miércoles, 10 de julio de 2019

El pasado y el presente, la misma cosa (II)

Solana del Maestre, famosa por sus mostos y mantenimientos, se halla sobre los confines de La Mancha con Sierra Morena. Antañazo, como rezan allí los viejos, estuvo vinculado a una encomienda de Alcántara: Hogañazo, las olivas, piaras y rebaños del término se reparten entre dos casas de nobleza antigua y un beato arrepentido, comprador de bienes eclesiásticos, en los días de Mendizábal. Solana del Maestre, en la llanura fulgurante y reseca, es un ancho villar de moros renegado, y sus fiestas, un alarde berebere. - Pólvora y hartazgo, vino y puñaladas. - En aquellas ferias, con los calores, las calles eran bocanas de lumbre, y un agobio del aire con polvo de trillas y moscas tabaneras. Los negros charros, los gitanos escuetos, el haldudo mujerío con vistosos pañuelos portugueses, adquirían en aquel ambiente una luminosidad agresiva. Entre acecinados pastores de zurrón y montera, trotaban piños de cabras, escandiendo el baladro de las esquilas con un hálito agreste. Iban las piaras tardas y gruñidoras en una tolva: Ringlas de mulos movían con desgarbo las cruces anqueras, y no faltaban trifulcas de arrieros al contorno de los ornajos, por las rinconadas de paradores y mesones. Los vastos zaguanes rebosaban de gente aquel año subversivo de 1868. El cartel de ferias, bronco de rojos y gualdas, anunciaba veintitrés vaquillas de capea y cuatro novillos de muerte.

Ramón María del Valle Inclán, Viva mi dueño.

En la entrada anterior, les comentaba mi desacuerdo con la clasificación de Valle Inclán como uno de los integrantes de la generación del 98. Poco hay en él de la idolización de una Castilla austera y ascética, tan propia de un Unamuno o un Azorín.  Casi nada del uso natural del lenguaje, libre de refinamientos y florituras, casi oído en la calle, de un Machado o un Baroja. El estilo de Valle Inclán siguió siempre anclado en un preciosismo modernista, cercano al arte por el arte, esa manera poética de Rubén Dario - y de simbolistas y parnasianos franceses - en que el poema deviene joya tallada con primor, valioso en sí mismo, sin conexión con una realidad a la que vuelve la espalda.

Sin embargo, Valle Inclán supo darle la vuelta a ese esmaltado lingüistico para convertirlo en una arma con la que atacar y demoler un orden, político y estético, al que aborrecía: el de la restauración borbónica de 1875. Su conocimiento del lenguaje, de sus muchos registros y variedades locales, es tan preciso que le permite acertar con el nombre exacto, calificándolo luego con el adjetivo justo, para lo que describe o narra. El resultado es una concisión narrativa de rara intensidad y precisión, que le hermana con un escritor, como Baroja, que está en sus antípodas estéticas. Ambos son capaces de describir un lugar en un párrafo, caracterizar a un personaje en un par de réplicas, narrar un incidente entero en dos páginas escasas. Sus novelas, por tanto, marchan a una cadencia vivísima, saltando de un episodio a otro, con el lector siempre a punto de perder el resuello.


De forma equivocada, su novelística podría considerarse cercana al folletín, el serial - o la serie televisiva moderna - que prensa peripecias en la entrega semanal, para dejar todo en suspenso para la siguiente, de manera que se tenga comprador asegurado. Se les podría acusarde ligereza, superficialidad y manipulación, de enemigos de la novela meditativa, analítica y filosófica que dominó las primeras décadas del siglo XX, donde capítulos enteros podían dedicarse a la disección de un presentimiento de sensación. Reproche que no es aplicable, mucho menos justo, a ninguno de ambos. Baroja es capaz de escribir novelas de aventuras en donde no sucede nada de importancia y lo poco que acontece es definitivo, en claro contraste con tanta literatura de montaña rusa, en su tiempo y en el nuestro. Valle, por otra parte, necesita esa cadencia acelerada para describir, sin que se pierda detalle alguno, el calideoscopio social de la época de Isabel II, desde el mundo del hampa hasta las camarillas reales.

Tanto más en Viva mi dueño,  la segunda entrega de El ruedo Ibérico, donde se deja a un lado el hilo conductor de la primera parte, las desventuras de un tarambana de buena familia, para enhebrar anécdotas en apariencia independientes. El ámbito geográfico, además, se amplia, puesto que Valle nos conduce a visitar la España en el exilio, esa constante de nuestra historia hasta ayer mismo, que en este tiempo, 1868, se había visto engrosada hasta extremos no repetidos hasta 1939, por el cerrilismo y cerrazón de la corona reinante. Ése y no otro es el quid de la cuestión, sobre el que el sarcasmo y el vitriolo de Valle se vierten a placer. La gran parte de los futuros revolucionarios eran tan conservadores - o más - que la propia reína.

En gran medida, en ese año de 1868 se forjó la misma alianza contranátura que se reproduciría en 1930, antes del advenimiento de la Segunda República. Una buena parte de los que se rebelaron contra la reína - o se pusieron de perfil, llegado el momento - estaban bien a gusto en el sistema que ayudaron a tumbar. De hecho, una vez pasado los primeros ardores, se pusieron a conspirar de buen grado contra los nuevos poderes, hasta que unos y otros, los de 1874 y los de 1936, consiguieron dar la vuelta a la situación y restaurar el orden. Su orden, en el que ellos estaban arriba y los demás muy abajo, y calladitos, no sea que escapase un zurriagazo. Como bien indicaba Valle en la primera entrega, los militares de la Gloriosa no le hacían ascos a disolver protestas a palos - o a tiros, si era preciso -, de manera que tenían que esforzarse en disimular el asco que les producían sus nuevos aliados: las turbas revoltosas, la chusma sucia y maloliente, los sin oficio, beneficio, educación o moral, fuera de la necesaria para sobrevivir hasta el día siguiente.

A la mínima, esos militares pagados de sí mismos habrían vuelto al redil, afectando escrúpulos y melindres, pero bien contentos por dentro. Habrían bastado unas cuantas mercedes, unos pocos privilegios, bien escogidos indultos y perdones, un surtido de medallas, recompensas y ascensos, acceso a alguna parcela del poder, aunque fuera mínimo, para tenerlos a todos, contritos y cabizbajos, a las puertas de palacio. De ahí lo ridículo de sus medidas de rebeldía, no muy distintas de rabietas de niño grande para atraer la atención de mamá Isabel, y de las que Vallé se burla a placer, mostrándonoslas como lo que son, bravuconadas de valentón, de matasiete, que se quedan en nada, como el paseo en  uniforme de gala de los generales liberales por el centro de Madrid, entre la rechifla de los transeúntes.

Amago de motín que no llega a serlo, dado que los generales son, por educación e instrucción, gente de orden. Un plante que sólo se encona por esa testarudez de la reína, quien sólo ve apoyo en los moderados meapilas,  carlistas equivocados de bando, aunque los de verdad andan por la corte sin vergüenza y sin que nadie les moleste. En vez de recabar adhesiones, se va quedando sola paulatinamente, rodeada en exclusiva por los más radicales y ultramontanos, a los que va colmando de cargos y dignidades. No es de extrañar, por tanto, la desafección de unas élites a las que está desposeyendo la misma a quienes ellas protegen con sus armas. Es natural, en consecuencia, que estén dispuestos a arriesgar todo en una jugada en la que seguro serán ganadores.

La famosa de cambiarlo todo para que todo siga igual.

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