Para los que tenemos ya cierta edad, el cine polaco pertenece a una categoría estética supranacional, lo que se denominaba cine de los países del este, para no llamarlo cine comunista. Se trataba de obras que, en sus mejores ejemplos, solían abordar espinosos dilemas morales y sociales, al mismo tiempo que se envolvían en un simbolismo críptico. Esa obscuridad en origen servía para sortear la omnipresente censura y muchas veces se quedaba sólo en eso, pero que vista desde occidente parecía sinónimo de la mayor de las audacias vanguardistas. Juicio que sólo era cierto para las menos, las auténticas excepciones.
Ese tiempo y ese modo concluyó con la caída del comunismo. Desde entonces y salvo excepciones, el cine polaco ha caído en la penumbra, al menos para la mayoría de los espectador. No porque el cine de esas regiones de Europa sea ahora peor o irrelevante, aunque es cierto que la crisis posterior al derrumbamiento de los regímenes socialistas afectó la cantidad y calidad de la producción cinematográfica. Simplemente, ese cine desapareció de nuestra vista, privándonos de presenciar su evolución, como si hubiera quedado prisionero de un limbo estético y temporal. Por esa razón, mi visionado, el domingo pasado, de Córki dancingu (Literalmente: las hijas de la fiesta), dirigida por Agnieszka Smoczyńska, ha supuesto una gran sorpresa. Una gran y agradable sorpresa, recalquemos.
Motivada en gran medida por el radical contraste que presenta frente a Powidoki (Afterimage, 2016) Andrzej Wajda, que ya les comenté la semana pasada. Simplemente, ambas obras habitan universos estéticos distintos. La de Wajda es una película de formato y aliento clásico, preocupada por aportar un posicionamiento político claro tanto frente al pasado como ante el presente en que ha evolucionado. La de Smoczyńska... pues bien, como muchas obras actuales es un cruce de influencias, estilos y planteamientos. Características muy propias del postmodernismo en que se disolvió la modernidad, y con ella sus ideales de progreso, igualdad y conocimiento racional, pero que en este caso, a pesar de mis muchos reparos hacia esa nueva sentimentalidad contemporánea, no me disgusta en absoluto.
Más aún, me fascina. Hasta el extremo que siento que tengo que volver a verla a no tardar, urgencia que no me ocurre muy a a menudo, últimamente.
Esta atracción se ejerce a pesar de los defectos de la película, bien visibles como era de esperar en una obra primeriza y que, por ello mismo, no acaba de estar lo bastante bien pulida y ensamblada. Sin embargo, la energía y el ímpetu que la cruzan de principio a fin bastan para equilibrar esas carencias. Y no sólo ese entusiasmo juvenil, sino en especial su condición de película sedimentaria, producto de la acumulación de elementos dispares y contradictorios, que en principio no estaban destinados a convivir. Porque la pelicula es, simultáneamente, reescritura de un cuento famoso de Andersen, el de la sirenita que muchos sólo conocen por su deformación disneyana; relato de terror en que dos sirenas deciden convertirse en estrellas de un local de alterne polaco, devorando de vez en cuando a algunos de sus clientes; y por último, musical desaforado, casi opera dadas sus proporciones, donde se mezclan pop, rock y punk, pero donde ninguna de estas interjecciones e interrupciones musicales suena a falsa, impropia o inoportuna.
Un logro que se consigue evitando los peligros y carencias de esos tres géneros, tanto la tendencia al festival de sangre de las películas de terror contemporáneas, como la cursilería y sensiblería del musical y de la adaptación del cuento tradicional. En Córki dancingu, por el contrario, Smoczyńska sabe remontarse a los origenes, tanto a la intención religiosa/ritual del teatro como a los miedos atávicos que anidan tras el mito, la leyenda y el cuento. Sus sirenas son así, al mismo tiempo, atractivas y temibles, pintadas y provistas de los rasgos asesinos y devoradores de las ondinas medievales y las sirenas homéricas. Monstruos cuya permanencia en la cultura humana es interpretable, casi de igual manera, como miedo del hombre ante la subversión de su papel dominante, lo que lleva distorsionar a la mujer dotándola de rasgos bestiales; o celebración de esa misma subversión que lleva a la victoria contra el sexo opresor, tal y como ha sido corriente representarlo en los últimos tiempos, caso de la película de Smoczyńsk.
Sus números musicales, además, suelen acabar en celebraciones multitudinarias, rituales públicos donde sus participantes entran en trance, y que por tanto son cercanos a la experiencia religiosa, en un proceso de translación en que la discoteca, y el concierto, han venido a substituir a la iglesia. Y todos ellos, números músicales de índole casi extática, resurgimiento del mito purificado de tantas y tantas concrecciones culturales, acumulándose y reforzándose para producir una experiencia irreal, onírica, alucinatoria, donde lo imposible y lo imprevisible pueden ocurrir en cualquier momento.
Como en los auténticos mitos y leyendas.
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