martes, 27 de noviembre de 2018

La intensidad de la mirada




















La semana pasada, les había hablado de la arriesgada jugada que supuso One Way Boogie Woogie/27 year later (1978-2005) para James Benning, incluso dentro de una obra como la suya, tan  empeñada en forzar un poco más nuestra atención, para obligarnos a ver aquello en lo que no reparamos de ordinario. El reto no estaba en volver a visitar los escenarios de la película original, el One Way de 1978, para descubrir hasta que punto habían cambiado con el tiempo o, simplemente, habían sido barridos por él, aunque esto fuera lo más visible,. El auténtico desafío se hallaba en replicar el estilo y el modo en que Benning rodada en los 70, tan distinto al que utiliza desde la última década del siglo XX y que todo cinéfilo identifica al instante como suyo propio.

Entre ambos estilos, separados por los 30 años del título, media un abismo. En los años setenta, y parte de los ochenta, Benning conservaba retazos de narratividad. Utilizando a sus amigos y conocidos como actores, introducía en sus escenas contemplativas fragmentos de historias, de las cuales desconocíamos el inicio y el final, pero que daban pie al espectador para crear su propia narración, abierta y sin trabas, basándose enlo poco que se le mostraba. Esas inclusiones narrativas desaparecieron por completo de su estilo tardío, centrado en el mero ejercicio de contemplación estático de una esquina, una calle, una carretera, un cruce, una casa, una valla o un campo de labor. Incluso eliminando las pistas que permitieran reconstruir el significado y sentido de eso que se veía, para esí reducir al espectador al papel de mero visitante pasajero, que nunca llegaría a habitar en ese entorno el tiempo suficiente para conocerlo por entero, mucho menos hacerlo suyo, parte de sus vivencias y su biografía.

El interes de One Way Boogie Woogie 2012 está en que la vuelta de Benning a los paisajes urbanos de Milwaukee se produce está vez con su estilo maduro, el contemplativo y sin concesiones narrativas, al que se le une un elemento más, presente sólo en las obras de esta década: la fotografía digital. La mirada del director adquiere así una doble agudeza, una doble frialdad: la de quien mira sin permitirse parpadear y que además es capaz de ver mejor que con sus propios ojos, con esa nitidez despiadada y estática del digital, tan distinta del hervor y temblor que el grano de los celuloides introducía en los formatos analógicos.

El Boogie Woogie 2012, debido a estos factores, da la impresión de hallarse separado por un abismo de la doble película anterior. Por un lado, los planos son ahora de cinco minutos de duración, de manera que sólo observamos 18 lugares distintos, en vez de los 2*57 de la obra original. En segundo lugar, como en otras obras de Benning en esta década, la contemplación ha alcanzado una abrumadora radicalidad. En la mayoría de los planos no ocurre nada en absoluto, se puede llegar a pasar esos cinco minutos observando una fachada anodina, sin otra interrupción que el cruzar de algún coche. Ese rigor provoca que, en ocasiones, se pueda llegar a pensar que el tiempo se ha detenido, mientras que cualquier pequeña modificación, ya sea el cruce de un pájaro, el comenzar a humear de una chimenea, sutiles variaciones de luz, parezcan de una emoción trepidante. Sin que ese alivio se limite a esos estímulos visuales, sino que se extiende a los sonidos grabados en directo, en los que se busca una explicación, cualquier explicación a los que estamos viendo.

Experiencia desasosegante y desconcertante, tanto más porque se ve subrayada por la perfección sobrenatural del digital. Como les indicaba, es característico de ese formato hacernos creer que estamos viendo mejor que con nuestros propios ojos, lo que en este caso, en que estamos obligados a mirar espacios vacíos, vulgares y anodinos, torna su visión en aún más dolorosa e insoportable. La soledad, la decadencia, la ruina, la inutilidad, el destartalamiento de estos callejones sin salida urbanos se torna más patente, casi, que si caminásemos por ellos, ausentes y distraídos de su presencia y materialidad, por nuestros pensamientos y preocupaciones

Lo que nos lleva al sentido último de esta cinta. De nuevo tenemos al Benning cronista de su país y de su tiempo. De nuevo, tenemos sus obsesiones habituales, los trenes sin principio ni fin, las chimeneas y las industrias invadiendo y conformando el espacio urbano, la calle como espacio inhospito, destinado no a la vida humana, sino a la plasmación del comercio. Lugares donde el ser humano no tiene cabida y donde lo que vemos, por su estado de dejadez y casi abandono, tiene un claro aire de provisionalidad e impermanencia. Enseguida consignado a la destrucción y la desaparición, por muy nuevo que sea; sin ningún respeto reverente, por muy viejo que sea.

Pero me falta algo. Algo que sí estaba presente en otras obras suyas, tan radicales o más que ésta. Un vínculo que ligue todos estos espacios entre sí. O un plano mágico, inolvidable, como el de la chimenea humeante de Ruhr (2009). O quizás es que esta película no tiene sentido en sí, sino como coda y contrapeso de sus hermanas mayores


No hay comentarios: