jueves, 6 de diciembre de 2018

Las cuentas pendientes (y III)

Al margen de estas campañas puntuales, la acción armada de ETA se propone frenar toda veleidad de resistencia ciudadana o de « colaboración » con el enemigo, sembrando progresivamente el terror entre la población vasca. La organización elige como blanco a aquellos individuos a los que previamente ha estigmatizado como adversarios de la causa nacionalista, lo que deja la puerta abierta a la práctica de un terrorismo indiscriminado. Un análisis detallado de las víctimas civiles de ETA permite entrever a un tiempo las fórmulas con las que se califica a este enemigo y el lugar que ocupan los civiles que escapan a ese etiquetado simbólico. Dejando a un lado a los empresarios, que se convierten en blanco de la banda por motivos principalmente vinculados con la extorsión de fondos, y a los representantes de la administración, que sufren las acciones de ETA en el contexto de su enfrentamiento con el Estado, la quinta parte de los civiles asesinados por ETA serán atacados por su compromiso político, confirmado o supuesto. Al ser considerados como enemigos ideológicos decididos a oponerse frontalmente al proyecto que acaricia el movimiento de liberación nacional de los radicales vascos, esas personas pueden ser simpatizantes de la extrema derecha (antiguos miembros de la Guardia de Franco, carlistas tradicionalistas o presuntos integrantes de los grupos antiterroristas que causan estragos en el País Vasco), o militantes regionales de los partidos parlamentarios nacionales. La UCD, partido fundado por Adolfo Suárez e iniciador de la reforma democrática, se cuenta entre las formaciones más afectadas, ya que en el otoño de 1980 tres miembros del ejecutivo regional mueren asesinados, mientras otros sufren diversos ataques, como Gabriel Cisneros, un diputado de notable reputación, víctima de un intento de secuestro en julio de 1979 - del que logrará escapar, aunque gravemente herido -, o las víctimas de largos secuestros, como Javier Ruperez, de quien ya hemos tenido ocasión de hablar. También morirán asesinados dos militantes de Alianza Popular, el partido que dirige Manuel Fraga, exministro de Franco y duramente hostil a ETA desde sus inicios. En noviembre de 1979 se llega a asesinar incluso a un militante del PSOE, acusado de ser un « colaborador de las fuerzas represivas ».

Sophie Baby. El mito de la transición política.

 En la entrada anterior, les comentaba el estudio y conclusiones de Baby sobre la violencia de extrema derecha, en donde primaba la paradoja de su rápido eclipse en los primeros años de la transición. Sin embargo, se me olvidó señalar otra extrañeza no menos notable: su desaparición casi completa de la memoria colectiva. Aunque casi tan mortífera como el terrorismo de izquierdas, al menos en sus años de mayor pujanza, la mayoría de la población guarda la idea equivocada de que el terrorismo fue en su mayoría de un solo bando. De la derecha, como mucho, se recordará la matanza de abogados laboralistas en la calle Atocha, en enero de 1977, pero poco más.

Este olvido tiene un origen claro. Como señalaba en esa misma entrada, los  mismos sectores radicales de la derecha, al darse cuenta de que no podían volver a traer el franquismo con sus solas fuerzas, hallaron refugio en la Alianza Popular de Fraga, esperando conquistar el poder con los votos; o, cuándo esto se mostró también un callejón sin salida, depositando sus esperanzas en un golpe militar.  El fracaso del golpe, a su vez, asestó un golpe mortal a la extrema derecha, que durante un par de décadas no se atrevió a manifestarse públicamente con orgullo. Por el contrario, el terrorismo de izquierda continúo mucho más allá del periodo estricto de la transición, en forma de las acciones del GRAPO y sobre todo ETA, condicionando el desarrollo y la política de la joven democracia. Hasta un punto que incluso hoy, cuarenta años tras la aprobación de la constitución, usar el nombre de ETA y de etarra constituye un arma política de especial contundencia.


Sin embargo, en esa versión simplista se olvidan tres factores. El primero, que la violencia izquierdista en España no puede disociarse de la radicalización marxista en la Europa de los años 70. El segundo, que la extrema izquierda sufrió también, al igual que la extrema derecha, un acelerado paso a la irrelevancia, que destruyó incluso a un puntal de la resistencia contra el Franquismo y el proceso de transición democrática, como fue el PCE. Por último, que a medida que se completaba la transición, el terrorismo de extrema izquierda se metamorfoseó en lucha por la independencia nacional. En los años ochenta. sólo quedaba ya ETA como fuerza terrorista con capacidad militar, pero con el objetivo exclusivo de obtener la independencia del Pais Vasco, lucha en la que gozaba de la transigencia y simpatía de las fuerzas de la derecha nacionalista de esa región, como el PNV.

Examinemos cada uno de esos puntos. El fracaso de la revolución del 68, que sólo sirvió para fortalecer a la derecha europea, unido al descrédito del sistema soviético tras la Primavera de Praga, indujo a muchos jóvenes izquierdistas a abrazar el maoísmo y tomar las armas para acelerar la revolución. Sin entrar en la discusión de lo justificados o no que pudieran estar, es estrategia estaba fundamentada no en su capacidad real para derribar un gobierno autoritario, como el español, o volcado hacia la derecha, como imaginaban que ocurría en las democracias europeas, sino en provocar una acción represiva indiscriminada, que a su vez resultase en una reacción de las masas.  El terrorismo debía servir así de acicate y vanguardia de un levantamiento popular masivo.

Sin embargo, la fórmula que había surtido cierto efecto en Viet-Nam o en Argelia, con todas las reservas que se le quieran poner,  fue un fracaso completo en Europa. La Baader-Mainhof alemana fue desarticulada en un periquete, mientras que el último estertor represivo del Franquismo se bastó para aplastar los FRAP. Como movimientos terroristas de izquierda pura, poderosos y temible, sólo sobrevivieron a la década de los setenta el GRAPO español y las Brigadas Rojas Italianas. Éstas, condenadas a una existencia cada vez más fantasmal y nebulosa, que ha llevado a hacer dudar de quien pudiera estar detrás de ellos; aquél, restringido a un pequeño grupo de irreductibles, diezmados por las redadas de la policía, de acciones cada vez más espaciadas y de menor impacto.

Más importante que la impotencia de la violencia para obrar un cambio fueron, en el caso de España, dos realidades incontestables. Primero, Los esfuerzos de la izquierda antifranquista por forzar una ruptura democrática con el apoyo de las masas habían fracasado por completo en la primera mitad de 1976.  Enfrentados a la indiferencia de los sectores de derecha moderada y la fuerza de un gobierno, el de Arias Navarro y Fraga, que no titubeaba en utilizar con contundencia letal el aparato represivo franquista, la marea de manifestaciones y huelgas de comienzos de ese año, que debía tumbar al régimen, no llegó a mantenerse y triunfar. Fue víctima del cansancio y la indefensión de la población, sin que ya pudiese volver a repetirse posteriormente, debido al desengaño y la debilidad de sus antiguos participantes.

Por otra parte, el giro de Suárez hacia una democracia parlamentaria, se tradujo en una clara lección a todas la fuerzas políticas: sólo tendrían un futuro aquéllas que participaran en las elecciones y tuvieran representación en el congreso. El PSOE, que ya formaba parte del plan canovista de Fraga, se desmarcó enseguida de una posible ruptura, mientras que el PCE movió cielo y tierra para figurar, como así ocurrió, en las elecciones constituyentes del 77. Como resultado, cualquier apoyó hacía una insurgencia, incluso una oposición activa y contestataria, que pudiese dar al traste con el giro democrático y pusiese en peligro llegar al parlamento, quedó descartada, eliminando apoyos y simpatías hacía los grupúsculos terroristas en activo. Tal fue este giro hacia el juego de partidos, similar al de la extrema derecha, que incluso partidos de izquierda radical que fueron vetados en las primeras elecciones, como la LCR o los muchos comunismos con apellido, se conformaron con esperar a las siguientes del 79. Momento en el que la sociedad se había moderado ya tanto, que ninguno consiguió entrar en el parlamento.

Quedó el GRAPO, cierto, en perpetua persecución, pero siempre con capacidad para realizar un último atentado, hasta desvanecerse por completo en los ochenta. Sin embargo, lo que se empezó a ver en los setenta es un giro de la extrema izquierda hacía posiciones nacionalistas, al igual que ya había ocurrido con el IRA noriralandés. En ese contexto, el combate por transformar la sociedad, implantando el socialismo por medios violentos, cedió ante la reivindicación independentista, lo que, en el caso de ETA y el IRA, les insufló nueva vida y les permitió pervivir más allá de 1980, cuando desapareció el terrorismo de izquierdas como opción política en Europa. Esta continuidad se debió tambiñén a que con ese cambio de prioridades se granjearon las simpatías, o al menos la neutralidad, de importantes fuerzas de derecha, como el PNV en el Páis Vasco, mientras que la reducción de su ámbito geográfico les llevó a triunfar en lo que otros terrorismos de los 70 habían fracasado: la conversión de sus acciones aisladas en una auténtica guerra civil larvada, en la que medio país combatía al el otro medio, utilizando el terrorismo en vez de un ejército para controlar el frente urbano y derrotar a las fuezas opresoras.

En ese contexto, no hay que olvidar que la ETA no fue el único movimiento independentista violento que cobró fuerza en la España de esos años. Aunque ya están muy olvidados, por un breve tiempo tanto el MPAIAC, que se proponía la independencia de las Canarias, o Terra Lliure, que pretendía lo mismo con Cataluña, parecían tan peligrosos como ETA. Sin embargo, el MPAIAC era creación de una sola persona, Cubiño, y bastó una operación de los servicios secretos españoles para descabezarlo. Por su parte, Terra Lliure nunca llegó a contar con una indulgencia similar a la que ETA gozaba con el PNV. La CiU de los 70 y 89 prefirió seguir la vía autonómica para consolidar su poder en esa región, ostentado durante casi tres décadas, objetivo en la que un terrorismo local le molestaba.

Quedó, por tanto, ETA como fuerza terrorista casi en exclusiva, si descontamos las resurrecciones cada vez más espacias del GRAPO. Una presencia que, como veremos en la próxima entrada, marcó a nuestra joven democracia para mal, lastrándola con resabios autoritarios de los que no hemos sabido aún deshacernos.

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