Les confieso que he tenía cierta aprensión a ver la película Anomalisa, dirigida en 2015 por Charlie Kaufman y animada por Duke Johnson. Mis recelos se debían, en primer lugar, a una discordancia en su valoración, derivada en polémica, que no se derivaba de su calidad artística, sino a su interpretación política. Para la mayoría de los críticos, este film era una obra valerosa, incluso necesaria, al tratar, sin concesiones ni sentimentalismos, el problema de la salud mental de su protagonista. Ese personaje, en apariencia uno de esos triunfadores tan caros a la mentalidad norteamericana, se hallaba condenado a una soledad cada vez más asfixiante, al ser incapaz de distinguir los rostros y las voces de sus semejantes, por muy próximos o queridos que éstos fueran o hubiesen sido. Sin embargo, desde los ambientes feministas, se acusaba a esta película de restringirse de manera exclusiva a la visión del hombre que la protagonizaba, mientras que se acallaban las voces de las mujeres con las se cruzaba, de las que podría decirse que se aprovechaba. En realidad, tan indistinguibles e intercambiables como su enfermedad le hacía creer que eran.
De este conflicto se derivaba mi segundo temor. Mejor dicho, lo agravaba, porque mi miedo tenía otros orígenes más cercanos y profundos. Al vivir también en soledad, en casi completo aislamiento, tenía el resquemor que la película iba a hablar de mí, de mi imposibilidad por establecer relaciones profundas y fructíferas, de mi tendencia a pasar por el mundo como nada me importase, huyendo de cualquier lazo que pudiese turbar y limitar mi desapego, mi orgullosa independencia. Esperaba de ella, por tanto, comprensión y compasión, las mismas conclusiones que se traslucían en el primer grupo de críticos. Mirada complaciente, consoladora, autojustificativa, que quedaba hecha trizas por las opiniones del segundo grupo, quienes subrayaban el claro egoísmo subyacente en la actitud del protagonista. En la mía propia, demasiado absorbido, ensimismado, en mi propio sufrimiento, para ser consciente del de los demás.
Dejemos esto de lado, supongo que a nadie interesan mis interioridades. En realidad, es sólo una manera de mostrarles de cuantas maneras, no todas reconciliables, se puede ver un mismo material. Multiplicidad inagotable que, se podría decir, es el rasgo de la obra maestra, etiqueta aplicada a esta película. Sin embargo, hay algo que no me acaba de cuadrar, que me impide considerarla como tal. Es un algo indefinible, quizás que la película sea una suma no del todo coherente entre diferentes contradicciones, estética y narrativas. Entre sus virtudes, hay que agradecer que no se señale de manera explícita o desde el principio, cuál es la enfermedad del protagonista, ni siquiera que está enfermo, sino que sea el espectador quien lo va descubriendo, al oír siempre las mismas caras, ver las mismas caras. Asímismo, la opresión y la angustia que colma toda la cinta no se generan mediante golpes de efecto, sino mediante esa sensación de provisionalidad, de transitoriedad, de falta de puntos de amarre, que es consustancial a toda estancia en un hotel moderno. El protagonista, y los espectadores con él, se sienten a la deriva, aislados, incapaces de escapar a la soledad, salvo en momentos demasiado breves, demasiado frágiles.
No obstante, temo que esa lentitud y parsimonia acaban por lastrar la película. No en la introducción, no en su desarrollo, sino en los momentos de cierre y conclusión, cuando la inflexión emocional exigía un aceleramiento del ritmo, un subrayado, aunque fuera tenue. La quiebra y la derrotadel protagonista, suponemos que final e irreversible, quedan así desdibujadas. Sumidas en la misma indiferencia insensible que hasta entonces había regido su existencia y relaciones, lo que podría explicar la inquina del feminismo. Desgarro interno que se expresa mediante un dolor anestesiado, irreconocible ya como tal, fijado y reglamentado en repetición continua de una misma secuencia de acciones, incidentes y resultados, tal y como es norma en mi existencia. O quizás es en realidad un acierto, permientiendo la completa identificación de espectadores con el personaje, de manera perciban y compartan la inutilidad de lo acontecido, que ni siquiera merece que se dé una voz más alta que otra, mucho menos aspavientos, escenas dramáticas, estallidos sentimentales.
Por concluir, otro pero, esta vez relacionado con el formato elegido, la animación. Mientras veía la película me distraía descubrir que a los muñecos protagonistas se les veían las uniones de las diferentes partes de sus rostros. Es cierto que ese detalle iba a tener una importancia posterior en la trama, pero no acaba de cuadrar con el hiperrealismo de los muñecos, construidos con impresoras 3D, capaces de modificar sus facciones como si fueran actores de carne y hueso. Había una contradicción evidente entre un hiperrealismo, que buscaba asimilar el resultado a una película de acción real, y esas rebabas del proceso de fabricación, que no serían tan llamativas si los muñecos hubieran sido un poco menos realistas, menos personas reales. La película se había topado con esa paradoja de la animación consistente en que aumentar el realismo produce un efecto de rechazo y repulsión, mientras que la idealización consigue precisamente lo contrario, aumentar la verosimilitud.
Cabría aún otra pregunta. ¿Qué aporta la animación a esta historia? Como ya les comenté hace poco, lo que cuenta Wes Anderson en Isle of Dogs (2018) no podría haberse narrado en imagen real, simplemente porque ese director conoce las diferencias entre ambos medios y sabe qué debe subrayarse en cada uno, para aprovecharlos al máximo. Esto no ocurre aquí, en donde no hay ninguna escena en donde la animación sea insustituible o aporte una visión nueva, única, inexpresable por medios tradicionales. De hecho, según leo en wikipeda, Kaufman tuvo grandes dudas sobre la validez del formato animado a la hora de narrar esta historia, lo que podría explicar su timidez, su falta de arrojo, que acaba por frustar el resultado final.
O al menos no conseguir que sea del todo redondo.
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