Some generals have entertained such strange fancies that their sanity has been doubted, even though in lucid moments their ability to command has not. Confederate general Richard S. Ewell, a bald headed man with a beaked nose and a habit of cocking his head to one side, occasionally believed he was a bird, pecking his food and emitting strange chirping noises. His diet of wheat boiled in milk was necessitated by an ulcer, but caused his men to harbour doubts as to his mental state. The famous Prussian field marshal Leberecht von Blücher suffered from the belief that he was pregnant with an elephant, fathered on him by a French soldier. Blücher who was subject to fits of senile melancholia, also claimed that the French had heated the floor of his room so that he could only bear to stagger around on tiptoe. The luckless Wellington, escaping the attention of Erskine for a moment, reported that Blücher often told him of his fears. With Blücher incapacitated by his mental problems, the ensuing squabbles between the other German generals, notably Gneisenau and Yorck, contributed to Allied defeats by Napoleon in the campaign of 1814.
Geoffrey Regan, Great Military Blunders (Grandes meteduras de pata militares)
Algunos generales han dado pábulo a fantasias tan extrañas que se ha dudado de su cordura, incluso cuando su capacidad para el mando, en sus momentos lúcidos, no lo ha sido. El general confederado Richard S. Ewell, un hombre calvo de nariz aguileña y .a costumbre de ladear la cabeza, de vez en cuando creía ser un pájaro, picoteaba su comida y hacía como que piaba. Su alimentación de cereal hervido en leche era necesaria para su úlcera, pero llevaba a que sus hombres albergasen dudas sobre su salud mental. El famoso mariscal de campo Prusiano, Leberecht von Blücher, padecía de la creencia de estar embarazado de un elefante, hijo de un soldado francés. Blücher, aquejado por ataques de melancolía senil, afirmaba también que los franceses habían caldeado el suelo de su habitación, hasta el punto que sólo podía soportar moverse dando saltitos de puntillas.
Casi como interludio cómico de mis lecturas de Karl Kraus, he devorado estas últimas semanas dos libros de Geoffrey Regan que versan del mismo tema. Uno es Great Military Blunders y el otro Great Naval Blunders, obras que narran las muchas veces que los estamentos militares han metido la pata en combate, tanto por tierra, en el primero de ellos, como por mar, en el segundo. Dos volúmenes que podrían formar parte de una posible del antología del humor, sino fuera por que las excentricidades, despistes y patinazos que narran se saldaron con cientos, miles y decenas de miles de muertos. Incluso hasta millones en algún caso. Consecuencias mortíferas que valdrían por si solas como condena sin paliativos de la profesión militar, al desvelarla como la mayor plaga que ha sufrido la humanidad.
Viéndolo de otra manera. Parte de mi afición por la historia viene de mi gusto por la historia militar. Ya de adolescente me pasaba los veranos leyendo y releyendo una historia de la Segunda Guerra Mundial, en nueve tomos, que había ido coleccionando en fascículos, semana tras semana. Mi fascinación no se debía sólo a las batallitas plenas de heroísmo, ni a las hazañas, el sudor y la sangre. De manera inconsciente, veía que en esos combates de decenas de miles de soldados, armados con los últimos avances técnicos, se reflejaban los problemas estructurales y organizativos de las sociedades humanas. Como mantener alimentados y armados a a masas ingentes, de manera que los ejércitos no se derrumbasen sobre sí mismo por su propio peso. Como conseguir que esas inmensas maquinarias funcionasen, lo que significaba subordinar la producción industrial y agrícola de todo un país a las necesidades bélicas, ademas, de resolver los problemas del transporte y la distribución. Sin dejar de lado, por supuesto, los problemas de movilizar y utilizar esas inmensas multitudes, esas montañas de equipo bélico, para que realizasen su función de derrotar al enemigo.
Cuestiones que eran aplicables, cambiando levemente las condiciones del problema, a la organización de los estados y a las de las empresas. Tanto para lo bueno como para lo malo, ya que si parte de las enseñanzas militares eran aplicables al mundo civil, por otra parte los sistemas militares mostraban la pasmosa facilidad con que un inútil podía alcanzar la cumbre del poder, con las consecuencias desastrosas que pueden imaginarse. Servían, por tanto, de necesario escarmiento y de no menos útil aprendizaje.
¿Y cuáles son esas causas? Pues, en su mayor parte, personales. Provenientes de la falibilidad y la imperfección humana. Amplificadas, obviamente por las estructuras anquilosadas y la inferioridad tecnológica, que tienen un peso muy fuerte, casi decisivo. Un caso, por ejemplo, sería el de la batalla de Isandhlwana, en 1879, durante las guerras zulúes, donde el lento sistema de distribución de munición, unido a los errores tácticos británicos, permitió equipados con rifles modernos. Otro ejemplo, esta vez de testarudez política, es de la batalla naval de Tsushima en 1905, durante la guerra Rusojaponesa. En esa ocasión, la flota rusa del Báltico recibió la orden de circunnavegar el globo hasta llegar a las costas japonesas, para ser derrotada por un enemigo que le superaba en táctica, cañones y tecnología. Derrota aún más dolorosa puesto que la guerra estaba completamente perdida para aquel entonces
Sin embargo, más relevantes que estos fallos mecánicos o de visión estratégica son los factores humanos, los provenientes, de nuestros defectos y vicios. El mejor ejemplo fue el choque de personalidades que llevó al hundimiento en 1887 del buque insignia de la flota británica del mediterráneo, el HMS Victoria, tras ser abordado por el HMS Cumberland. El vicealmirante Tyron, al mando de la flota, era conocido por su obsesión por ir siempre un paso más allá de lo que dictaban las ordenanzas, característica más que loable, si no fuera porque sus subordinados, entre ellos el contraalmirante Markham estaban acostumbrados a obedecer sin rechistar. Así, cuando Tyron ordenó una maniobra imposible, que la flota virase en angulo recto cuando la separación entre barcos menor que su radio de giro, la catástrofe fue inevitable.
Otro ejemplo serían los sucesos en la batalla de Gravellote en 1870, durante la guerra Francoprusiana. En esta ocasión, el general prusiano Steinmetz desobedeció las órdenes del comandante en jefe, Helmut von Molkte, prefiriendo librar la batalla a su manera, lo que casi llevó a la derrota de las tropas prusianas. ¿La razón? Que su orgullo, envidia y resentimiento le llevaban a considerar que no tenían porque seguir las instrucciones de un recién llegado que había ascendido demasiado prisa, sin reparar en que su modo de hacer la guerra, heredado de las campañas napoleónicas, no tenía ya sentido en combates dominados por las armas modernas. De hecho, en un giro realmente irónico, lo que salvó a Molkte y al ejército prusiano fue que los generales del ejército francés, mandado por Bazaine, eran aún más incompetentes que los ensoberbecidos prusianos, de manera que cometieron más torpezas que sus oponentes.
Y todo esto sin contar a los muchos generales y almirantes que directamente eran unos inútiles, unos estúpidos o estaban, literalmente, locos. Como los casos citados al principio.
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