sábado, 6 de junio de 2020

Estamos bien jodidos (y XII)

Lo de d): este finde se produjo un acto en Mauthausen. La delegación gubernamental esp acudió con la bandera que envió allá a varios miles de presos, y la delegación cat meó fuera del tiesto de otra manera, invocando a los presos políticos -podía o debía hacerlo, pero con otro sentido del contexto, menos porno- de una manera y con una intensidad que invitaba a la comparativa histórica. Las dos delegaciones actuaron dentro de la libertad de expresión, o del protocolo, supongo. Pero, sobre todo y más aun, dentro de la tendencia esp de instrumentalizar cadáveres. Algunos de los cuales, por cierto, murieron, además de por arbitrariedad, crueldad y acuerdo de dos gobiernos, por luchar por un mundo sin banderas. «¿Quiere mi opinión?». Claro. «Escriba: estoy-hasta-el-jopo.»

Gillem Martínez. Caja de brujas. Procesando el proceso al Procés.

Entre las múltiples revoluciones que ha provocado la pandemia del COVID-19, se encuentra el  eclipse casi absoluto de un problema que, hasta ayer mismo, figuraba en primer plano en la agenda política: la independencia de Cataluña. Aunque no del todo, como corresponde todo zombie que se precie. Aún continúan los berrinches del president de la Generalitat, intentando arrimar el ascua a su sardina en cualquier coyuntura política, con independencia de las víctimas mortales que puedan acarrear sus acciones. En paralelo, ERC y el gobierno de la nación se dedican a hacer piruetas imposibles en una misma cuerda floja, fingiendo que la agitan para provocar la caída del otro, pero al mismo tiempo teniendo bien cuidado de no superar el límite que llevaría a ambos a precipitarse. Por un lado, no les interesa mostrarse demasiado blandos frente al supuesto enemigo, no sea que pierdan votos entre sus parroquias, pero al mismo tiempo saben que si caen, quien les substituirá será una derecha hambrienta de venganza. Porque para esa derecha, cada vez más exasperada y vocinglera, todos son traidores a la patria, cuando no terroristas ocultos. Si por ellos fuera, hasta los más tibios entre sus propias filas estarían entre rejas.

Pero me disperso. El caso es que antes de que la pandemia estallase me leí la colección de artículos, recogida con el nombre de Caja de brujas, que Gillem Martínez fue publicando en el diario digital Ctxt a medida que se desarrollaba el largo proceso al Procés, entrelazado con caídas de gobiernos y elecciones generales. Un juicio,  ya saben, dirigido contra todos aquéllos que promovieron, o consintieron con su mutismo, el referendum del 1-O de 2017, así como la (no) declaración de (no) independencia de Cataluña del 27-O siguiente. Con anterioridad, había leído con gran interés su 57 días en Piolín, certero análisis de las cadena de malentendidos, empecinamientos y cegueras varias que llevó a la mamarrachada de aquellas fieras, compartida a partes iguales entre todos los actores políticos. Un gobierno que, como era normal en la época de Rajoy, nada hacía hasta que se encontraba al borde del precipicio; unos partidos independentistas que llamaban a la insurrección popular contra el opresor, pero que, a la mínima, corrían a refugiarse en el extranjero o clamaban que todo había sido un juego; Una oposición, PSOE y Podemos, extraviada en un laberinto de confección propia, sin acertar a proponer un nuevo marco institucional en el que todos los habitantes de este país quimérico nos sintiésemos a gusto. Si es que eso es posible aún o es que ya, como titulaba yo esa entrada, «entre todos la matamos y ella sola se murió»


Pues bien, les confieso que me he llevado una gran decepción. Gillem Martínez, a la hora de decidir el enfoque con el que narrar este juicio ha tomado dos decisiones discutibles, que condicionan todo su relato. Una, de gran acierto y agudeza, la otra, un patinazo sin atenuantes. En mi opinión, da en el blanco al invocar a un buen número de personajes históricos, tanto de España y Cataluña, que con su presencia y comentario van a señalar lo mucho de farsa que ese juicio tuvo desde antes de iniciarse. Una comedia de los errores o del absurdo, si no fuera todo tan grave, con la acusación identificando las acciones de los acusados con una rebelión militar en toda guerra, mientras que a éstos les falto poco para hablar de persecución por parte de un régimen dictatorial y criminal. En esta guerra de declaraciones, el problema no es tanto la exageración, tan habitual en nuestro ambiente político, sino el modo que en los conceptos se tornan plásticos, dejan de significar lo que querrían decir en una situación normal, para pasar a convertirse en armas con las que aporrear o blandir al contrario. No nos damos cuenta de que si violentamos las palabras para que nos sirvan para aplastar el contrario, cuando estos recobren el poder podrán utilizarlas contra nosotros, sin que esta vez haya cortapisas legales que limiten su aplicación.

Así, el país se perdió en discusiones bizantinas sobre términos judiciales arcanos, como el de sedición y el de rebelión, que cuando se acuñaron tenían un significado claro y preciso, pero que ahora eran maleables a capricho. Aún lo tienen, si quisiéramos recuperarlo, pero como de él dependían penas de cárcel, cada bando procuraba extenderlo - o encogerlo- para que el castigo fuera duro, o indulgente, en extremo, sin términos medios. Al final, todos siguieron en sus trece, convencidos de su razón y justicia, cortados los pocos puentes que aún quedaban, reducido el número de los neutrales y equidistantes, palabras ambas tornadas en insultos para el enemigo común de ambos bandos. Y de aquí, de esta cisura sin arreglo posible, surge el gran pero que le pongo al relato de Guillem Martínez: su estilo humorístico.

Acepto que, ante la farsa del proceso al procés, una manera de mantener la cordura es reírse de ambos bandos. Sin embargo, en estas circunstancias, me parece de una irresponsabilidad inconsciente. Frente a los creyentes, los convencidos de la santidad de su causa, la risa no tiene ningún poder curativo. Peor aún, la burla los convence aún más de que están del lado de la divinidad e incluso puede llevarles a justificar su acción violenta. Como conviene a la hora de acabar con incrédulos, paganos y herejes. Por el contrario, para los que ya sabíamos de lo absurdo y ridículo de toda esta situación, ponerlo en solfa no viene a descubrirnos nada que no supiéramos ya. Fuera del tópico de reírse por no llorar

Sin olvidar que, una vez acabada la lectura de esta pieza humorística, pocos serán los lectores que hayan conseguido hacerse una idea de los problemas, conflictos y desafíos propiciados por este juicio y su coyuntura histórica. Ahora y en el futuro, ya sea próximo o lejano.

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