martes, 12 de diciembre de 2017

La princesa que leía libros



































Si siguen estas líneas, sabrán de mi creciente desapego por el anime, que casi ha desaparecido por completo de este blog, cuando antes era presencia constante. No les voy a aburrir con mis razones, ya que pienso dedicar una entrada entera a ese tema, pero sí les voy a decir que en estas últimas semanas he visto dos películas de anime con la palabra Hime, princesa, en su título. Una, Hirune Hime (La princesa durmiente, 2017) de Kamijama Kenji, es el último anime de moda, brillante y reluciente, con una historia que apela a la más rabiosa actualidad, ilustrada con los últimos avances tecnológicos en el campo de la animación; la otra, Arete Hime (La princesa Arete), de Katabuchi Sunao, es una película semiolvidada, sin referencias al presente, con resabios de un estilo ya pasado e imperfecciones propias de cuando los ordenadores no eran de uso general, y que se ha recuperado sólo por el éxito de su director con la muy reciente Kono Sekai no katasumi (En este rincón del mundo, 2016), que ya les comenté en su momento.

Pues bien, la primera Hime es una obra claramente de circunstancias, vacua y huera, mientras que la segunda Hime es una obra maestra. Olvidada, pero con sabor y substancia.

No voy a entrar en las razones por las que Hirune Hime será olvidada mañana mismo. Baste decir que tiene una música intrusiva y convencional, que busca sugestionar al espectador para que sienta lo que las imágenes no llegan ni a balbucear. Una muleta imprescindible que constituye la principal prueba de la fragilidad de esta obra, ya que la peripecia que narra, y como se narra, no es más que un acúmulo de lugares comunes mal trabados, con un barniz de actualidad, los móviles, los coches autónomos, la magia y la maravilla de atrezzo, que unos pocos meses estará completamente desfasada. Al igual que su enfoque sobre un personaje femenino, aparentemente de raigambre feminista, pero que sólo sirve para confirmar el status quo, restablecido y consolidado por las acciones de la protagonista, simple vehículo pasivo para derrotar al consabido malo malísimo que actúa sólo por maldad.

En Arete Hime, por el contrario, nos encontramos en un plano estético e ideológico completamente distinto. Se trata de una película que no se apresura, que intenta que el espectador se aclimate al ambiente y la atmósfera que rodea a sus personajes, a la que no le importa reducir su reparto hasta el mínimo imprescindible. Apenas tres, de los que dos de ellos sólo cobrarán importancia pasado el primer tercio. Es por tanto, una obra esencialmente lenta y reposada, sutil y plena en sobreentendidos, que confía en que el espectador sepa ver y reconocer, descubrir e investigar el mundo, sus peligros y sus recompensas, al mismo tiempo que su protagonista.

Punto de vista que es particularmente adecuado a la trama, y de esa manera casi de importancia tan crucial como esa propia peripecia y el modo en que se estructura. Narrativamente, Arete Hime es una obra que parte del mito popular, de la leyendas y cuentos que han formado parte de la memoria colectiva hasta hace apenas unos pocos decenios, para darles la vuelta por completo. La princesa Arete pertenece a ese arquetipo de la princesa encerrada que debe esperar a su héroe, sólo que ella no lo necesita para nada, ni para liberarse ni para alcanzar su madurez. Le basta con su ansia de libertad e independencia, autentico  motor de toda la película, que la convierte en un personaje esencialmente activo. Alguien que, a pesar de sus derrotas, siempre se hallará en movimiento, en continuo perfeccionamiento de sí mismo. Alguien que no necesita de un príncipe, ni siquiera del rango que ella ha heredado, para ser completa y feliz, mucho menos si ambas características significan dependencia y sumisión. O incluso esclavitud.

Es cierto que esa modificación del papel de la princesa tradicional ha consituido uno de los rasgos de la producción animada americana reciente, como demuestran películas como Tangled (Enredados, 2010) de Nathan Greno y Byron Howard, o Brave (2012) de Mark Andrews, Brenda Chapman, Steve Purcell. Sin embargo, siguen estando atadas a las viejas ideas de incompletitud y poder. En ellas, bien se busca un acompañante masculio imprescindible para el triunfo de la princesa rebelde, o bien se intenta que esta utilice su rebelión para conquistar su rango, mediante los modos y herramientas propios de un guerrero. Sin embargo, en Arete Hime, la princesa está caracterizada por tres rasgos únicos y poco frecuentes. Liberadores y radicales los tres. Su fortaleza está basada en su soledad, su inteligencia tiene un origen libresco, su libertad no se enfoca a la conquista del poder.

Rasgos que se expresan de manera espléndida en la película. En su orgullosa independencia, que la lleva a elegir su propio camino, sin necesitar la aprobación de nadie, mucho menos la ayuda. En su avezado ingenio, que le permite utilizar los libros para encontrar vías de escape a su encierro, demoler las añagazas con que los príncipes pretenden engatusarla, descubrir la utilidad de los objetos que encuentra para luego mejorar su uso y aplicación. En su afán de libertad, por último, unido a su insobornable integridad, que le hace descubrir que el poder, el rango y la herencia, no son otra cosa que obstáculos, cadenas que le impiden alcanzar sus sueños.

Conocer el mundo, vivir en él, experimentar sus maravillas, llegar a donde le lleven sus pasos. Sin tener que rendir cuentas a nada o a nadie.

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