domingo, 7 de junio de 2020

Juegos de espejos (VIII)
























Si recuerdan, una serie de películas tan ambiciosa y compleja como Kara no Kyōkai (El jardín de los pecadores, 2007-2013) concluía con dos finales sucesivos. Cada uno resolvía una de las tramas independientes paralelas que, sin embargo, se enroscaban entre sí como dos serpientes entrelazadas o, por acercarse más a la intención original del autor, se asemejaban a la unión indivisible, pero al tiempo incomunicable, entre el Yin y el Yang taoísta. De manera casi inevitable, tras esos dos puntos finales se hacía necesario continuar en una cadena de codas, que sirviesen para aclarar puntos obscuros aislados o dejasen entrever el futuro de los personajes, con los que habíamos compartido tanto tiempo.

Por desgracia, la mayoría de esos epílogos eran innecesarios. Tanto Mirai Fukuin (Evangelio del futuro, 2013, Tomonori Sudo) como Mirai Fukuin - Extra Chorus (Estribillo adicional, 2013, Tomonori Sudou) se construían como intentos de ordeñar una vaca a la que ya no le quedaba leche. No sólo aportaban más bien poco a la historia original, sino que incluso caían en el error de contradecir lo ya dicho. Desde añadir una justificación a un suicido cuyo punto central era, precisamente, que no se debía a una motivación real sino que había sido inducido por una potencia externa; hasta convertir a un personaje, paradigma de la justicia hasta entonces, en jefe supremo de la Yakuza. Se obraba así la contaminación completa de Kara no Kyōkai por parte de los peores tics del anime, en lo que había sido hasta entonces una serie muy por encima de la media.

Sin embargo, una de esas codas no tiene nada que envidiar a las películas que le precedían e incluso llega a superar a alguna de ellas. Se trata de Epiloge (Epílogo, 2011, Hikaru Kondo), que sobre el papel no parecía destinada a alcanzar esas alturas. Su estructura es muy simple, casi anodina: la de un largo monólogo que uno de los protagonistas de la serie, Shiki Ryougi, dirige hacia otro de ellos, Mikiya Kokutou. Shiki se embarca en una densa y compleja disquisición filosófica, en ocasiones casi incompresible, abstrusa, que tiene lugar en medio de una plácida nevada, en una curva de una carretera perdida, aquélla donde comenzaba Satsujin Kōsatsu (Zen) (Estudio de un asesinato, parte 1, Takuya Nonaka). El director, Hikaru Kondo, resuelve el problema de una manera estática y parsimoniosa, en apariencia, con largos planos de ambos personajes y de la copiosa nevada que los envuelve, teñida de amarillo por las luces de la ciudad cercana. Sin flashbacks ni florituras, con sólo la voz monótona de Shiki interrumpiendo un profundo y opresor silencio, apenas punteada por alguna que otra entrada musical.

Y sin embargo, a pesar de esa estaticidad, de ese minimalismo, de ese silencio, es una obra fascinante en grado sumo. El significado de lo que se nos expone puede quedar oculto, no pasar de ser una sarta de pretenciosidades, pero el resultado final, si se deja uno cautivar, es similar al de caer en un estado de trance. Se escucha, se ve, pero al poco deja uno de tener conciencia del paso del tiempo, incluso de la secuencia temporal. En su transcurso quedan huecos vacíos, o al menos así parece, porque la impresión es de que no haberse producido ruptura alguna, con independencia de si o cuándo se perdió el hilo.

Puede ser - es seguro- que esta impresión dependa mucho de mi personalidad. El discurso de Shiki es, en esencia, existencial, plagado de preguntas, dudas, titubeos y arrepentimientos. En sintonía con las constantes más antiguas de mi personalidad, desde mis dieciséis años, cuando me formulé esas mismas preguntas por primera vez, hasta estos tiempos de mi madurez, en que sigo sin hallar respuestas. O al menos alguna que me sirva. No obstante, en ese efecto final cuenta mucho también el trabajo sútil, apenas perceptible, pero bien apropiado del director. Porque aunque he hablado de estatismo, de monólogo, de monotonía, de meros planos fijos de los rostros de los personajes, la puesta en escena no es plana ni superficial.

La sensación de irrealidad, de momento único, irrepetible, viene indicada tanto por esa nevada demasiado plácida, ese silencio demasiado profundo, esa luz antinatural que pervade todo el transcurso de este Epiloge, como por una profusión de planos anormales, que buscan inducir una sensación de desequilibrio, de desazón e incertidumbre, como conviene al retorcido e inconcluyente devenir del monólogo de Shiki, Ya sea aislándola en la nada, en esa nevada sin fin que ocupa todo el corto, ya sea arrinconándola a los márgenes del plano, incluso expulsándola de él. Ya sea llenando la pantalla con su rostro, como si no pudiésemos escapar a su presencia y observación, ya sea desenfocando su contorno, como si fuese una aparición a punto de desvanecerse. 

Como el sueño en estado de vigilia en que hemos sido sumidos.

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