jueves, 22 de diciembre de 2011

Crossing Borders

Delacroix, Fausto, Noche de Walpurgis
Sobre algunos pintores, su propia fama pesa como una losa. En cierta medida, su carrera parece reducirse a una serie de obras maestras, unos hitos en la historia de la pintura, que todo el mundo debe conocer por obligación y revisar siempre en un mismo orden. Así ocurre con el Manet de los años 1860 y así ocurre con el Delacroix de 1830, reducido ambos a una serie de escándalos cuya razón, pasado ya el tiempo en que eran evidentes y llevaban a la gente a pegarse en las salas de los museos, es necesario explicar una y otra vez a nuevas generaciones que bostezan aburridas al escucharlas, incapaces de comprender la relación que esas historias rancias tienen con su presente.

Por su puesto, esa misma pregunta, aunque en una forma mucho más elaborada, se la hacen también los conocedores, no sólo ignorantes y aficionados. La cuestión es simplemente el averiguar que queda de un pintor, si es que queda algo, una vez que se eliminan esas cuatro obras señeras, si en realidad esa montaña de altura inmensa no quedará reducida a un maloliente montón de estiercol, o en palabras menos resonantes y vacías, aprender a conocer al pintor que habita tras el pintor.

En ese sentido la muestra dedicada a Delacroix es especialmente en el Caixa Forum madrileno es especialmente relevante y educativa, simplemente porque Delacroix es un pintor aplastado por su propia fama, muchas veces reducido a los cuatros cuadros famosos que pueden contemplarse en el Louvre (sumidos y enterrados en las sombras de la galería que los alberga) y por las contradicciones de su propio tiempo y momento cultural, esa coexistencia incómoda entre un movimiento conservador, aunque revolucionario en sus inicios, como es el Neoclacismo, y la rebelión de los hijos contra los padres, encarnada en la generación romántica, que luego sería limada, atenuada y domada, para acabar transformado en cenas a la luz de las velas y paisajes pintorescos.

Y es que, aunque los libros de textos nos hagan creer lo contrario, por eso de que unas cosas hay que contarlas antes que otra, Ingrés, el neoclásico por excelencia y Delacroix, el paradigma romántico, son estrictos contemporáneos.

Delacroix, La Boda judía


Como digo, esas contradicciones afectan gravemente a la obra de Delacroix, simplemente porque gran parte de su carrera no es otra que una rebelión contra el corsé neoclásico, esa academia que pretendía dejar fijado para siempre en qué consistía la buena pintura, que debía alabarse y que debía condenarse. De ahí que muchas veces el sentido último de lo que pretendía Delacroix se nos escape o no lleguemos a sentirlo en toda su visceralidad, lo cual es un defecto en obras que se pretenden en muchos casos de combate, de resistencia y de oposición.

Esto en sí, no sería un defecto,  ya que como muestra la exposición, Delacroix es mucho pintor para quedarse simplemente encasillado en un artista de manifiestos políticos. El principal problema a la hora de apreciar a este romántico francés es precisamente la contradicción entre su manera estética y la forma en que la pintura se podía expresar en su época o se esperaba que se expresase. Delacroix, como es bien sabido, pertenece a aquella variante de pintores que pone el color por delante del dibujo, la forma por delante del fondo, y que no teme en sacrificar el rigor documental, la representación exacta de la realidad que asociariamos a los pintores/dibujantes, si eso le permite avanzar en la exploración de las posibilidades estéticas que su trabajo diario le descubre. Pero al mismo tiempo, su época le imponía la necesidad de contar una historia, de ajustarse a un tema e intentar representarlo de manera reconocible y descifrable, al menos para los parámetros culturales de su tiempo, tan olvidados y tan desvanecidos para un momento como el nuestro, al cual todo lo que tenga más de quince minutos de antigüedad se le asemeja antediluviano.

Lo anterior provoca que la etiqueta de romántico, en contraposición al neoclasicismo, haya sido casi más contraproducente que favorable al contemplar este tiempo desde la posteridad, ya que la oposición romanticismo/neoclasicismo parece fundamentarse más en una diferencia temática y en cierto desarreglo formal, que en una auténtica diferencia radical de temperamento, esa que caracterizaba al primer romanticismos y que acabó convertida en pose, en moda y tendencia, en artículo de consumo perfecto para vender a la gente de dinero, en el segundo romanticismo y en su exportación al resto de Europa.


Delacroix, El mar en Dieppe
¿Qué queda entonces de Delacroix que pueda  interesar a un tiempo como el nuestro que presume de su desengaño y su desapego? Dejando aparte la posible actualidad de los clásicos, pregunta tramposa, ya que no son ellos los que tienen que ser actualizados, sino nosotros envejecidos, lo que la muestra del Caixa Forum nos ayuda a conocer es a un pintor que es mucho más que cuatro cuadros famosos, un pintor capaz de revelarse como experto grabador en su serie de Fausto, representada con toda la locura y desesperación que conviene a la historia del lector. Un pintor que se revela como un increíble colorista en la serie de cuadros que resumieron su viaje al Norte de África, además de una avezado observador de lo que le rodea, con todas las reservas que ese concepto tiene en un pintor que aún continuaba trabajando en estudio, y cuyas tomas del natural no pasaban de apuntes que reutilizar y remontar en obras posteriores.

Un pintor, en fin, que en su ancianidad, como muchos otros pintores entrados en años y que empiezan a ser olvidados para las generaciones futuras, supo recreearse y reinventarse a sí mismo en una serie de paisajes que se adelantaron a lo que vendría poco tiempo después, el movimiento impresionistas, y que hacen pensar en qué hubiera pasado si el viejo Delacroix hubiera conocido la obra de los jóvenes Renoir y Monet.

Delacroix, La roca de Etretat

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