miércoles, 24 de junio de 2020

Parangones

Rodin, Retrato de la musa trágica
Antes de compartir mis impresión sobre la muestra Rodin-Giacometti de la Mapfre - ¡al fin pude verla!-, les confesaré que cualquier muestra sobre la escultura de Giacometti me parece problemática, llena de trampas en las que es muy fácil caer. Si no se tiene cuidado, puede quedar reducida a una sucesión de objetos indistinguibles, similar al muestrario de una tienda de recuerdos en alguna carretera perdida, ambas igual de aburridas y prescindibles. Así ocurrió, hace muchos años, con una muestra enciclopédica en el MNCARS, pero por suerte los encargados de la Mapfre saben como sortear esos peligros.

Me queda otro reparo, no obstante. En principio, me parecía muy arriesgado realizar un parangón entre dos escultores tan diferentes como Rodin y Giacometti. Uno de ellos podía comerse al otro, más aún teniendo en cuenta el carácter de gozne de Rodín, último de los clásicos y primero de los modernos, así como el amplio predicamento del que goza entre el público en general, al igual que ocurre con sus coetáneos impresionistas. Giacometti, más inaccesible, más críptico, más experimental, podría haber quedado un tanto en la penumbra, borrado por la figura gigantesca de su predecesor, influencia y reto insoslayable para cualquier escultor de finales del XIX y principios del XX.

Por suerte -de nuevo- no ocurre así, sino que de la comparación entre ambos pueden sacarse conclusiones -revelaciones- muy importantes. No de las posibles similitudes o confluencias entre ambos, que no van más allá de algunas coincidencias en temas universales para un escultor, sino en las grandes diferencias que los separan. De una profundidad abismal.


Lo primero que llama la atención es la divergencia en sus objetivos estéticos. Rodin es un escultor dinámico, un artista que quería explorar el infinito abanico de posturas del cuerpo humano. Su plasmación, por tanto, se abre en abanico desde un tema inicial, llegando a soluciones que difieren entre sí de manera radical. De ahí que sea tan agradecido a la ahora de exponerlo y tan grato de ver para el público en general: nunca parece repetirse, atascarse en un repertorio que sabe reproducir a la perfección, pero del que no sabe cómo, salir. Giacometti, por el contrario, busca encontrar la plasmación única, aquélla que represente a la perfección la concepción inicial. Su práctica es, por tanto, convergente, sus esculturas pasos mínimos, plagados de titubeos y retrocesos, hacia ese destino final ideal. De ahí que su producción pueda resultar indigesta si se la encuentra en demasiada cantidad y no se sabe detectar esas progresiones infinitesimales.

Giacometti, Retrato de Diego


En algo en lo que coinciden los dos es en beber de la escultura del pasado, sólo que sus fuentes son bien distintas. Giacometti -el último clásico, recuerden- tiene como modelo a la escultura grecorromana, a la que llega a remedar hasta en sus últimos detalles. Nótese que sigo remedar y no copiar, y mucho menos hacerlo de forma servil. Rodin intenta insuflar nueva vida a una manera escultórica, la del renacimiento, que empezaba a estar ya muerta en su síntesis neoclásica, y lo hace aparentando  que sus obras han sufrido los estragos del tiempo. Han sido maltratadas, rotas y desbaratadas, tornadas en fragmentos en los que, no obstante, aún pervive la fuerza de un gesto, la potencia de los músculos, la blandura de la carne. Imbuidas, en la versión de Rodin de esa energía intemporal que subyugó a siglos enteros de escultores occidentales.

Giacometti, por el contrario, vuelve la vista mucho más atrás, hacia el arte preclásico griego, hacia los egipcios. Hacia una frontalidad y un hieratismo que en aquellos tiempos pasados se suponía propio de los dioses y de aquellos que habían dejado de formar parte del ejército de los mortales. Como dije en otra entrada: El italiano es capaz de retratar tu fantasma, el recuerdo vago y neblinoso que quedará tras tu partida de esta vida. Fijado, para siempre, en un receptáculo invariable e indestructible. Ajeno a un presente fugitivo -ése al que todos pertenecemos- y por tanto válido para cualquier tiempo o lugar, como las pinturas y esculturas de las tumbas egípcias.

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