lunes, 27 de enero de 2020

Hasta el más mínimo detalle, aunque eso lleve a la locura.




























Les confieso que tengo cierta debilidad por el Waterloo (1970) de Serguéi Bondarchuk. Por un lado, pertenece a mis más queridos recuerdos de niñez. A los curas de mi colegio no se les ocurrió otra cosa que proyectarla en el enorme cine, más aún para un infante, con el que contaba el recinto. Casi recién salida del horno, nuevecita y brillante, aumentado su impacto con el atractivo que cualquier gesta tiene para una mente en formación. Añadan a esto que mi padre solía comprar con regularidad una revista de historia, llamada Historia y Vida, en la que se reseñaban los aciertos, licencias y patinazos de esas reconstrucciones fílmicas, aprovechando además la ocasión para instruir al público con ese hecho histórico. La batalla y la película acabaron fundiéndose en mi mente, como si la una y la otra fueran la misma y única cosa. Como si yo hubiera sido testigo presencial de lo ocurrido  allí, en Waterllo, hacia casi dos siglos.

Vista ahora, en blue ray y devuelta a su gloria de antaño, hay que reconocer que la película podría aspirar a al título de la mejor reconstrucción de una batalla que se haya filmado. Su director acababa de terminar las ocho horas de su adaptación de Guerra y Paz (Voyná i mir, 1966-1967), que abordaba el mismo periódico histórico. En esa obra asombraba la minuciosidad, rayana en la pura obsesión, en la reconstrucción de ambientes. La película aspiraba a ser la Rusia de las guerras napoleónicas, recreada hasta los más nímios detalles, culminando en una batalla de Borodino en la que participaban cientos de miles de extras. Nunca antes se había hecho algo así y nunca después se volvería a hacer, sin que ni siquiera los CGIs actuales puedan aspirar a superarla, dada su imposibilidad para reproducir el azar y la confusión. O ese detalle casi inapreciable que confiere la marca de autenticidad

Waterloo puede considerarse así un epílogo o un apéndice a Voyná i mir. Con ellla comparte una misma obsesión por la recreacción detallista, minuciosa y rigurosa. En tierras de Ucrania se reconstruyó el campo de batalla de Waterloo tal y como era en 1815, realizando trabajos de desmonte y de remoción de tierras, plantando árboles, replicando los edificios que jalonaban el campo de batalla. Se llegó al extremo de instalar conducciones de agua con las que inundar el terreno de rodaje, para recrear el barrizal en el que se tuvo que combatir así. Al igual que en Voyná i mir, el Ejército Rojo prestó varias divisiones de infantería, a las que se vistió con trajes de época, además de instruirlas en las formaciones y maniobras del ejército napoleónico. No sólo en las propias de la infantería, sino en las de caballería y artillería.

El resultado, como pueden imaginar, es apabullante. Todo, absolutamente todo, en la película parece real, auténtico, y no sólo en las escenas de masas. Cuando se baja al nivel de soldados y generales, da la impresión de que estén acostumbrados a vestir con esas ropas, a comportarse como militares avezados, ya fueran los nobles de alcurnia del ejército de Wellington o los mariscales ascendidos en el combate del ejército napoleónico.  Una identificación con los personajes  históricos que alcanza su cumbre en los dos protagonistas. Una vez que se ha visto a Christopher Plummer interpretar a Wellington y a Rod Steiger a Napoleón no se puede ya separar al personaje real del actor. Son ellos mismos, con esos ademanes y con ese rostro. Plummer/Wellington es la calma personificada, el zorro que se sabe aguantar, a pie firme, sin desvelar su ansiedad o incertidumbre hasta que llega el momento oportuno. Steiger/Napoleon es el genio fulgurante, capaz de ver y apresar la oportunidad justo cuando pasa ante él, antes de que se le escape, pero que ya se haya en decadencia. Demasiado dependiente de los aciertos y errores de otros menos notables, mucho más mediocres.

La cinta tenía todo para haberse convertido en un hito del cine, pero no acaba de cuajar, lo que explicaría el relativo olvido en que se encuentra. En mi opinión, Bondarchuk tiende a ponerse tolstoiano, demasiado tolstoiano, pero no todo el tiempo, con lo que las diferentes partes de las película no acaban de encajar. Por un lado, gran parte de Waterloo es el duelo épico entre dos personalidades fuera de serie: Napoleón y Wellington, que se juegan en esa batalla su prestigio y el destino de Europa. Esa sección ofrece los mejores momentos de la película, en especial a medida que la batalla va derivando hacia el caos y su resultado se vuelve cada vez más incierto. Waterloo, no se olvide, fue un larguísimo y mortífero forcejeo que sólo se resolvió, de manera repentina, casi al caer la noche. Hasta entonces, la iniciativa y la ventaja estaban del lado de Napoleón. Tanto, que una mínima variación en la secuencia de acontecimientos le habría dado la victoria.

Sin embargo, al lado de esto, Bondarchuk no puede evitar incluir secciones de corte pacifista que subrayan el absurdo de la guerra. Insertos que chirrían por el mero hecho de ser forzados, como ocurre durante la carga de la caballería francesa contra la infantería inglesa, formada en cuadros, cuando uno de los personajes comienza a clamar contra la matanza mutua. Se niega así el tono con el que se había presentado la acción hasta entonces, quedando embarrancada la película en una incómoda tierra de nadie, sin que llegue a culminar en un sentido u otro. Ni el de alegato antibelicista, ni el de reconstrucción neutral de los hechos.

Un fracaso que no evita que cuente con momentos espléndidos, como los prolegómenos de la batalla -arriba ilustrados-, en que los dos oponentes se observan y sopesan en la lejanía, la carga suicida de la caballería ligera inglesa, aplastada en un contraataque por los lanceros franceses, o el fastuoso baile de los oficiales británicos antes de enterarse de la llegada de Napoleón. Escenas, además, que en muchos casos son adaptación directa de cuadros famosos -como los de Meissonier- pero que en ningún instante parecen estáticos o forzados, meras copias, sino los originales en que se inspiraron esas pinturas.

A pesar de sus defectos, Waterlo es un canto a las alturas estéticas a las que se podía llegar, en tiempos pretéritos, con actores reales y los recursos de producción adecuados


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