Vivimos en unos tiempos en los que parecen haberse abandonado los ideales de paz, concordia y fraternidad universal. Olvidadas las lecciones aterradoras de los dos grandes conflictos mundiales han surgido partidos nuevos, apoyados por millones de personas, que vuelven a proclamar la grandeza de las patrias, así como la necesidad de expulsar, cuando no eliminar de su seno, a todos sus enemigos: otras razas, extranjeros, disidentes y contrarios políticos. La herramienta para obrar esa purificación es la violencia sin tasa ni freno, sin descartar su grado último: la guerra. La lucha, el combate, incluso la muerte durante la acción, vuelven a pintarse como títulos de virilidad, como timbre de gloria frente al que palidece cualquier otra actividad humana, sin importar que sean del rango del arte, la literatura, la ciencia o la filosofía . Sólo el guerrero merece ser admirado, sólo sus logros son imperecederos.
Contra este virus de la violencia, Culloden (1954), de Peter Watkins podría ser una vacuna perfecta. Como poco un revulsivo que obligase, a esos nuevos creyentes en la destrucción, a contemplar el horror de lo que anhelan. En otras ocasiones, ya les había hablado de la audacia y pertinencia de la fórmula utilizada por Watkins. Audacia, por narrar unos hechos del siglo XVIII como si fueran registrados por un equipo de documentalistas del siglo XX. Pertinencia, porque Watkins sabe mirar más allá de los grandes nombres, los hechos señalados, para acercarnos a las personas del común. Consiguiendo que comprendamos sus afanes y esperanzas, sus temores y fracasos, casi como si fueran los nuestros. Como si estuviesen sucediendo ahora, en vez de permanecer olvidados en los tomos de historia.
No obstante, ahora quería resaltar otros aspectos temáticos. En particular, aquéllos que utiliza Watkins para desmontar cualquier imagen romántica de la guerra, esa gloria especial y ese hacerse un hombre con el que tienen sueños húmedos los partidarios de los nuevos partidos de ultraderecha. En primer lugar, que son muy pocos los que se presentan voluntarios a una guerra. Toda sociedad está estructurada en forma de pirámide, con el poder coercitivo en manos de quienes se encuentran en la cumbre. Las guerras, en general, dirimen conflictos de esas élites, sin apenas interés, mucho menos beneficio, para el común de la población, pero para poder librarlas, esas mismas élites fuerzan a los más desfavorecidos a combatirlas. Sin importar el bando, ni el tiempo. En el caso de Culloden, porque en el bando "escocés", la pervivencia del régimen feudal permitía levas indiscriminadas, mientras que el bando "inglés", la pobreza no dejaba a muchos otra salida a alistarse.
¿Por qué las comillas? En demasiadas ocasiones, la guerras han sido explicadas como conflictos entre pueblos, que se enfrentaban en ellas como si fueran un único hombre. Así, en Braveheart (1995, Mel Gibson), la enemistad entre ingleses y escoceses era tan antigua como ambas naciones, incluso las definía como tales. Sin embargo, en el caso de Culloden, Watkins pone de manifiesto que había más escoceses en las tropas del gobierno inglés que en las de los rebeldes escoceses. La guerra interestatal era en realidad una guerra civil, entre escoceses de las Lowlands y las Highlands. Una dualidad que no es privativa de Culloden, sino que puede extenderse a cualquier otro conflicto, por muy glorioso y patriótico que éste pueda parecer. En nuestra guerra de la independencia, muchos españoles, los afrancesados, se pusieron de parte del invasor, mientras que en la Segunda Guerra Mundial, los movimientos de resistencia antinazi tuvieron que combatir contra los fascistas locales, cuya colaboración ahorraba tropas a los ocupantes alemanes.
Sin olvidar lo más importante: toda guerra no es más que una matanza sin sentido, en la que unos hombres mutilan y asesinan a otros hombres, con cualquier medio a su alcance. Tanto peor en una batalla como Culloden, en la que cada bando consideraba al contrario como rebelde. Fuera de la ley, juzgado y condenado antes de disparar el primer tiro, merecedor de una pena de muerte que debía ser aplicada con el mayor rigor y crueldad posible. Presupuestos comunes a todas las guerras, por muy justas y humanas que éstas se pretendan, y que en Culloden se expresan por la matanza de prisioneros y heridos tras la batalla, o el saqueo y violación de civiles inocentes, cuyo único crimen era encontrarse en las inmediaciones del campo de batalla.
Actos repugnantes, ya en su propia época, que no podían atribuirse a la locura del combate o a la confusión del momento. Eran premeditados y consentidos, arma para el sometimiento e incluso para el genocidio, ya que se extendieron a lo largo de días, semanas, meses. Incluso años. Hasta hacer desaparecer una cultura y una forma de vida.
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