lunes, 15 de julio de 2019

Un pero y varios reencuentros

La callejuela, Vermeer

Antes de nada, les señalo el gran pero que tengo a la exposición Velázquez, Rembrandt, Veermer, Miradas Afines, abierta en el museo de El Prado. Su tesis pretende subrayar las semejanzas entre la escuela holandesa y la española, pero me parece un ejercicio forzado, que oscila entre lo obvio y el malabarismo, para acabar pareciendo más una excusa que cualquier otra cosa. Disculpable por traernos un buen puñado de Hals, Rembrandt y Vermeer, entre otros muchos nombres notables, pero que no deja por ello de ser un pretexto para montar una exposición con ese plantel.

La existencia de concomitancias entre ambas escuelas pictóricas es algo archiconocido, evidente cualquier estudiante o aficionado, por poco conocimiento que tenga. La sombra de Caravaggio es alargada y prácticamente no hubo pintor barroco que no lidiase con el peso su herencia, fuera para adaptarlo a sus afinidades estéticas, fuera para superarlo en busca de nuevos horizontes pictóricos, fuera para rechazarlo por entero. Sin contar que la Roma del primer tercio del siglo XVII se convirtió en lugar de encuentro de artistas de todas las procedencias, cuyos hallazgos y polémicas fertilizarían y determinarían las diferentes escuelas nacionales. Figuras como la de Poussin, Claudio de Lorena o Ribera asumieron un carácter híbrido, formalmente adscritos a las historias de sus países de origen, pero incomprensibles fuera de su Roma o Nápoles de adopción.


Gran parte de las semejanzas que subraya esta muestra son por tanto ilusorias, producto del tenebrismo y naturalismo que los  caravaggistas esparcirían por toda Europa. Si es cierto, no obstante, que Velázquez, Rembrandt y Hals acabarían por quebrar el acabado riguroso de herencia clasicista que se observa en muchos otros pintores barrocos. La pincelada de los tres se tornaría abocetada, fiando su impacto más en la expresividad que en la precisión. Se habían adelantado a su tiempo, que no llegaría hasta la segunda mitad del siglo XIX, por lo que no es extraño que sus discípulos y sucesores no continuasen por el mismo camino, prefiriendo volver a un clasicismo disfrazado de barroco. El mismo que sus competidores franceses, en auge político y militar, estaban convirtiendo en piedra de toque de la elegancia y la respetabilidad pictórica

Hasta aquí bien, pero por cada similitud es fácil encontrar una divergencia. La más notable es la que los organizadores han querido hacer pasar por paradigmática. En lugar de honor, se comparan dos paisajes que son obras maestras del género: la callejuela de Vermeer y una de las Vistas de la villa Médici, de Velázquez. La conclusión que se nos indica es obvia: el paisaje moderno fue creado de manera simultánea en los Países Bajos y en España, a cargo de dos maestros de primerísima clase. Sin embargo, se calla lo que es un secreto a voces. En toda la historia del barroco español sólo hay dos paísajes puros que sepamos, los dos de la Villa Médici, cuyo valor estriba en esa excepcionalidad y en el adelantarse a los logros del impresionismo. En la pintura holandesa, por el contrario, existe toda una larguísima tradición de paisajistas de la que Vermeer es uno más, puesto que en ella brillaron pintores como Hobbema o Jacob van Ruisdael.

Vista de la villa Médici, Velázquez
Pero lo dicho, el que yo tenga ese pero contra la exposición, no le quita nada de valor. No es habitual que se pueda disfrutar en España de una representación tan nutrida de la escuela holandesa, de la cual el Prado está bien falto. Sólo el colmar esa laguna del aficionado patrio justifica ya una visita, aun más cuando se considera que algunas de las obras son de primera categoría. Ver en persona Los sindicos de los Pañeros, de Rembrandt, merece por sí solo pagar la entrada, pero es que además se puede disfrutar de un par de Vermeer y varios Hals, pinturas que en el caso de este último aún hoy apabullan por su fuerza expresiva y su audacia pictórica. Tan fuerte es su impacto, que en su tiempo debieron ser de visión incómoda e insoportable para muchos, en especial en una sociedad tan contamida de puritanismo y respetabilidad como la holandesa del siglo XVII.

Sin olvidar, por supuesto, esas dos joyas que son los paisajes de Vermeer y Velázquez que constituyen el centro de la muestra, ejemplo de como la pintutra figurativa alcanzó su pináculo en el siglo XVII. Tras ellas, se hacía obligado buscar otros caminos distintos, puesto que todo había quedado ya dicho. Obras cuya perfección, además, no puede ser más distinta. La de Vermeer, último estadio de ese miniaturismo a lo grande que caracterizá la pintura flamenca desde el siglo XIV, con Eyck y Weyden. En esa pintura de formato exiguo, a pesar de su inmediatez, de ser instantánea de un momento pasajero, prosaico e intranscendente, se esconden enigmas insonables - ¿a qué juegan esos dos niños, tan ensimismados, desde hace más de trescientos años? - y descubrimientos inesperados, sin importar cuantas veces se haya mirado el cuadro. En mi caso, esta vez, el reguero de agua que alcanza la calle, desde la mujer que limpia en el patio interior.

En el caso de Velázaquez, por el contrario, nos hallamos ante un antipaisaje. Ese rincón de unos jardines que fueron creados para el placer estético de sus propietaros, con el mayor cuidado y la planificación más estudiada, hace mucho que sucumbió a la desidia y el abandono. Arcos y soportales están cegados por tablones dispuestos al buen tun-tun, en las paredes abundan los desconchones, mientras que las criadasc utilizan las balaústradas para las tareas de limpieza. Los soldados que guardan las avenidas son indiferentes a la belleza, no reparan en las estatuas, ni en la arquitectura, seguramente se aburren, no ven llegar el momento de salir de allí y perderse por las callejuelas, en busca de una taberna y de compañía para pasar la noche

Bañado todo con una luz de un dorado mortecino, que acentúa el destartalamiento y el descuido, la pronta transición al estado de ruina, condena inexorable de ese entorno que una vez fue bello y admirado. Al contrario que la deslumbrante luminosidad que inunda el cuadro de Vermeer, tornando eterno ese rincón anómino, perdido y olvidado desde hace largo tiempo.

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