Tras haber comentado, la semana pasada, Regi Andrej Tarkovskij (Dirigido por Andrei Tarkovsi, 1998), el documental de Michal Leszczylowski sobre el rodaje de Offret (Sacrificio, 1986) de Andrei Tarkovski, era inevitable recalar en otro documental sobre ese mismo director y ese mismo rodaje. Se trata de Une journée d'Andrei Arsenevitch (Un día en la vida de Andrei Tarkovski), dirigido en 1999 por Chris Marker. Un autor que figura entre mis favoritos indiscutibles y cuya obra, de la que conozco una ínfima parte, es de una amplitud inagotable.
Como pueden imaginar, con Marker al mando Une journée d'Andrei Arsenevitch no es un documental al uso. Sus obras se suelen calificar de videoensayos, pero yo prefería llamarlas videodivagaciones. Partiendo de unos temas entre los que no tiene por qué haber una relación clara y directa, el director va a monologar, saltando entre ellos a medida que se despiertan alusiones y se encuentran asociaciones. El resultado final no es un tejido, ni siquiera un zig-zag, sino un vagar continuo, similar al del flaneur que se extravía a sabiendas y a conciencia en una ciudad, de manera que al final el espectador acaba por alcanzar un estado de trance. Entra y sale de la película, pierde el hilo para recuperarlo más tarde, sin saber qué ha cruzado ni cómo, sin que esto suponga molestia, sino un placer semejante al del ensueño. O al de encontrarse, de repente, en un lugar que no era el que se esperaba, pero que es el que deseábamos alcanzar.
En este caso, el punto de arranque no es la misma Offret, sino los momentos finales de la vida de Andrei Tarkovski. Ese doble momento en que se vio envuelto en una carrera contra reloj para terminar, estando ya postrado en la cama, el montaje de su última película, antes de que lo alcanzase la muerte; conjuntado todo esto con la visita de sus hijos, a los que no veía desde hace años, tras que se negase a volver a la Unión Soviética y deviniese un exiliado. No por razones políticas, sino por motivos morales, de coherencia e integridad estética, puesto que la atmósfera opresiva de la censura soviética le impedía seguir creando lo que ansiaba de la forma precisa en que lo imaginaba. No es extraño, por tanto, que el nombre del film de Marker sea una guiño al título de una novela famosísima. Ese Un día en la vida de Ivan Denisovich, del también disidente, además de antiguo prisionero del Gulag, Alexander Solzhenitsyn, exiliado en Europa Occidental por esas fechas.
La película comienza así de una manera que puede resultar desconcertante, con la reunión de una familia separada desde hacía años y la esperada alegría con que reencuentran. Asuntos banales, si no fuera por el renombre del protagonista, pero que sirven a Marker para apuntar algo más importante: la intima unión entre el mundo en que habitó Tarkosvki y los múltiples universos de sus películas. Yendo un paso más allá en ese descubrimiento, puesto que en realidad, a pesar de los abismos que las separan, todas sus películas son una misma película, reconocibles al instante como hijas del mismo padre.
A traves de elementos que en otras manos podrían ser un mero ejercicio decorativo -como los caballos que siempre irrumpe en cualquiera de sus películas-, pero que en la de Tarkovski acaban por construir de manera sutil, mediante alusiones sólo perceptibles al ojo atento, una red de referencias de las que surge un mundo nuevo. Mejor dicho, una nueva visión del mundo. Como la irrupción de la lluvia, incluso cayendo dentro de las casas, así como los espacios humanos inundados, con nuestros objetos, nuestra presencia comenzando ya a pudirse. Ambos, lluvia y aguas estancadas. recuerdo del mar primigenio del que surgimos y al que habremos de retornar de manera inevitable.
O el poder destructor/liberador del fuego, siempre marcando los puntos de no retorno de los personajes. O la observación obsesiva de una naturaleza al mismo tiempo madre acogedora y presencia ajena a nuestra existencia, provocando en nosotros una mezcla de temor y de admiración. O la conciencia dolorosa y turbadora de ese otro mundo de los sueños, en los que pasamos la mitad de nuestra existencia. Geografías sin cartografíar donde vagan nuestros anhelos, nuestros temores, el pasado que decidimos olvidar, los futuros que jamás permitirimos.
O por terminar, un detalle en el que jamás me había fijado, pero que para Marker es esencial en la ordenación estética de Tarkovski: la mirada de Dios. Expresada en planos cenitales, usados con parsimonia, a veces en una única ocasión en toda la película, pero en los que es inevitable descubrir la mirada angustiada de un creador supremo, omniscente, pero no omnipotente, que no puede bajar hasta nosotros y al que hemos decidido desconocer.
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