sábado, 24 de noviembre de 2018

Escapando de uno mismo

Roy Lichtenstein, Poster contra el apartheid
Hay ocasiones en que conseguir ese éxito que acarrea la fama definitiva puede suponer casi una maldición. Esa forma final, que por su propio acierto se ve repetida por doquier, conocida e identificada por todos, puede llegar a ocultar, a borrar, la obra posterior de ese artista. El creador se ve aprisionado así por un dilema ineluctable. Si continúa en ese modo que le dio la fama, se le acusará, casi de inmediato, de repetirse, de haber perdido su inspiración, para pasar a ser considerado ser flor de un día, meteoro destinado al olvido. Si intenta salir de ese callejón sin salida, marchar a la aventura en busca de una nueva voz, se juzgarán sus nuevos intentos como fallidos, por debajo de su época de gloria, signo de una decadencia que se sentenciará irreversible.

Algo así sucede con Lichtenstein, artista del movimiento Pop famoso entre los famosos. A principios de los sesenta encontró un estilo propio que pronto devino icónico, símbolo característico de la época de trangresión y rebeldía que solemos llamar los años 60. Su manera era muy sencilla: tomar una viñeta de un cómic barato, cuanto más banal y anodina mejor, y ampliarla a las dimensiones de un lienzo de importancia. En ese proceso, los puntos de color puro del procesos tricromático se hacían visibles, mientras que el trazo negro de los contornos tomaba una intensidad inuisitada, añadiendo aún extrañeza a esas imágenes sacadas de contexto, ante las que el espectador desconocía como juzgarlas. No eran bellas en sí, no se proponían transmitir un mensaje político, sólo parecían formar parte de una broma privada, sin gracia fuera de los círculos en que se contaba, de un juego cuyas reglas no se revelaban a los extraños.

Sin embargo, a pesar de lo reconocible que es esa técnica y de su carácter de icono, apenas ocupa unos pocos años de la carrera de Lichtenstein. Casi enseguida, este artista abandonó su método de utilizar el cómic como tema y material de sus creaciones, para adentrarse por otros derroteros. Sí que conservó siempre ese carácter tipográfico de sus obras más famosas: punteado tricromático, trazo grueso para siluetear, uso de colores puros, pero lo aplicó a temas muy distintos, que abarcaban desde versiones de la pintura clásica china a la abstracción y al surrealismo.

Sin olvidar la producción de anuncios para exposiciones, conciertos, festivales y campañas de todo tipo. Formato y finalidad para el que su estilo se adaptaba como anillo al dedo, dado que, en el fondo, no era sino una evolución de los métodos de la publicidad y la propaganda.

Poster para celabrar la llegada de Clinton a la presidencia

Esto es lo que nos viene a recordar la muestra Roy Lichtenstein: Posters, abierta en la Fundación Canal madrileña. Como la obra de Lichtenstein no se reduce a sus imágenes más conocidas, sino que se extiende por otras formas y formatos. El poster, evidentemente, y la reelaboración, en acabado propio y distinto, de otros estilos fuera del Pop art y su fijación por la cultura anónima, industrial, ubícua y, en muchos caso banal.

Anuncios y reclamos que, en gran parte, se reducen a un ejercicio referencial, puesto que en muchas ocasiones era el propio Lichtenstein quien se encargaba de diseñar los posters de sus retrospectivas o decidía que imagen, de entre su obra, era la que debía identificar esa muestra recopilatoria de su obra. Sin embargo, la selección realizada en esta exposición no se limita a revisar la pintura de Lichtenstein desde otro punto de vista, como así lo haría pensar la vista de sus obras más conocidas en otro formato y aplicados a funciones distintas.

Lo importante, y que la distingue de otras retrospectivas de Lichtenstein, es como ilumina aspectos que no pensaríamos asociados a este artista, como sería su intervención decidida en la política de su país. A primera vista, la manera más famosa de este artista nos llevaría a tildarlo de conformista político, puesto que subraya y destaca productos cuyo significado y trascendencia se limitabab al mero entretenimiento, sin proponer dilemas morales, problemas políticos, mucho menos crítica social, a sus lectores. Sin embargo, toda una sala en la muestra está dedicada, precisamente, a sus carteles políticos, en los que se muestra partidario del partido demócrata y de las ideas de igualdad racial  y solidaridad social con el que este partido suele asociarse.

Algo sorprendente dentro de un movimiento, el Pop Art que, en su vertiente norteamericana poco tuvo de transgresor y contestatario en los aspectos políticos, y que, frente a la efervescencia revolucionaria de la década de revueltas en que cristalizó, ha terminado por representar la imagen de una América ideal, añorada, perfecta y deseable, como ocurre con los retratos de celebridades de Warhol. Inmovilismo y conformismo, casi conservadurismo, que es sólo aparente, al menos en el caso de Lichtenstein, en quien sí vemos una clara toma de partido por el progresismo, que no queda limitado a los aspectos políticos, sino que se extiende a la promoción y el mantenimiento de una vida cultural. 

La que no quede restringida al último éxito, lo que esté en boga o lo que produzca ingresos.






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