Si siguen estas mis notas en este blog, sabrán de mi profunda admiración por la obra de Godfrey Reggio. Se despertó con mi encuentro, hace ya más de una década, con Koyaanisqatsi (1982), hito absoluto en la historia del cine, si sólo por lo mucho que se la ha copiado e imitado. Hasta tal punto, que el lenguaje de esa película, sin parangón alguno cuando se estrenó hace casi cuarenta años, ha devenido habitual, otra herramienta más en la panoplia de los artistas visuales, categoría amplia y laxa que abarca del largometraje al video musical, de la publicidad al videoarte.
Mi admiración no ha disminuido con las siguientes entregas de la trilogía de las qatsi, Powaqqatsi (1988) y Naqoyqatsi (2002), que me parecen dignas sucesoras de su hermana mayor, en especial la primera. Sin que esto suponga, que quede claro, que esté ciego a sus defectos o a sus problemas de autoría. En concreto, la estrecha dependencia que el resultado final de las qatsis tiene con la música de Glass o la labor del director de fotografía a su cargo, Ron Fricke en el caso de Koyanisqatsi, sin cuya presencia la película hubiera sido un auténtico despropósito. Como puede apreciarse en el primer borrador que se hizo público hace poco.
Sin embargo, a pesar de mi obsesión con Reggio y las qatsi, se me había pasado completamente su última obra, Visitors (Visitantes, 2014), en la que he reparado, por mera casualidad, hace unas pocas semanas. ¿Y bien? se preguntarán. Pues lo que más me turba de ella es que no he podido extraer una conclusión de su visionado, ese mensaje del que tanto se solía presumir en los años sesenta, ni tampoco me he sentido conmovido por su estética. Lo que Reggio muestra sigue siendo fascinante, hasta un grado hipnótico, pero no acabo de ver su utilidad o su pertinencia. Y no quisiera concluir que detrás está el vacío, porque sé que Reggio quiere hablarnos de la sociedad que hemos construido, de la vida en que vivimos y a la que no queremos o no podemos renunciar, junto con sus riesgos y peligros.
En sí, la estructura de la cinta es muy simple. Durante largas secuencias veremos el rostro de una persona en primer plano. Durante un tiempo casi interminable, seremos testigos de los más mínimos cambios en su fisionomía, de las leves y decisivas transformaciones en su expresión que conducen de un sentimiento interior a otro. Sin embargo, de esa observación, no surge calma, sino desasosiego. No se apela a nuestra simpatía, sino que se nos aparta, se nos rechaza. Efecto de repulsión, de huida, que se deben a que las personas en la pantalla nos miran directamente a los ojos, como si fueran nuestro propio reflejo en un espejo, pero uno en el que no nos podemos reconocer. Ni en sus facciones, ni en los sentimientos que expresan.
No porque no pudieran ser los nuestros. En ese sentido, el propósito de Reggio es obvio desde el principio, ya que intenta mostrar que pertenecemos a una única humanidad, más allá de nuestras diferencias visibles en género, edad o color de piel. Sin embargo, se nos hurtan todos los medios, todos los caminos, para que podamos conocer qué es lo que despierta esos sentimientos, por qué tienen esa importancia para esa persona, y así, con esa información, dentro de nuestra propia mente, construir una imagen mental con la que poder experimentar lo mismo que siente ese semejante nuestro que nos mira con tal intensidad.
Mirada finja e intensa que, aún más turbador, no nos mira a nosotros. Nos atraviesa como si no existiéremos, como si fuéramos fantasmas, espectros inexistentes. Lo que sea que provoca esas reacciones está detrás de nosotros, fuera de nuestra visión, inalcanzable. Lo único que nos queda es la expresión pura, el sentimiento abstracto, incompartible, incognoscible, en demasiadas ocasiones irreconocibles. En gran medida, el ser humano ha sido deshumanizado, comparable en su perfección y pureza a los constructos 3D que pueblan nuestros juegos de ordenador y nuestras películas. Tanto más pertinente, y aún más irónico, porque lo que estamos viendo ha sido procesado de manera invasiva por esas mismas tecnologías informáticas, hasta un extremo que ni siquiera el blanco y negro que percibimos es real, sino añadido, mientras que los rostros que vemos han sido deprovistos de cualquier referencia externa, excepto de ellos mismos.
Visitors se halla por tanto, en las antípodos de las dos primeras Qatsis, tan insistentes en forzarnos a ver esa realidad en la que ya no reparábamos, por cotidiana; e incluso de la tercera, en donde casi todo era virtual, pero se subrayaba ese carácter para denotar la alienación que provocaba en nosotros. Aquí, por el contrario, nuestros rostros, la humanidad misma, ha sido amputado de los ambientes y lugares que habita, para trasladarnos a un mundo generado y reconstruido. Inaccesible, pero en el que todos habitamos de forma permanente, dotado en ocasiones de un marcado carácter aterrador y alienante. En concreto, en las secuencias en que se ruedan las acciones de unas manos, pero se borra digitalmente el objeto sobre el que actúan. Los móviles, los teclados, los mandos, a los que siempre estamos aferrados y con los que nos comunicamos en exclusiva.
Esto, en lo referente a una película, porque Visitors contiene dos distintas. Una, la más llamativa, es la que les he narrado; pero hay otra en la que se recorren, con fijeza obsesiva, fachadas severas de rascacielos, entornos urbanos desolados, paisajes con los colores en negativo. Lugares inhospitos, de donde hemos sidos expulsados o de donde nos hemos extinguido ya. Al principio, mostrados de tarde en tarde, entre los resquicios que dejan los rostros. Después, en la última media hora, sin tregua, ni pausa.
Substituyendo a una humanidad a la que ya no hacen falta.
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