miércoles, 1 de enero de 2020

Incluso la muerte tenía miedo de Auschwitz


Cuando visitaba la exposición de la pintora Ceija Stojka, titulada Esto ha pasado, en el MNCARS, recordaba la frase de Claude Lanzman en uno de las adendas a su film Shoah (1985): nunca puede llegar a conocer el holocausto en su totalidad. A cada nuevo testimonio se descubre un detalle que completa, modifica, incluso invalida, las ideas previas, ésas que parecían seguras e inamovibles. En este caso, lo que la exposición ofrece es el testimonio de una mujer de origen romaní -gitana, para que nos entendamos- , que con diez años, en 1943, fue deportada a Auschwitz con su familia. Ése fue el comienzo de un largo periplo por el sistema concentracionario nazi, del que emergería, junto con su madre, en abril de 1945 en el campo de Bergen-Belsen, tras haber pasado por por Ravensbrück. Ambos de recuerdo infame, éste por ser el único campo femenino del imperio nazi; aquél, por las imágenes horripilantes grabadas por las tropas aliadas cuando se produjo su liberación.

El caso del pueblo romaní es una de tantas paradojas en las que abunda el absurdo del Nazismo. Por un lado, en la cosmogonía nazi, los roma eran considerados como arios, dado su origen en el Punjab indio. Por tanto, material biológico valioso en la construcción del nuevo orden nazi. Por el otro, sin embargo, pertenecían a la categoría de los asociales: todas esas personas que por su modo de vida no conseguían adaptarse a la comunidad nacional propuesta por el sistema. En el caso de los Roma, por sus costumbres nómadas, sin domicilio fijo, además de mostrarse siempre refractarios a cualquier asimilación que diluyese su identidad, su lengua y su cultura. Éste ultimo aspecto fue el que prevaleció en la mentalidad nazi, conduciendo a señalarlos como candidatos del exterminio o, como mínimo, de la esterilización forzosa.


Propósitos genocidas nazis que, no hay que olvidarlo nunca, no sólo estaban dirigidos a los judíos. En la clasificación nazi, éstos eran únicamente los primeros en los planes de exterminio, quienes por su consideración como plaga, del mismo orden que las ratas o cucarachas, debían ser eliminados de inmediato. Una vez obrada su desaparición les llegaría el turno a otros. Los deficientes mentales de cualquier tipo, quienes ya habían servido de conejillos de indias a la hora de refinar los métodos de  asesinato en masa. Los asociales como los Roma, pero también las vagabundos, vagos, desviados, homosexuales y cualquier opositor político. Sin olvidar los eslavos, útiles sólo para servir como esclavos del Reich, cuyo número debería ser reducido de forma drástica, sin que quedase huella de cualquier tipo de intelectualidad o vida cultural elevada.

O las mujeres. Porque en los relatos de hace unas décadas, su testimonio estaba ausente por entero, salvo cuando se explicaba el programa de esterilización que los nazis intentaron poner en marcha, antes de decantarse por el exterminio. Ha sido sólo recientemente que otros aspectos de la  experiencia femenina han sido recuperados para la memoria del holocausto. Por ejemplo, la existencia de burdeles en el interior de los mismos campos o el uso de la violación como arma de guerra racial. Algo que todos sospechábamos -o deberíamos haberlo hecho- pero que sólo ahora se muestra innegable, cuando diversos testimonios han señalado que los ejecutores nazis en la URSS, antes de exterminar a tiros a las poblaciones judías, elegían a las jóvenes más atractivas para desfogarse con ellas. Sin que eso, como pueden imaginarse, supusiese ninguna esperanza de salvación, sino una crueldad añadida.



En el caso de Ceija Stojka -y de su madre, quien la acompañó a lo largo de todo su periplo concentracionario- no se llegó a ese extremo, lo que no significa que su calvario fuera menos doloroso. En un vídeo que se puede contemplar en la muestra del MNCAR, Stojka, ya anciana, narra como para sobrevivir en Bergen Belsen tuvieron que recurrir a dormir entre los muertos que se acumulaban en el campo. Cadáveres que les surtían además de ropa con la que sobrevivir a los fríos de un invierno, el de 1945, que no acababa de irse. Rigores agravados por el hambre, puesto que en Bergen-Belsen no estaba previsto el aprovisionamiento de los prisioneros, que iban muriendo, uno tras otro, por inanición. Destino al que Stojka sobrevivió alimentándose de hierba, brotes de los árboles, incluso savia, tierra y telas.

¿Y después qué? ¿Cómo continuar viviendo? En el campo, Stojka - recuerden, una niña de apenas 10 años- aprendió a disimular, a fingir, a ocultar y enterrar sus sentimientos bajo una capa de impenetrable indiferencia. Cualquier manifestación de alegría, la más mínima mirada de descaro, podría atraer la atención de sus guardianes, conduciendo a una paliza, incluso a su asesinato. Quizá por ello, por esa represión autoinfligida, inducida por su cautiverio, unida a la imposibilidad de comunicar el horror a quienes no lo habían vivido, tan común y tan conocidad para cualquier superviviente, Stojke no comenzó a plasmar en pintura sus experiencias del exterminio.

Es aquí donde me permitiría apuntar una mezquina objeción. El estilo pictórico de Stojka es infantil, propio de quien no hay recibido una formación artística. Siguiendo con esa tesis, podría concluir que el valor de esos cuadros reside por entero y en exclusiva en su carácter de testimonio, no en sus cualidades estéticas. Sería injusto, además de muy, pero que muy equivocado. En ese mismo documental al que me refería, se presencia cómo Stojka creaba sus pinturas. Pues bien, poco o nada hay de infantil, tosco o torpe en su técnica, sino detalles y dejes, revelaciones y descubrimientos, propios de un artista de vanguardia. Stojke pinta con sus manos, sintiendo la pintura en ellas, utilizándolas como paleta donde mezclar los colores, que luego extiende sobre el lienzo como si modelase.

No es un símil gratuito. En una ocasión, apretando el tubo con una mano, va dejando pequeños montoncitos de color amarillo en la palma de la otra, que luego presiona sobre el lienzo, en las zonas que ha cubierto previamente de verde. El resultado es que así, de esa manera tan física, surge un espléndido campo de flores. 

Y si eso no revela a un auténtico artista, ignoro qué.


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