras fortificaciones, señalando nuestros puntos débiles. Nos mostramos entonces sobre la muralla, armados completamente, esperando que nuestra visión les disuada de tentar un ataque, pero es sólo una falsa esperanza, un impulso inútil de hacer algo y no esperar sentados a la muerte. Sabemos, y ellos lo saben mejor que nosotros, que nuestro número es exiguo, que nuestras armas y corazas se han oxidado, que nuestras murallas son débiles. Temblando, aguardamos el ataque final, ése que nos barrerá de la faz de estas tierras, como si nunca hubiéramos existido. Apretamos los dientes y esperamos, pero el asalto no se produce. Ellos sonríen. Rompen en carcajadas. Tiran de las riendas de sus monturas y las hacen volver grupas. Recogen rápidamente su campamento y desaparecen en la lejanía. ¿Tan insignificantes somos?
La mayoría de los días, sin embargo, no ocurre nada. Estamos completamente solos. Nosotros, las montañas y el río. Recorro el adarve de la muralla, asciendo a una de las torres y escruto el horizonte, en dirección al camino por el cual llegamos aquí, el mismo camino que Alejandro tomó al marcharse. Nos juró que volvería. Nos prometió enviarnos refuerzos, pero de eso hace ya tanto tiempo que ninguno recuerda cuando sucedió, ni sí ocurrió en realidad. Desde entonces, ningún mensajero, ninguna noticia. Nada. Nadie. Únicamente vendavales de polvo en el camino. Sólo nosotros, las montañas y el río.
Yo también he perdido la esperanza. Desde hace tiempo ya no vigilo el camino. Me limito a observar el lento fluir de las negras aguas del río. De ellas, alzo la mirada a las montañas de las cuales procede. Siempre están cubiertas de nieve. Son tan parecidas a las de Macedonia en invierno. Pero, al contrario de aquéllas, éstas nos son indiferentes y extrañas, tan enemigas nuestras como las tierras que nos rodean y las gentes que las habitan.
Volver a casa. Hace mucho tiempo que abandoné también ese sueño. Nadie recuerda el camino de vuelta. Aunque lo conociéramos, es demasiado largo como para que alguno de nosotros pudiera recorrerlo en su totalidad. Del hogar nos separan ríos mucho más anchos y profundos que éste, desiertos interminables, montañas infranqueables y, cuando hubiéramos cruzado cada uno de ellos, de nuevo más ríos y más desiertos y más montañas y así hasta el infinito. ¿Qué sentido tendría emprender una marcha así? La muerte sería su destino. Más vale esperarla aquí, en este lugar olvidado por los dioses dónde nos encontramos. No tardará mucho en llegar.
Nota: La ciudad existe aún en la actualidad y se llama Jogkand (Tajikistan). Lo que se cuenta en el cuento no es real, pero podemos imaginar como debió ser la situación en otros puestos avanzados dejados por Alejandro en su camino.
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