sábado, 29 de febrero de 2020

Lo que nos negamos a ver


Antes de pasar a comentar la nueva exposición del CaixaForum madrileno, de nombre Vampiros, la evolución del mito, me veo obligado a dar un capón a los organizadores. Si de lo que se trataba es de rastrear como ese icono contemporáneo ha sido plasmado en la literatura, la pintura y, en especial, el cine, es imperdonable olvidarse de un hito de la animación como fue Vampiros en la Habana (1987), de Juan Padrón. Vale que esta muestra provenga de una institución francesa, la Cinemathèque Française, lo que explica cierto sesgo temático y geográfico, pero eso no es disculpa para que no se haya pensado en adaptarla a las particularidades de otros públicos. En concreto, a las referencias que un espectador de habla hispana pudiera tener.

Volviendo ya a la propia exposición. Mientras la visitaba me di cuenta que de todos los mitos contemporáneos, el del vampiro es el único que sigue de actualidad o al menos se sigue cultivando con asiduidad. Otros muchos, centrales en nuestra cultura hasta ayer mismo, están ya bastante apolillados. El del Don Juan/Casanova, con Carmen como su opuesto en genero, es de poca entidad en una sociedad que ha visto ya de todo en materia sexual e incluso comienza a virar hacia un puritanismo producto del hastío. Asímismo, presencias ubícuas en otros tiempos, como la del vaquero/pistolero del Salvaje Oeste, se han desvanecido por completo del imaginario colectivo, sino es en forma de evocación nostálgica o irónica.

jueves, 27 de febrero de 2020

En busca del momento inasible


En el panorama expositivo nadrileño han coincidido dos exposiciones dedicadas a Rodin, una en la Mapfre, que aún no he visto, y otra en la Fundación Canal, que es la que les voy a comentar. Ambas difieren bastante en sus tesis y sus enfoques. La de la Mapfre busca comparar a Rodin, escultor máximo del siglo XIX, con Giacometti, figura señera del siglo XX. Sea cual sea la razón por la que se ha buscado este paragón, al menos sirve, creo, para apreciar la metamorfosis irreversible que se había producido en ese arte entre ambos escultores. En menos de medio siglo, se había pasado de mantener la vista en el pasado, en Miguel Ángel y, más allá de él, en la escultura grecorromana, a dar un giro de 180 grados, dejar a un lado cualquier canon, maestro y modelo pasados, para confiar sólo en el futuro. En avanzar sin límite por su senda.

Sabemos ahora que aquéllas convicciones no eran más que ensueños, de los que vendría a despertarnos el postmodernismo, de manera brusca y violenta. Sin embargo, nunca esta de más constatar, quizás con cierta envidia, la pasión inextinguible con la que esos artistas se entregaban a su obra. Seguros de estar en el camino correcto, dispuestos a sacrificar cualquier cosa, incluso la salud, en busca de una perfección que se les escurría a cada intento de asirla. Camino tortuoso en el que era fácil perderse, como muestran las inacabables series de ensayos, bocetos y borradores que quedaron en sus estudios. La mayoría sin plasmarse en una obra final, pero todos anunciando ese momento en que se produciría la revelación. En que la obra surgiría de sí misma, pura y perfecta, como si no fuese creación humana.

De esto último, precisamente, trata la exposición de la Fundación Canal: de como Rodín exploraba, a ciegas y a tientas, los vastos espacios de su capacidad artística. Teniendo siempre como modelo y guía a Miguel Ángel, cierto, pero retomando su labor allí donde el florentino la había dejado hacía 300 años. Abriendo, de esa manera, las puertas a la escultura contemporánea.

miércoles, 26 de febrero de 2020

Desde el exilio


Es normal asignar a los artistas a sus escuelas nacionales. Al fin y al cabo, de ese substrato patrio provienen sus principales influencias, sin las cuales su obra sería incomprensible. Como mucho, se llega a hablar de escuelas internacionales, caso de aquéllas ciudades, como la Roma del XVII o el París del siglo XX, que acogieron a artistas de múltiples proveniencias, de cuyos intercambios cruzados, de sus múltiples fertilizaciones, habrían de surgir estilos nuevos, perspectivas imposibles de contemplar, mucho menos imaginar, desde el terruño.

Sin embargo, creo que en el siglo XX habría que añadir una categoría más: el del exilio. De rango similar al de un país, puesto que quienes se convirtieron en artistas exiliados acabaron por adquirir rasgos idénticos, incluso sin conocerse entre ellos ni recalar en los mismos países. ¿La razón? Que esos exilios fueron de naturaleza política. Siempre han existido artistas nómadas, que no encajaban en sus sociedades de origen, pero en el siglo XX -y además de forma multitudinaria- muchos artistas fueron extirpados de sus tradiciones culturales, obligados a aclimatarse en culturas que no habían elegido y en donde sólo la suerte -o la casualidad- les había ofrecido abrigo frente a la persecución. No es de extrañar que en todos ellos se refleje la amargura ante la arbitrariedad, el rencor frente a la injusticia, junto con el más profundo desánimo, imbricado e inseparable de una inquebrantable voluntad de lucha y denuncia.

domingo, 2 de febrero de 2020

Los nuevos/viejos caminos

Miguel Ángel Campano, Rithm & Blues

Han coincidido, en el MNCARS, dos muestras de artistas españoles contemporáneos. Por un lado, la titulada D'Apres y dedicada al pintor Miguel Ángel Campano, quien apenas tuvo tiempo de colaborar en ella antes de su muerte hace dos años. Por otro, Abandonar la escritura, que se centra en la figura del poeta experimental Ignacio Gómez de Liaño, aún vivo y que no se muerde la lengua a la hora de defender ciertas opciones políticas muy recientes y no menos despreciables. Vaya por delante, que he visto ambas exposiciones con cierto apresuramiento, a pesar del interés de su contenido, así que, por desgracia, mis comentarios no van a pasar de superficiales y estereotipados.

Con claridad, Campano se inscribe en la larga y caudalosa corriente de la pintura abstracta, ya centenaria. Incluso, a primera vista, se le podría encuadrar con los informalismos que surgieron, un tanto a destiempo, a finales de los cincuenta en la España de la dictadura, si no fuera porque Campano pertenece una generación posterior, la que desarrollaría su obra en tiempos de la transición y la democracia. Una época, no se olvide, que presencia la quiebra de la modernidad y su disolución en el posmodernismo de los ochenta, por lo que cualquier intento de perseverar en la abstracción - o en cualquiera de los dejes modernos- por fuerza debería parecer anticuado. Una mirada hacia un pasado que comenzaba a ser historia, de ésa que permanece cogiendo polvo en los manuales especializados.

Hay que reconocer que Campano, en su larga trayectoria, no se limitó a encontrar una fórmula reconocible que pudiese rentabilizar con facilidad. Su obra se caracteriza por una elogiable experimentación, en la que abundan los vuelcos completos, los bruscos virajes. Tan radicales que se podría confundir esta exposición monográfica con una colectiva, en la que se hubiese ilustrado una época y un estilo artístico describiendo un sistema solar de pintores, con sus influencias y referencias. No obstante, a pesar del afán renovador de Campano, sus pinturas pueden clasificarse en dos ramas bien diferenciadas de la abstracción: la colorista, a la que volvería una y otra vez, que remitiría tanto al primer Kandinski como a los autores más dinámicos del informalismo de los cincuenta,  enfrentad un geometrismo monocromático de acabado tosco y áspero, no tanto al estilo de la Bauhaus y sus reencarnaciones de posguerra, pero sí con claras referencias a Malevich y a los supermantistas.

Dos opciones entre las que prefiero la colorista, quizás por aparecerme más musical y menos cerebral.





Respecto a Liaño, su obra se inscribe en la exploración de un problema que la modernidad no supo resolver y que la posmodernidad adoptaría como uno de sus rasgos definitorios. Hacia los sesenta del pasado siglo quedó claro que las divisiones entre las artes se habían convertido en corsés, que limitaban la expresividad del artista y el impacto sobre los espectadores. Nació así el concepto de artes extendidas, que buscaba romper esas barreras entre técnicas y formatos, con el objetivo de rescatar el arte de unos museos que habían devenido templos sacrosantos, cuando no mausoleos inaccesibles. Lugares en los que el carácter sagrado de lo expuesto imposibilitaba cualquier otra reacción que no fuera la de sumisión, humillación y adoración. Sin dudas y sin fisuras.

Esa reacción no era nueva, puesto que su primera expresión había tenido lugar con el Dadá de 1910, del cual estos artistas se proclamaban herederos y admiradores. La diferencia es que sólo en los años sesenta pasó a formar parte de la corriente principal de la creación artística, mientras que las categorías tradicionales se tornaban caducas, por mucho que hubieran vertebrado hasta entonces las vanguardias. Así, la poesía, que es el campo que cultiva Gómez de Liaño, busca escapar de las páginas de los libros e invadir la vida cotidiana, ya sea en forma de manifiestos en video -que ahora youtube permite alcanzar una difusión masiva-, instalaciones en que las frases se convierten en paisajes, juegos que utilizan el azar y la arquitectura para generar poemas de forma aleatoria -y supuestamente de variedad infinita-. o esculturas-paradoja donde el temblor del poema se materializa en objeto visible.

¿Funciona? Es discutible y ese es su mayor fracaso. Si se pretendía que el arte de vanguardia llegase e  influyese a amplios sectores de la población, en especial los que no tienen tiempo o inclinación para apreciarlo, el experimento se ha cerrado con un fiasco. Este arte extendido/expandido, diseñado para la calle, concebido para la participación de todos, ha devenido otro prisionero más de los museos de arte contemporáneo a los que tanto detestaba. Una curiosidad ante la que desfilan escasos curiosos, que no ocultan su desinterés  y aburrimiento.

Un arte para nuevas élites, como el antiguo. Como mucho para quienes conocen la broma.