jueves, 15 de noviembre de 2018

Las desgracias de los inmortales



























La película de anime Maquia, o más concretamente, Sayonara no Asa ni Yakusoku no Hana o Kazarō (En la mañana de la despedida, colguemos las flores de nuestra promesa, podría ser una traducción) viene precedida de una enorme expectación. Tengo que confesarles que por mi parte la esperaba con cierta aprensión y muchos recelos. No sólo por mi desapego creciente frente al anime o al hecho de que la mayoría de las obras recientes de grandes nombres, como Hosoda, Yuasa o Shinkai, no han estado a la altura de sus trayectorias anteriores, aunque esto también influía.

Mis temores venían más bien por la figura de su directora, Mari Okada, guionista de renombre recientemente pasada a la dirección, de la que temía lo peor. Sus guiones para series de anime, al menos los que había visto, estaban trufados de un conservadurismo que me resultaba intragable, al mismo tiempo que se dejaba arrastrar por los vicios del complejo Moe/Kawai y caía en soluciones argumentales que no dejaban de ser estereotipos manidos. Por ejemplo, personajes de un sólo trazo a los que se quería dotar de profundidad con un pasado tormentoso, en vez de enseñarnos su evolución hacia el futuro, sus lastres pasados y los modos en que éstos eran vencidos o les vencían.

Sin embargo, les confieso que me he llevado una agradabilísima sorpresa. Junto con Yoru wa Mijikashi, Aruke yo Otome (2017) de Masaaki Yuasa, de la que ya les he hablado con anterioridad, Maquia se encuentra entre lo mejor del anime reciente. Tiene defectos, torpezas e imprecisiones, como era de esperar en una obra primeriza, pero esos lunares no la afean. Es notorio que se trata de una obra mayor, la de un guionista avezado que hasta ahora no había tenido oportunidad de plasmar sus ideas con las imágenes que realmente deseaba. Peor aún, que hasta ahora ni siquiera había podido realmente contar lo que en realidad quería, teniéndose que limitar a esos estereotipos antes citados, los únicos que le podían granjear el éxito y la permanencia frente a un público reducido al angosto mundillo de los otakus.

Desde el punto de vista narrativo, Maquia abunda en aciertos. Por ejemplo, hacía ya mucho tiempo que no veía un anime que utilizase la música incidental al modo antiguo, el que me enamorara en mis inicios de espectador de esta escuela. Es decir, callándose. Dejando respirar, expresarse, a los personajes en momentos de especial intensidad emocional, sin dictar, a ellos y a nosotros, como debemos sentirnos.  Nos permite así compartir de manera cercana, íntima, esos mismos conflictos y tormentas espirituales. De hecho, se utiliza con tanta sabiduría, que mientras tomaba las capturas me dí cuenta que algunos instantes forma parte de ese silencio necesario, apenas perceptible, insinuándose, pero sin entrometerse.

Otro logro de Okada, en el que se muestra su talento como guionista, es el uso de las elipsis. Vivimos, quizás como mal resultado del espacio narrativo ilimitado con el que suelen contar la series, en un tiempo en el que hay que contar todo, venga o no venga a cuento, o mucho peor, sin contar con otro efecto dramático que el de la mera sorpresa o el susto. En Maquia, por el contrario, esas elipsis, algunas incluso brutales, sirven para amplificar el impacto emocional sobre el espectador, substrayéndonos información para que lo invisible, pero intuido, resuene con mayor fuerza. Como en la secuencia que abre esta entrada en la que una despedida se narra sin mostrarla, borrando incluso a quien se va, para que quede más patente la soledad que envuelve a quienes se quedan. La amargura por lo que no se consiguió, el remordimiento por lo que no se intentó.

Por otra parte, es una película con una claro punto de vista femenino. No porque la presentación de la historia sea más delicada, sentimental, decorativista o cualquiera de esos rasgos estéticos que aún asociamos con los generos. Si algo caracteriza a todo el cine japonés, no solo al anime, es que esas fronteras siempre han sido porosas, de forma que directores de sensibilidad extrema y enfermiza, podríamos llamar femenina, eran ardientes heterosexuales, casi depredadores, como ocurría con Kenji Mizoguchi. Lo que sucede aquí, en Maquia, es que toda la narración, sin apenas excepciones está contemplada desde el punto de vista de los personajes femeninos.

Punto de vista que constituye una confesión política, feminista, en inesperada contradicción con ese conservadurismo que atribuía yo, equivocadamente, a Mari Okada. El mundo de fantasía en el que habitan sus personajes es un universo en el que hay unas claras relaciones de dominio, de los poderosos sobre los débiles, de los hombres sobre las mujeres, en cuyo establecimiento y conservación juega un papel determinante la violencia, incluso el exterminio. Las mujeres devienen así objetos, a las que se puede raptar, forzar y cautivar, aprisionar y esclavizar, en aras de intereses superiores. Violencia, opresión a las que ellas responden, en especial las dos protagonistas, con las estrategias de resistencia de los débiles. La huida, el disimulo, la ocultación, incluso la creación de frágiles y exiguos paraísos en medio del sufrimiento.

Okada subraya esta sumisión forzada mostrando a sus protagonistas como meras herramientas en luchas de poder, cuyo significado final, su múltiples vericuetos y recovecos, se les escapan, tanto a ellas como a nosotros. Las intrigas, las motivaciones, los diferentes partidos y sus intereses, son apenas esbozados, si es que se llega a nombrarlos, mientras lo que se trae a la luz es el sufrimiento creciente e inconmensurable que provocan en su víctimas, los débiles y sometidos. Tanto por quienes buscan someterlas, tornarlos en su propiedad a su entera disposicón, como en quienes pretendían salvarlas de sus esclavitud y su cautivorio . Héroes que, debido a la longitud inacabable de su combate, a los múltiples fracasos y reveses, acaban por perder la visión de sus auténticos objetivos. Terminan por ser poseídos por ese mismo poder asesino e implacable al que aborrrecían. 

 Destinos ineluctables. El de la fugitiva siempre en movimiento, el de la prisionera ya sin esperanza alguna, que aplastan a ambas protagonistas. Sin posibilidad de liberación en un mundo como en el que viven, dominado por la ambición, la sed de poder, la embriaguez de la guerra. En donde la felicidad sólo se alcanza situándose fuera de él, como ellas antes vivían, como, intuimos, viven tras el fin de la película.


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