No es una idea nueva, por supuesto, pero en el caso de los bárbaros resulta bastante inquietante: dado que la técnica está, al fin y al cabo, al alcance de cualquier bárbaro, se hace necesario acostumbrarse a la idea de que la secuencia elaborada por un perfecto idiota es generadora de sentido y, por tanto, testimonio de una determinada, e inédita, forma de inteligencia. El la práctica, acabaremos dando crédito a cualquier chorrada que se dé en forma de secuencia superficial, veloz y espectacular, de la misma manera que en el pasado, por ejemplo, reconocíamos que automáticamente como arte cualquier pieza de música culta que se presentara como una forma peregrina e incomprensible. Teniendo en cuenta que somos gente que ha llegado a exponer telas con un corte, y a estudiarlas y a pensar en ellas como una importante encrucijada de la civilización, todos nosotros estamos en lista de espera para reverenciar al primer bárbaro que coloque en secuencia, pongamos a un niño con las entrañas abiertas, el juego de ajedrez y a la Virgen de Fátima. El peligro es real.
Alessandro Baricco. Los bárbaros: Ensayo sobre la mutación.
Antes de continuar mis comentarios a los ensayos de Baricco sobre la metamorfosis tecnológica, obrada en estas últimas tres décadas, voy a retomar un tema que quedó sin explicar en la entrada anterior: las marcas. Recordarán que Baricco justificaba nuestra pasión por las marcas, sean estas Nike, Apple o McDonalds, basándose en su función como puertas a paraísos ansiados y codiciados. En el caso de Nike, por ejemplo, la pertenencia a una supuesta elite deportiva; en el caso de Apple, el club exlusivo de aquéllos que se sitúan a la vanguardia del progreso. A mí esa idea me repele -hablaremos largo y tendido en mi comentario del No logo de Naomi Klein -, en particular por que me parece un timo. Nike no te vende unas zapatillas que sean resistentes, cómodas y duraderas, sino unas con las que fardar ante los amigos. Peor, te obliga a cambiarlas al poco, porque si no llevas el último modelo, ya no pertenecerás a los elegidos. Lo mismo ocurre con Apple, capaz de venderte complementos inútiles por un precio desorbitado o de hacerte tragar, una y otra vez, que sus nuevos dispositivos sean incompatibles con los viejos. El problema, no obstante, no está en estos vendedores de humo, sino en las multitudes cautivas que los siguen con fervor religioso, defendiendo estas decisiones interesadas a capa y espada. Como suelo decir, si un día Apple comercialase el iShit, muchos alabarían su olor, color y textura.
Terminado el inciso, volvamos al análisis de la segunda entrega de los ensayos de Baricco. En Los bárbaros, el ensayista italiano señala la consumación de una cisura cultural, originada y propiciada por los avances tecnológicos. Las nuevas generaciones -y estamos hablando de 2006, fecha del ensayo- no tienen los mismos criterios que sus progenitores a la hora de valorar la importancia de un producto cultural. No se trata, sin embargo, de diferencias achacables a los cambios de gusto, sino de auténticos fosos estéticos, con toda la incomprensión y rechazo que los acompañan. Las dos generaciones, la crecida sin tecnología y la que no ha conocido otra cosa, no tienen ya puntos en común, son incapaces de dialogar y comprenderse. Para la más joven el pasado no existe, no puede ofrecerle nada válido para su presente; para la más vieja, lo que apasiona a sus hijos es deleznable, sin ninguna virtud ni valor que puedan salvarlo.
Vaya por delante que esa cisura generacional es innegable. Desde mi experiencia personal, yo crecí, en la década de 1980, expuesto a una serie de cánones literarios, musicales y cinematográficos. Podías aceptarlos o rechazarlos, pero había que conocerlos sí o sí, haberlos degustado, ya fuera para ensalzarlos o denostarlos. De hecho, su presencia no se limitaba a la enseñanza escolar, los círculos académicos, los museos o las filmotecas, sino que se infiltraba en todos los ámbitos culturales, incluso los registros más bajos. En la misma Televisión, por ejemplo, era posible encontrarse de manera regular con películas mudas, en blanco y negro, subtituladas o pertenecientes a filmografías fuera de la industria hollywoodense. Sin apenas esfuerzo, era posible adentrarse en mundos culturales distintos y alejados al nuestro. Esa manera empezó a modificarse a mediados de la década de 1990, cuando esos contenidos alternativos comenzaron a desaparecer de la visión pública, hasta haberse restringido, en nuestro presente, a minorías cada vez más exiguas. Incluso mal vistas y consideradas.
No obstante, disiento en que en este cambio haya sido decisiva la irrupción de las nuevas tecnologías, como apunta Baricco. La fecha en que esta ruptura comenzó a producirse es coetánea con el ascenso de la Internet, cierto pero aún no se había producido ni la aparición de los Smartphones ni la de las redes sociales. Quedaba aún una década y nada hacía presagiar esos avances tecnológicos. De hecho, el inicio de esta cisura puede rastrearse a la contracultura de los años sesenta del siglo pasado, el postmodernismo de los setenta, o el infantilismo cinematográfico de los ochenta. En general, a todos los fenómenos que aceleraron y consumaron la quiebra de la modernidad, agotada, anticuada y sin perspectivas de evolución. En la misma década de los ochenta, cuando yo me eduqué en los cánones culturales, había un fuerte movimiento de oposición juvenil frente a aquellas formas heredadas y que intentaban inculcarnos desde las instancias oficiales. Nuestro principal reproche, igual al de los millenials de ahora, es que frente al rock o al cine juvenil de esa época, las obras del pasado poco podían aportarnos. No tenían respuestas que ofrecernos para nuestros problemas del ahora.
En muchos aspectos, yo fui una excepción entre mis coetáneos, puesto que me enamoré de ese pasado periclitado, me engarcé en él, consideré que cualquier evolución futura sólo tendría sentido basándose en él. Fue un error que aún estoy pagando, puesto que para nuestro presente, ese pasado de hitos y glorias ni siquiera existe. Nos hemos desligado de él, sólo miramos hacia un porvenir que nos promete nuevos descubrimientos, nuevas emociones. Siempre renovadas y de una intensidad tal que hacen palidecer las de nuestros antecesores. Esto es así y no es posible negarlo, mucho menos cambiarlo. La pregunta, por tanto, es otra: ¿hasta qué punto este estado de cosas es producto de las nuevas tecnologías? Dado que sus raíces se hunden en un tiempo preinternet, yo diría que más bien poco. Mejor dicho, lo que smarthpones y redes sociales han ofrecido a esos fenómenos, ya preexistentes, es una cámara de resonancia inusitada. Cualquier comentario, que antes se quedaba encerrado en el recinto en que se profería, ahora puede llegar a cualquier lugar del mundo de manera instantánea. Provocar reacciones de índole global, repercusiones de alcance impensable, tanto políticas como sociales.
¿Dónde está el problema entonces? Cambios estéticos y culturales cualitativos, sin retorno y con negación de lo anterior, los ha habido a patadas. Hacer una lista sería ocioso e inútil. El problema está en esa cámara de resonancia que nos prestan las redes sociales, los smartphones y la Internet, donde todo puede ser dicho y escuchado por todos, sin importar que se trate o no de tonterías supinas. Es aquí donde entrar los bárbaros que menciona Baricco, aunque no en el sentido que él quiere darles. Como todos hemos comprobado una y otra vez, el ruido que se genera en la Internet es de tal categoría que ya no podemos escuchar la señal. No podemos discernir entre lo útil y lo inútil, entre lo falso y lo verdadero. En vez de avanzar en el conocimiento, democratizar la cultura o dar un medio de expresión a quienes no lo tenían antes, quienes se han hecho con la tribuna son los conspiranoicos, los antivacunas, los integrismos religiosos, la ultraderecha, las deformaciones irreconocibles del pensamiento de izquierda y todo resto de majaderías modernas. Sin olvidar a los muchos bots que intentan reconducir nuestro pensamiento.
Y ese el peligro real, no una supuesta vulgarización del gusto de la que Baricco se muestra tan partidario.
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