viernes, 30 de noviembre de 2018

Las cuentas pendientes (y II)

No obstante, el análisis ha mostrado que el objetivo último no consistía en proteger un ámbito ideológico amenazado, sino en reconquistar asímismo un espacio público ocupado por grupos enemigos - procediendo para ello a reafirmar una identidad vacilante -. Enfrentada a una evolución histórica que parece cada vez más inexorable, lo que intenta la extrema derecha con sus iniciativas de carácter proactivo es construirse un espacio identitario propio y conquistar una esfera de influencia en el marco político que se está organizando. De hecho, da la impresión de que, tras la aprobación de la Ley para la Reforma Política y desde los mismos inicios de 1977, los grupos de extrema derecha renuncian a poner en práctica una estrategia global de terror. A partir de ese momento de contentan con instrumentalizar las acciones terroristas de sus oponentes, con intimidar a la oposición durante los periodos electorales, y con reafirmar su presencia en el espacio público mediante periódicas demostraciones de fuerza. El sector social más nostálgico del franquismo se integra en el proceso de reforma: los líderes del búnker, cono Girón de Velasco, que se halla al frente de la Confederación de Excombatientes, se suman al juego parlamentario pasando a engrosar las filas de Alianza Popular, y el propio Blas Piñar, dirigente de Fuerza Nueva, termina por mostrarse más proclive a la estrategia electoral que a la acción directa. De ese modo, los militantes más radicales quedan desprovistos de todo apoyo organizativo. Los únicos que seguirán disfrutando de un respaldo activo - al menos de forma oficiosa, serán los grupos que se lancen a la lucha contra el terrorismo vasco - lo que explica el impacto de sus crímenes. Por lo demás, después de 1979, la extrema derecha acabará poniendo todas sus esperanzas en una reacción del ejército. Deja por tanto el destino de la patria en manos de los militares, renunciando con ello a convertirse en protagonista autónoma de la historia: demuestra así inscribirse en la tradición de la extrema derecha española, además de confesarse incapaz de toda renovación, ya sea en el plano ideológico o en el estratégico, lo cual la abocará a la desaparición política.

Sophie Baby, El mito de la transición pacífica

En una entrada anterior, ya les había esbozado las líneas generales del interesantísimo ensayo sobre la Transición Española, escrito por la historiadora francesa Sophie Baby. Frente a una versión oficial en el que ese cambio histórico se  presenta como sosegado y meditado, caracterizado por la responsabilidad y el consenso entre una derecha que buscaba con sinceridad la democratización del país y una izquierda que había renunciado a sus veleidades revolucionarias, el análisis de Baby deja bien a las claras como la Transición fue acompañada de una violencia política casi sin igual en los turbulentos años setenta, marcados por el último brote del terrorismo marxista y fascista. De hecho, sólo un país supera, y no por mucho, el número de víctimas de la transición española: la Italia de los años de plomo, asediada por la violencia de las Brigadas Rojas y los grupos de extrema derecha. Frente a lo ocurrido en estos dos países, las actuaciones de la Baader-Meinhoff en Alemania apenas merecerían reseñarse, si no hubieran ocurrido en el clima político posterior a 1968, donde el sistema occidental se imaginaba a sí mismo amenazado y en quiebra. A punto de derrrumbarse ante el menor empujón.

La transición fue así, según ha comenzado a señalarse, no un plan maestro diseñado por las élites de uno y otro bando, a cuyo desarrollo la población asistió pasiva y se limitó a dar su aprobación cuando se le pidió. Por el contrario, y como es habitual en los sucesos humanos, fue un proceso con mucho de improvisación, mucho de chapuza, y sobre todo, mucho miedo. Miedo de las élites franquistas más jóvenes y menos radicales a perder el poder político y económico, lo que les llevó a desmontar de manera controlada el sistema,  proponiendo leyes y reformas que hubieran sido impensables años antes, por su corte democrático y avanzado. Miedo de las izquierdas a quedar neutralizadas y silenciadas en una España cuyo nuevo sistema, aunque imperfecto y limitado, hubiera sido aprobado por la comunidad internacional, exlusión de la que se libró el PCE justo antes de las primeras elecciones del 77, pero que sí afectó a otros partidos más extremistas que permanecieron prohibidos. Miedo, sobre todo, de la población a que se repitiera otra guerra civil, con su cortejo de ejecutados, represaliados y exiliados, catástrofe de la que las muchas violencias de la transición parecían ser el anuncio.


Sobre estas bases, Baby comienza el análisis de esas violencias. Terrorismos que, contra lo que pueda suponerse, no se limitan a la izquierda y a la derecha, sino que se extienden a la acción represora del estado; primero como protector del franquismo aún agonizante, luego como defensor de la democracia apenas nacida. En lo que respecta a la violencia de extrema derecha, Baby señala un punto que puede parecer sorprendente, incluso ilógico: el de su corta duración, apenas abarcando a los años 76 y 77, a cuyo inició se produjo su mayor golpe, el asesinato de los abogados laboralistas de Atocha. Es un desarrollo inesperado, cuando se considerá que el Franquismo había terminado aplicando su puño de hierro sin piedad, en los fusilamientos de septiembre del 75, mientras que su propia retórica política se basaba en la acción directa, fuera en forma de ataques contra los disidentes, los rojos, o en forma de repetición del levantamiento del cual había surgido.

Lo que ocurrió, aunque Baby no lo aborda directamente, es que en los últimos años del Franquismo, tras la muerte de Carrero Blanco, se había producido una escisión dentro del Movimiento Nacional: entre los pocos dispuestos a provocar, si llegaba el caso, una nueva guerra civil, y los muchos que querían salvar su posición y prebendas. Cisma al que seguiría otro nuevo, ya muerto el propio caudillo, cuando la solución de democracia restringida querida por Fraga y Arias Navarro, fue abandonada por el camino más progresista de Suárez. Cambio que no es baladí, puesto que si los dos primeros se hubieran mantenido en el poder, podía haberse instaurado un turnismo al modo de Canovas, con elecciones más o menos amañadas, y el PSOE como segundo partido del turno, pero obligado a esperar al menos un lustro antes de ejercerlo, tiempo requerido para demostrar que no era una amenaza para el sistema. Predicciones y requisitos que, por otra parte, acabaron por cumplirse, aunque fuera por otros medios y de otra manera.

De esas dos rupturas internas del Franquismo, se derivó una soledad creciente de la extrema derecha radical. Dejaron de ser un arma más, dirigida contra revoltosos y disidentes, con la que la dictadura buscaba perpetuarse tras la muerte de Franco, para convertirse en un conjunto inconexo de grupúsculos radicales y lobos solitarios, sin unidad de acción y sin estrategia común. Seguros de la indulgencia de la policía y los jueces, cierto, pero cada vez con menor apoyo y protección por parte de las autoridades, incluso con el riesgo de ser objeto de represión, la misma que se aplicaba a los rojos, si se pasaban de la raya. Claro signo de que las élites menos radicales del Franquismo habían decidido apostar su pervivencia a la consolidación de la democracia, aunque ésta no fuera enteramente de su gusto y les obligase a ciertos sacrificios

Otro signo de este decadencia de la derecha de algaradas y palizas es la extraña evolución de Alianza Popular. Creada en principio por Fraga como muestra de su despecho ante el abandono de la vía Canovista, terminó siendo el refugio de los defensores a ultranza de las esencias franquistas, que lo veían como el único camino para seguir estando presentes e influir en la futura democracia. En detrimento, curiosamente, de partidos como Fuerza Nueva, que proclamaban luchar por un Franquismo renovado y revivido, sin concesiones ni componendas. AP, luego el PP, sirvió así para integrar a gran parte de ese franquismo irredento, evitando su evolución hacia una insurgencia de derechas, pero no pudo, ni quiso, evitar que esas herencias y fusiones acabasen siendo su pecado original. El de un partido que aún se niega a condenar la dictadura, proclama la necesidad del Alzamiento y la Guerra Civil y hace de menos a las víctimas del Franquismo, mientras alaba la placidez y estabilidad de ese régimen. Los famosos cuarenta años de paz, aunque ésta fuese la de los cementerios.

Lo que no quiere decir que el terrorismo de derechas se desvaneciese por entero. Estos grupos cada vez más debilitados volvían a aparecer una y otra vez, con atentados y acciones violentas, siempre que se producía un giro fundamental en la situación política, simbolizada en especial en elecciones y referendos. Asímismo experimentaron un giro en su presencia. Por una parte, encontrando nueva vida en una espiral de realimentación con el terrorismo etarra, que les servía para justificarse como defensores de la patria contra los separatistas que pretendían romperla. El ejemplo más claro de esta tendencia fue el Batallón Vasco Español, confusa formación con conexiones en ambientes policiales, que se involucró en la guerra civil larvada del país vasco a finales de los años sesenta, asesinando a líderes de ETA y también a varios civiles inocentes. En extraña anticipación, por cierto, de lo que luego serían los GAL.

No obstante, la principal metamorfosis de la extrema derecha tuvo lugar en otra dirección. Incapaces de obrar su contrarrevolución mediante las armas, pusieron sus esperanzas en la intervención del ejército, única fuerza capaz de parar, hacer retroceder y anular el avance de la democracia. El fracaso de la intentona de febrero del 81, y el descrédito subsiguiente de toda intentona golpista, acarreó asímismo la desaparición de esa extrema derecha armada y combativa, que ya no volvería a jugar papel alguno en la democracia española.

Hasta hace apenas unos años que vuelve a levantar la cabeza. Esta vez, sin necesidad de confiar en los armas, porque cree poder triunfar con los votos.

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