lunes, 31 de enero de 2011

AMGD, Capítulo I: Jerusalen Año 60 d.C.

He pensado mucho en como llenar los lunes, si con los artículos cinéfilos que ya no son visibles en Tren de Sombras, o con alguno de mis intentos literarios... y al final me he decidido por esto último.

El caso es que tras Forjadores de Imperios, emprendí la composición de una novela, de nombre Ad Majorem Gloriam Dei, que narraría la sublevación Judía contra roma de los años 66 al 70 de nuestra era y que culminó con la destrucción de Jerusalén. La historia, escrita pensando en los sucesos del 11S y las invasiones de Afganistan e Irak,  se narraría desde el punto de vista judio como  romano, estando representados estos últimos por Vespasiano, Tito, la reína Berenica, que aunque judía estaba fuertemente helenizada, y un legionario de origen germano de nombre Hermann, como el Arminio de la selva de Teoteburgo, mientras que la voz del lado judío sería uno de los rebeldes de jerusalén, un superviviente de una rebelión anterior y un bandido de los montes del mar Muerto, de forma que se mostrase lo que sucedía dentro y fuera de la ciudad Santa.

La novela atravesó cerca de once versiones distintas, en un periodo que va del 2002 al 2006 y nunca llegue a terminarla, por una u otra razón, aunque las secciones finales e iniciales llegarón a estar bastante acabadas. Para empeorar todo, las versiones 10 y 11 se perdieron con la muerte de mi ordenador, así que lo que van a leer es la última conservada, la novena, no la mejor de todas, con mucho sobrante, pero bastante representativa de lo que iba a ser el producto final, aunque este se modificaba una y otra vez en cada arranque y parada.

En fin, aquí les dejo el primer capítulo, en estado de borrador avanzado, así que perdonen las faltas e incongruencias. Espero que lo disfruten, porque mejor es que alguien lo lea, que no que siga criando polvo en mi disco duro... o que se pierda definitivamente. Tengan también en cuenta que al ser una obra de mayor extensión, los pasajes novelescos son más aparentes, perdiéndose mucho del rigor histórico que intenté mantener en la obra anterior.


Capítulo I: Jerusalén Año 60 d.C.


Sion. Bendecida y maldecida por Él. Albada y vituperada por los profetas. Virgen pura y sin mácula. Puta universal.

Ya nada te separa de nosotros. Hemos coronado la última colina, nos hemos asomado al monte de los Olivos. Bastaría descender al barranco del Cedrón, para tocar tus murallas, para que tus puertas, infranqueables para cualquier enemigo, se abriesen dulcemente ante nosotros.

Estamos frente a ti, pero no te vemos. El sol se pone a tus espaldas y nos ciega con su brillo. Hay que apartar la mirada, esperar a que el astro se ponga, aguardar a que el astro se ponga. Volvemos entonces la vista, pero nada ha cambiado. Contra el cielo rojo se recorta tu perfil negro, templo, palacios y murallas fundidas en una sola masa, hosca y hostil,  impenetrable, amenazante. Nunca podréis entrar aquí, grita, Él no lo ha decidido así, abandonad vuestras esperanzas, cesad en vuestra fe. Como prueba, el color del cielo se apaga, un manto negro avanza desde oriente, hasta que ya no se puede distinguir cielo y tierra, sino es por las estrellas que brillan en las alturas.

Hay que esperar hasta mañana. No se puede hacer otra cosa. No entraremos como ladrones en Sion. No somos criminales y rebeldes. Somos Sus verdaderos hijos, los propietarios de la casa, venidos a recuperarla de sus arrendatarios. Mañana, con el astro a nuestras espaldas, marcharemos hacia la ciudad. Mañana, los ángeles nos abrirán las puertas y cegaran a cualquiera que se no oponga. Su mano estará sobre nosotros. Su vista se regocijará al presenciar nuestro celo, porque mañana el templo será purificado, la abominación de la desolación será abatida, los prevaricadores e hipócritas que ensucian Su nombre recibirán su castigo, los gentiles y sus falsos dioses serán expulsados de la tierra santa que Él nos entregó.

Mañana. Todo esto ocurrirá Mañana.

Esta noche debemos demostrarle que nuestra fe no ha vacilado. Hemos escuchado sus palabras y creído en ellas. Su espíritu nos posee y no queda lugar para ninguna duda. Es el tiempo de la oración y la plegaria. No. Es el tiempo de la celebración y el regocijo, porque con el a nuestro lado es como si hubiéramos ya vencido, como si estuviésemos ya dentro de la santa Sion, como si Su reino ya estuviese aquí, entre nosotros, como si todo sufrimiento y toda injusticia se hubieran desvanecido en el olvido.

Como si Hoy fuera ya Mañana.
  
Aquí y allá, dondequiera que mire, aparecen luces, hogueras encendidas por la multitud. Rostros alegres y confiados, seguros del futuro, se congregan alrededor de ellas. Poco a poco la obscuridad retrocede, hasta alcanzar las lindes del bosque, iluminando a aquellos que entran en él y vuelven cargados de madera, resaltando por un breve instante sus rostros alegres, plenos de la misma seguridad y confianza que los que aguardan frente al fuego.
   
El rumor de la multitud, poderoso como los torrentes, se acalla lentamente. Por un momento se escucha el ritmo de las hachas en el bosque, pero este sonido también se desvanece. Primero es una voz, luego otra y otra, al final todas mezcladas en una sola, la mía también, indistinguibles, de nuevo una única voz, una sola voluntad, alabando al Señor, enumerando sus glorias, extendiéndose en sus alabanzas.
  
Un movimiento repentino. Veo desaparecer los rostros de la luz de las hogueras, sombras negras me las ocultan un instante, alguien me golpea al pasar y casi me derriba. Otros pasan rozándome sin verme, fija su mirada en algún punto invisible, oculto en la obscuridad. Me uno a ellos, corro entre la multitud sin saber a donde me dirijo, sólo por no ser aplastado por la multitud. Él, Él gritan. Él, Él, grito y entonces lo comprendo todo, entonces lo entiendo todo y mi corazón, mi alma se anega con la felicidad y el gozo.
   
Ahí está frente a mí. Separado por un mar de gente, que se agita con olas repentinas. Ahí debería estar, ahí va pronto a aparecerse. Sobre un montón de piedras se han encaramado dos hombres, enarbolando antorchas. Custodian su cima, el espacio vacío donde Él pronto habrá de mostrarse. Sus manos se dirigen hacia nosotros, reclaman nuestro silencio, pero no hace falta que lo hagan, porque todas las bocas se están cerrando, todas las miradas se están fijando en un único sitio.
  
Las cabezas comienzan a desaparecer frente a mí. Fila tras fila descienden hasta que yo mismo sigo su ejemplo, me hinco de rodillas inclino la cabeza hacia el suelo. Él ya está allí. No necesito mirar para saberlo. No soy digno de hacerlo. Nadie de entre nosotros lo es. Me bastan sus palabras. Ni siquiera eso, pues la distancia que me separa de Él me impide entenderlas. El tono reposado de su voz es suficiente, la tranquilidad que transmite, el bálsamo que extiende sobre mi corazón
  
No necesito oír de nuevo sus palabras. Ya las conozco. Me basto oírlas una vez. Aquella mañana cuando salíamos de la aldea para trabajar en los campos. Allí estaba, subido a una elevación como ahora, dándonos la espalda a nosotros, sin mirarnos, la vista perdida en el horizonte, los suyos sentados más abajo, rodeándole por completo, pero dejando un amplio espacio a su alrededor, para no molestarle, para impedir que la impureza de los hombres llegase hasta él.
   
Se levantó sin mirarnos. Nosotros, los jóvenes de la aldea, nos habíamos detenido ya, fascinados por el espectáculo. Incapaces de movernos, percibíamos como las ancianos pasaban a nuestro lado, sin mirarle ni mirarnos, sin posibilidad de cambiar o comprender. Alguno nos agarró del brazo, tiró de él, intentando que continuásemos. Bastó un simple movimiento para zafarnos, para vencer sus débiles y gastadas fuerzas. No intentaron más, continuaron su camino hacía los campos donde habían malgastado sus vidas, hacía los surcos que habrían de matarles. Ya no pertenecíamos a su mundo, ya no pertenecían al nuestro.

-El reino ha llegado. El reino ya está aquí. Sólo tenéis que cogerlo. Sólo tenéis que disfrutarlo.
   
Esas palabras nos estremecieron. No se había vuelto hacia nosotros, pero era como si hubiera agarrado de los hombros y sacudido. Como si hubiera clavado su mirada en nuestros ojos y leído nuestros pensamientos. Le vimos descender de la colina, desaparecer tras su masa. Sin decir una palabra más, sin esperar nuestra respuesta. Los suyos también se pusieron en pie, en silencio, y le siguieron, las cabezas gachas. Pronto le volvimos a ver, ascendiendo la ladera de la siguiente colina, camino del horizonte del que nunca había apartado los ojos.
  
¿Qué quedaba por hacer? El ruido de nuestros aperos contra el suelo, el chasquido metálico al chocar los unos contra los otros, nos sobresaltó. Pudo habernos despertado, pero no lo hizo. Ya estábamos en marcha. Nada podía detenernos. Cantábamos mientras marchábamos, enlazábamos a nuestras manos con las de los otros fieles. Éramos hombres nuevos, liberados de todo lo viejo, unidos, seguros de nuestra fe, encaminados al horizonte, al reino que ya estaba aquí, al reino cuyas puertas estaban abiertas de par para nosotros, al reino que nos estaba destinado desde el principio de los tiempos.
   
Atrás quedaban los muertos. Los muertos ya en vida. Los muertos que no podían soñar con la resurrección. Los muertos que nunca podrían obtenerla.
   
Ahora había llegado el momento prometido. Mañana la ciudad santa sería nuestra. Mañana Su mano descendería sobre nuestras cabezas. Mañana ángeles y arcángeles combatirían a nuestro lado. Ningún poder terrenal podría oponérsenos.
   
¿Podía soñarse mayor dicha? Las lágrimas descienden por mis mejillas. Clavo las uñas en el dorso de mis manos, unidas en la oración, canto con mayor fuerza, estremecido ante el presentimiento del gozo eterno, sin final, que habrá de comenzar mañana. Alzó los brazos a la obscuridad de la noche, los clavo en la tierra, golpeo una y otra vez, buscando la calma, el reposo, la seguridad que me ha abandonado.
  
No soy el único. Otros a mi lado se revuelcan por el suelo, patalean, se curvan en un arco, sustentados sólo por la cabeza y los pies, nadie se acerca a ellos, nadie intenta interrumpir su frenesí, todos les miran con envidia, porque Su espíritu, Su mensajero, ha descendido a la tierra y busca acomodo en las almas más puras. Si me eligiera a mí. Si me eligiera a mí, es el ruego de miles de voces, el murmullo hecho audible, convertido en grito por la fuerza de los números.
  
Y Él no cierra sus oídos a nuestras plegarias. Él no se muestra esquivo. Al contrario, cada vez son más los bendecidos. Yo mismo soy alcanzado y derribado por su flecha, aplastado y destruido por su mano, hasta casi convencerme de mi misma muerte.
    
Silencio. Bajo el negro cielo distingo las negras nubes.
   
Amanece. La obscuridad se retira. Apenas comienza a asomar el sol que ya nos hemos puesto en pie. De espaldas al sol, precedidos por nuestras sombras, descendemos al barranco del Cedrón, cantando las alabanzas del Señor, danzando y batiendo palmas, anunciando el reino y su llegada
  
No vemos otra cosa que el templo. Escarpados precipicios lo protegen, murallas verticales lo defienden, pesadas puertas lo encierran, pero ninguno de estos obstáculos nos arredra. Si es templo es porque Su mano se ha extendido sobre él y si Él la retirase toda la vanidad de los hombres se vendría abajo, convertida en polvo.
  
Pero Su mano aún vela sobre él y no podemos apartar la vista de su gloria. Sobre los precipicios, tras las murallas, se alza su mole, imponente, cegadora,  semejante a las montañas cubiertas por las primeras nieves, teñida de sangre por los primeros rayos del sol, sol él mismo, capaz de apagar el otro si Él lo quisiera.
  
Me abro paso entre las masas. Otros me siguen. Todos quieren ser los primeros en hollar el recinto sagrado, en ver abrirse los cielos sobre nuestras cabezas, en recibir a las cohortes celestiales. Pero llega un instante en que no puedo avanzar, en que la masa es demasiado densa para que pueda apartarlo, en que ya es imposible retroceder, en que solo puedo quedarme quieto, mirar, esperar, rezar.
  
Las puertas de bronce están cerradas. Un estremecimiento sacude a la multitud. El aire huele a fracaso, pero no se nos da tiempo de seguir ese camino. Detrás suenan trompetas como en Jericó. Una vez se escucha su voz. Dos veces. Tres veces. Cuatro. Cinco. Seis. Siete.
   
Silencio.
   
Lentamente, rechinando, las hojas se apartan. Un grito de júbilo escapa de todas las gargantas. Me empujan por detrás, intentan apartarme, pasar por encima, pero yo no avanzo. Las filas que aguardan por delante no avanzan. Al contrario, intentan retroceder, pero no pueden. Gritan de horror, pero sus voces se ahogan entre el clamor de la multitud, sofocadas por el júbilo del resto, por la alegría que se va a transformando en exclamaciones de impaciencia, en cólera e ira.
  
Si pudieran ver lo que vemos.
  
Las puertas de la ciudad están abiertas de par en par, pero el paso está cerrado. Un muro de grises escudos, altos como cualquiera de nosotros, lo cierra. Permanecen inmóviles, completamente inmóviles, como si nadie los sostuviese, pero sobre ellos asoman cascos, y en la obscuridad de los cascos brillan ojos fríos, que nos observan, ojos que disfrutan por adelantado de nuestra muerte.  
  
Una voz seca resuena. Me estremezco, la multitud entera se estremece conmigo, pero soy incapaz de moverme. Estoy fascinado. No he llegado a ver los brazos que los han lanzado, pero una nube de lanzas, negra y densa, ha cruzado sobre mis cabezas. Un grito agudo y desgarrador sobreviene. No hay tiempo para pensar. De nuevo la voz de mando. De nuevo la sombra que tapa el sol. De nuevo el aullido sobrehumano.
  
La pared de escudos se mueve. Lenta y rítmicamente. Sin detenerse. Sin descomponerse. Una orden distinta resuena. Entre escudo y escudo se ve brillar el metal. No puede estar sucediendo. Él está a nuestro lado. Esto es sólo una prueba. Pronto su poder destruirá y esparcirá a nuestros enemigos. No dudéis, se oye gritar, no perdáis la fe.
  
De nuevo se elevan los cánticos. Primero llenos de miedo, voces aisladas, poco a poco ganando confianza. Las cabezas desaparecen frente a mí. Se han puesto de rodillas, alzan los brazos al cielo, implorando Su intervención. Siento que debería seguir su ejemplo, pero no lo hago. No puedo. No puedo despertar.
  
El muro de escudos ya ha llegado a las primeras filas. No hacen falta órdenes. Saben perfectamente qué hacer. Al unísono alzan sus brazos, por un instante destellan las espadas en lo alto, y al unísono los dejan descender. No se eleva grito alguno de entre los que están arrodillados, simplemente se escucha un crujido como de madera rota, y el sordo sonido de los fardos que caen en el suelo.
  
Los cantos se quiebran, la presión que me empujaba hacia delante desaparece. Los soldados siguen avanzando hacia donde estoy yo, abatiendo a los nuestros antes de que puedan levantarse. Fila tras filas, se me aproximan, pronto seré el siguiente, pronto me tocará a mí, pero no intento huir, será aquel soldado, me pregunto, aquel que ríe con cada víctima, o será aquel otro, cuyo rostro no muestra ninguna expresión.
  
Volver a ti. Gozar de tu gloria. ¿Puede haber mayor dicha? Cuanto antes, mejor.
  
Me sobresalto. Me he dado la vuelta.
  
La multitud huye ante mí, desparramándose por las pendientes, cada uno corriendo en una dirección distinta, sin rumbo, chocando entre sí, volviendo incluso hacia donde nosotros estamos.
 
Yo también estoy corriendo. Golpeo a los que me preceden, les hago caer, salto sobre sus cuerpos, les piso, tropiezo, estoy a punto de caer yo mismo. El suelo está cubierto de objetos, las trompetas que deberían hacer caer los muros, los estandartes que debían abrirnos paso, los haces de leña con los que debería ser purificado el templo.
   
Alcanzo el fondo del barranco, pero aún me queda la escarpada subida hasta el monte de los Olivos. Alguno ha conseguido alcanzar la cima, pero la mayoría se escurre, desciende rodando hasta el fondo, entre nubes de polvo, arrastrando a otros que intentan ascender, que tratan de aferrarse a piedras y arbustos. Sin conseguir nada. Sin obtener nada. 
   
Estamos atrapados. Estamos muertos. ¿Para qué continuar?
  
Algo me golpea en la espalda y me derriba. Un dolor agudo me atraviesa, pero desaparece enseguida.
  
Obscuridad.

Colina tras colina, hasta alcanzar el horizonte.
  
El viento arremolina mis vestidos. Olas cruzan los trigales, hacen brillar las espigas al sol por un instante, y enseguida desaparecen.
 
Dicen que más allá, detrás de esas colinas, existe un mundo distinto.
 
No puedo creerlo. Nunca podré creerlo.
 
Son cuentos de viajeros. De locos que buscan lo que no existen. De falsarios se inventan mentiras con las que engañarlos.
 
Pero yo lo sé. No pueden engañarme.
 
Allá a lo lejos, tras las colinas, no hay otra cosa que aldeas iguales a la que vivo. Gentes iguales a las que conozco.
 
Gentes que trabajan de la mañana a la noche, gastando su vida en los campos, hasta que la muerte les alcanza.
 
Nada cambia con eso. Otros los substituyen. Año tras año, los trigales germinan, crecen y son cosechados. Año tras año, las nubes se arremolinan, cubren los cielos y anegan las tierras con su lluvia. Año tras año, desaparecen durante largos meses, permitiendo que el sol abrase la tierra y sus criaturas.
  
Año tras año, sin que nada lo turbe.
  
Me he puesto en pie. Desciendo por la ladera. Me desvanezco entre las espigas.



Arriba, en el azul del cielo, hay pintados unos débiles trazos blancos, rectos y estrechos. El atardecer comienza a teñir sus bordes.
  
Les sigo con la mirada. Giro la cabeza a medida que descienden del cenit al horizonte. Intento volver el cuerpo para estar más cómodo, pero no puedo. Algo aprisiona mi brazo, lo aplasta contra el suelo. Apenas lo siento. Abro y cierro la mano, pero enseguida me quedo sin fuerzas. Como si no estuviera ahí, como si perteneciera a otra persona, como si pudiera dejarlo atrás, inútil y prescindible.
  
No me importa. Con la cabeza girada, tengo perfecta visión de las colinas que cierran horizonte. Las nubes se pierden tras ella, verticales, como si estuvieran clavadas en sus cimas. El azul del cielo se ha tornado en violeta, casi negro, y el blanco de las nubes ha virado a gris, también casi al negro.
  
La noche se aproxima. El descanso se acerca. Cierro los ojos y me preparo.
  
No puedo.
  
Mis ojos continúan abiertos, fijos en la cima de la colina, en los olivos de que la coronan. Entre ellos hay otros árboles sin hojas, extrañamente verticales, con sólo dos ramas que se abren en ángulo recto cerca su copa.
  
Un espasmo me estremece. Intento levantarme, pero mi brazo aprisionado me retiene. Preso del terror, estoy a punto de gritar, pero consigo morderme los labios. No puedo gritar. No debo gritar. No quiero acabar allí arriba. No quiero esa agonía.
  
Les he visto a tiempo. Ellos han sentido también algo y han vuelto su mirada hacia donde yo estaba. He aguantado la respiración, aflojado mis músculos, luchado por no girar la cabeza hacia donde ellos estaban.
  
Silencio. En el silencio multitud de ruidos. Las alas de los pájaros. El repiqueteo de los martillos. Los últimos estertores de los moribundos. Aquí, muy cerca de mí. Allí, arriba en la colina.
  
Luego, el andar trabajoso de hombres que visten corazas.
  
Lentamente recojo el brazo que tengo libre. No lo levanto, lo arrastro por el suelo, hago que cruce mi cuerpo, hasta llegar a mi hombro. Aguardo ahí un instante, reuniendo valor, luego, cierro los ojos y empujo.
 
Algo blando recibe mi mano. No me había equivocado. No cede. Empujo con más fuerza y, poco a poco, mi brazo se escurre bajo la masa que lo aprisiona. No lo siento. No sé cuanto queda aún. Me detengo. Una breve pausa, mientras recupero el aliento. Otro empujón más.
  
Queda libre de repente. El impulso me hace deslizarme por la pendiente. No me hago daño. La tierra es blanda, elástica, extrañamente húmeda, aún conserva el calor del sol.
   
He girado al deslizarme. Ante mí está ahora el templo, una mancha negra que se recorta contra el rojo del cielo. Algo inalcanzable y prohibido. Desde aquí abajo, en la obscuridad del valle, las murallas que lo protegen parecen aún más elevadas, los precipicios aún más inexpugnables. Mis ojos los recorren, descendiendo, hasta llegar fondo del barranco, al lecho del torrente donde yazgo.
  
Debería ver las suaves arenas del fondo, los cantos arrastrados por las aguas en cada tormenta, los canales excavados por la corriente. Manos, cabezas, piernas, brazos, torsos, agrupados en montones. Yo reposando sobre uno de ellos.
  
Tengo que salir de aquí. Tengo que salir de aquí. Tengo que salir de aquí.
  
Extiendo un brazo. El otro aún no responde, yace muerto a mi lado inútil. Hinco un codo en el suelo. Me giro sobre mí mismo. Caigo sobre mi brazo inútil, atrapándolo, sin sentir nada. Me apoyo de nuevo en el codo. Me arrastro hasta dejarlo libre. Me abandonan las fuerzas.
  
Silencio. En el silencio, multitud de ruidos. Las alas de los pájaros. El repiqueteo de los martillos. Los estertores de los agonizantes. Aguardo que algún rumor se me acerce. Espero que una mano me agarre y me levante, que una voz en lengua extranjera proclame su triunfo.
  
Nada pasa. La obscuridad avanza. Tiemblo. Alzo la mirada. Ya no hay azul en el cielo. Brillan las primeras estrellas. El frío aumenta.
  
Me arrastro, primero con una mano, sintiendo como miles de agujas traspasan el otro brazo. Luego con los dos, cada vez más rápido, con rabia y desesperación, sabiendo que en cualquier instante pueden descubrirme, que en cualquier momento pueden abatirme definitivamente
  
Rozo unas hojas. Me aferro a una rama. Las espinas traspasan mi mano, pero no suelto la presa. Me escondo tras él, temblando, respirando con dificultad, perdido el aliento, seguro de que deben oírme desde lejos.
  
No pienso. No tengo tiempo. Me pongo en cuclillas. Comienzo a andar, agazapado. Todo mi cuerpo duele, cada movimiento es una tortura, pero a poco el sufrimiento se apaga, poco a poco mis sentidos se embotan, se que puedo continuar así indefinidamente, poniendo un pie detrás de el otro, avanzando el brazo opuesto para mantener el equilibrio.
  
No me intento mantenerme escondido. No guardo ninguna precaución. Es noche cerrada y yo marcho erguido, casi orgulloso, entre las cruces que cubren el monte. Los guardias se han ido a dormir. Saben que ningún vivo intentará salvar a los muertos, que sólo los muertos se ocupan de los muertos.
   
Alguno, al sentirme, se agita en el patíbulo y me llama.
   
No le hago caso.

domingo, 30 de enero de 2011

100 AS (XLIVb): The Cat Came Back (1988) Cordell Baker












Como todos los domingos ha llegado el momento de revisar otro corto de los 100 mejores recopilados por el festival de Annecy, sólo que esta vez recurriremos a la lista B, esos otros cortos que por imposibilidad de encontrar los seleccionados se añadieron a la recopilación que anda por esas internets de dios. El elegido es ni más ni menos que The Cat Came Back, realizado en 1988 por Cordell Baker, y firme candidato a ser uno de los cortos más hilarantes de la historia, con el permiso de la Warner, claro.

Y dado que esta vez el corto es tan divertido, les voy a dispensar de mis comentarios introductorios y les dejo que lo disfruten. Nos vemos cuando termine, si les apetece.





Como habrán podido apreciar, poco más se puede decir de un corto como este, que no necesita de un comentario que nos demuestre su valor. Si acaso, me voy a permitir unas breves anotaciones, para que lo entiendan mejor.

La base del corto es la canción que le sirve de banda sonora, aunque convenientemente arreglada, una melodía popular con más de cien años de antiguedad y que ha sido una de las favoritas de los niños canadienses, transmitida de generación en generación, con el mismo éxito en todas, hasta convertirse, como digo en un rasgo cultural canadiense.

Lo primero que puede chocarnos es que se trata, muy superficialmente, de un tema muy poco politicamente correcto, ya que describe los denodados esfuerzos de Mr. Johnson por deshacerse de un lindo gatito que ha decidido quedarse a vivir con él. Denodados esfuerzos que consisten en eliminarlo de las maneras más burras y despiadadas posibles, en un crescendo de destrucción y asesinato.

Horrible ¿no?

Pues no, porque la comicidad del asunto no estriba en la muerte del gato, al estilo de esas películas de torture porn que abundan hoy en día, sino en como esos planes, de los más sencillos a los más elaborados, fracasan una y otra vez, saboteados por un animal que se revela más inteligente que su dueño y que termina por destruirle. Una fuerza cómica que se basa en uno de los trucos más antiguos del género y que también sabía aprovechar Warner, la inversión de los papeles y estructuras sociales, en la que los poderosos, los que deberían ganar acaban siendo derribados y humillados por los débiles, entre el regocijo del público que al día siguiente deberá volver a ese mundo real donde nada cambia ni nunca cambiara.

Pero todos los temas y todos los trucos no sirven de nada sino hay talento y este corto de Baker lo derrocha a espuertas. No es ya que los gags se vayan sucediendo uno tras otro en un ritmo casi perfecto y que cada uno de ellos desarrolle el anterior o lleve la escena en direcciones tan sospechadas, tan distinto de esas películas o series tan famosas que se limitan a acumular chistes en el metraje sin que la cosa tenga algún sentido, es que simplemente no hay un solo plano desaprovechado, como puede verse en las capturas que he incluido, y que para rizar el rizo, el autor ha incluido chistes y guiños que sólo son visibles al segundo o tercer visionado, pero que no son menos graciosos que los que reciben el foco de atención.

Una obra maestra, en definitiva, de esas que te levantan el ánimo y te hacen pensar que merece la pena estar en este mundo.

Así que, vuelvan a ver el corto y disfrútenlo.

sábado, 29 de enero de 2011

Blowing Everything Up













En varias ocasiones, a lo largo de este blog, he señalado mi admiración por el estudio Shaft y su director Shimbou Akiyuki, la cual se debe en no poca medida porque a pesar del poco presupuesto con que cuentan sus obras y la necesidad de apelar al otaku medio utilizando eso que se llama fan service, se las ha arreglado para introducir aquí y allá grandes dosis de experimentación o al menos de maneras y formas de animación alejadas del mainstream, con las que el fan del anime está poco familiarizado, lo cual es más que loable en estos tiempos.

Sin embargo, desde que terminó el pase televisivo de Bakemonogatari y Sayonara Zetsoubou Sensei en sus múltiples encarnaciones, Shaft parecía haber perdido su garra de antaño. La crisis parecía haber reducido aún más sus presupuesto, obligando a guardar los tics habituales del estudio, que tanto descolocaban al aficionado, para así evitar que las ventas se redujesen aún más. Con estos antecedentes una serie como Puella Magi Madoka Magica, parecía una iteración más del cliché de la magical girl, sólo que en vez de dedicado a un público femenino adolescente, parecía aprovecharse del tirón del complejo moe/kawai, para atraer a tanto otaku como hay suelto sin ningún tipo sin gratificaciones sexuales. Reales, digo.

¡Ja! ¡Qué equivocado estaba!

Debería haberme acordado de que siempre que Shaft ha introducido en sus series alguna magical girl, como ocurría en Pani Poni Dash o en ciertos episodios de Sayonara Zetsoubou Sensei, siempre lo había hecho de forma paródica e irónica, desmontando sus elementos y remontándolos de forma completamente distinta y renovada. Debería haberme puesto sobre aviso como, desde el primer episodio, a pesar del estilo de personajes amable y aparentemente tópico, los planos, el colorido y la iluminación llevaban a clara la marca de fábrica, ese tomar lo normal y desviarlo levemente, para que produzca una sensación de extrañeza y desasosiego.

Pero sobre todo, debería haberme alertado el hecho de que cada vez que los personajes se adentraban en el otro mundo donde tenían lugar los combates entre las brujas y las magical girl, el estilo cambiaba de forma dramática y completa. Ya no estábamos en el ámbito del anime actual, en ese reíno de lo mono y lo amable, de los tópicos y clichés, eternamente repetidos, sino en el de la animación independiente, poblado por cutouts, formas y símbolos surreales, donde cada plano puede y debe ser una sorpresa, mientras que el espectador conaisseur y avisado, aguarda con avidez, sentado en el borde del asiento.

Como conozco el carácter y las expectativas del aficionado medio, recuerden, yo soy una excepción, no me sorprendió que casi nadie hablase del audaz y atrevido estilo visual de estas escenas, como la que se muestra en la introducción, perteneciente al episodio 4, más allá de señalar su extrañeza y expresar el deseo de que fuesen animadas en modo normal. En mi caso, el sólo hecho de que en cada episodio se mostrase ese otro mundo con ese estilo bastaba para que continuase viendo la serie, por muy banal o poco original que fuera el contenido.

¡Ja! De nuevo.

Porque no me di cuenta de todos los avisos, casi de neón luminoso que Shinbou había ido dejando a lo largo de cada episodio, y cuando en al final del tercero hizo volar por los aires el estereotipo de las magical girl, las bases en las que está fundamentada todas y cada una de las series de este género, me quede con la boca abierta.

Simplemente porque la muerte había irrumpido, Inesperada e indeseada, como ocurre en la vida real. Inevitable e irremediable,que a todos alcanzará por mucho que nos neguemos a aceptarlo.

Y todo el glamour, todo la belleza de ese supuesto salvar al mundo, de ayudar a los demás, y pasado el día volver a casa a disfrutar, se hizo pedazos, se convirtió en polvo, dejando tras de ella, la realidad  de una labor sin recompensas ni parabienes, que sólo nos conducirá a la muerte, de una realidad que continuará tras nosotros sin cambios, porque nuestra actuación, nuestros afanes y trabajos en nada la habrán modificado, ni mucho menos mejorado.


jueves, 27 de enero de 2011

Not what you initially thought...

The 5th Alaude was apparently commanded by Marcus Labienus Maximus, who perished with his unit. Laberius's personal slave Callidromus, made a prisioner by Dacian general Sausagus, was sent by King Decebalus as a gift to King Pacorus of Parthia. Thirty years later, Callidromus escape back to his home town, Nicomedia, in Bithynia-Pontus

Stephen Dando-Collins, The Legions of Rome.

En estos últimos día he estado leyendo, con auténtica fruición, el libro que arriba he indicado. Se trata, ni más ni menos, que una auténtica enciclopedia histórica de las legiones del imperio romano, donde por una parte se nos narra la historia y particularidades de cada una de esas unidades, desde su formación hasta su disolución, mientras que por otra se nos describen en profundidad, de acuerdo con lo que las fuentes nos han legado, las campañas romanas desde el fin de las guerras civiles hasta el saqueo de Roma por los visigodos en el año 410.

Una apasionante narración, como digo, a pesar de evidentes errores (como la identificación del reino Nabateo con El Libano) que son imperdonables en una obra de estas características, pero que resultan perfectamente equilibrados por la cantidad de mitos populares sobre el Imperio Romano que hace desaparecer y la multitud de detalles poco conocidos de aporta, como los emblemas que decoraban los escudos de cada legionario y que servían para identificar la unidad a la que pertenecía.

Uno de esos mitos es el de la uniformidad de las legiones durante toda su historia, de manera que los legionarios de César y los de tiempos de Teodosio, cinco siglo más tarde, visten el mismo uniforme y armadura, que curiosamente coincide con lo representado en la columna de Trajano. De hecho, cuan se llega a las partes finales del libro, sorprende encontrarse con la variedad de unidades, por su armamento y procedencia, que formabana parte del ejército romano, desde los caballería pesada, los llamados catafractos, acorazados de la cabeza a los pies como un caballero medieval, a las unidades galas que habían adoptado el hacha de dos filos como arma favorita.

Un ejército romano, el del bajo imperio, donde las legiones romanas se habían multiplicado, pero cuyo número de soldados había decrecido a apenas 1000, comparados con los más de cuatromil de una legión imperial, transformando una unidad esencialmente ofensiva, en un cuerpo defensivo... sin contar que el famoso escudo legionario, rectangular, había sido substuido por una rodela ovalada, y el gladio por una espada larga.

Más importante aún es la destrucción del mito de los bárbaros, representados siempre en las películas (piénsese en el reciente Gladiator o la más antigo The Fall of The Roman Empire) como gigantes barbudos que combatían vestidos con pieles, sin ninguna clase de disciplina y orden. Frente a esta falsa imagen, basta con pensar en los Sármatas, un pueblo venido de las estepas del centro de Asia y uno de los peores enemigos de los romanos en los siglos I y II de nuestra era. Unas hordas formadas principalmente por caballería, que vestía una armadura de cota de malla que les cubría casi por entero, con yelmos cónicos, armados con lanzas y que cargaba en formación cerrada, estandartes al viento.

Como es también el caso del reíno Dacio, formado en el siglo I a.C al norte del Dabubio y potencia capaz de oponerse al imperio romano hasta su destrucción por Trajano a principios del siglo II de nuestra era. Un reíno con una estructura compleja de gobierno, religión avanzada, sedentario y con una capital, Sarmizegethusa, rodeada por murallas que a los romanos les costo varias campañas expugnar.

Un reino, como muestra el fragmento arriba indicado que era capaz de enviar emisarios a los enemigos de Roma para demostrar su poder y buscar alianzas. Unos emisarios cuyo periplo hubiera sido digno de ser guardado por escrito, puesto que para llegar desde la actual Rumanía a Irán/Irak, sin pasar por los territorios ocupados por los romanos hay que dar un cierto rodeo,

Julius Calvaster, a senior tribune with one of Saturninus's Upper Rhine legions, pleaded not guilty to involvement in the conspiracy, declaring that the reason he had spent so much time in private with Saturninus prior to the revolt was because he was involved in a homosexual liaison with the governor, and knew nothing of the planned rebellion. He was believed and acquitted.

Pero aparte de estos mitos populares demostrados falsos, el libro abunda en detalles inesperados conservados por las fuentes, pequeños apuntes que nos acercan a esos hombres de los que nos separan milenios y que por tanto nos pueden resultar tan lejanos e incompresibles como los habitantes de otro planeta, pero cuyas pulsiones y necesidades básicas eran las mismas que las nuestras, y el modo de abordarlas extrañamente parecido al actual... como muestra la sorprendente anécdota que refleja el párrafo que he incluido un poco más arriba, que muestra la excusa que un oficial de las legiones de tiempos de Domiciano alegó para demostrar que no estaba implicado en la conspiración que buscaba destronar al emperador.

Una excusa que, como se indica, fue aceptada como perfectamente normal por sus acusadores y que le libró de la pena de muerte que le esperaba.

miércoles, 26 de enero de 2011

The Power of God

Bomba Baker en la Operación Crossroads, 1946
En estas últimas navidades, me encontré viendo una y otra vez el documental Trinity and Beyond, realizado en 1996, y que resume en imágenes las pruebas atmosféricas realizadas por los EUU, con algún salto a las soviéticas y chinas, desde la primera prueba, Trinity, que da nombre al documental, las bombas de Hiroshima y Nagasaki, los sucesivos perfeccionamientos y mejoras, el salto a la bomba H, las pruebas en la alta atmósfera, para concluir con la prohibición de las pruebas atmosféricas.

Vaya por delante que, a pesar de su interés, éste no es un gran documental. Se basa demasiado en la espectacularidad de las imágenes y se olvida de los datos técnicos, políticos y ciéntificos que acompañaron a esos lanzamientos, impidiendo que el espectador pueda valorar la importancia y magnitud de lo que está viendo. Por otra parte, comete el error de utilizar el montaje apresurado de la TV, pensado para un público con poca capacidad de atención, cuando lo que interesaría es ver estas pruebas en detalle y dejar tiempo para que las imágenes hablaran por si solas... sin contar que muchas veces da la impresión de que repiten secuencias de un mismo lanzamiento en otros, por simples razones de espectacularidad.

No obstante, nada de esto detrae de la importancia de los que estamos viendo, especialmente para los que llegamos a vivir ese horror en suspenso que se llamó la guerra fría. En este último caso, las imágenes de las explosiones nucleares, del hongo que las seguía, de sus efectos sobre personas, vehículos y edificios, se grabaron a fuego en nuestra memoria, pasando a formar parte de nuestras vidas. Como ya he dicho en otras ocasiones, muchos teníamos la impresión de que no íbamos a llegar a viejos, que nuestra a vida iba a ser truncada por el holocausto nuclear que abriría y cerraría la tercera guerra mundial, una aparente certeza cuyo horror llegaba a adquirir rasgos de auténtica obsesión y que nos hacía observar el mundo con desapego y nihilismo.

Ivy Mike, primera explosión termonuclear americana, 1952

Entre esas imágenes imborrables, se hallaban pruebas como la Baker de la operación Crossroads en 1946, con la que he abierto el artículo, un ejemplo de la aterrador ingenuidad con que se abordaba el armamento nuclear en sus inicios... y piensen que una de los what-if más turbadores de la historia es un mundo en el que Hitler no llega al poder, la segunda guerra mundial no estalla en los 40 e Hiroshima y Nagasaki no tienen lugar, pero el conflicto mundial empieza en los 50, con todas las potencias con armamento nuclear en sus arsenales y sin conocimiento de sus auténticos efectos.

Por resumir, les dire que a los militares estadounidenses no se les ocurrió otra cosa que lanzar dos bombas atómicas, una aerea y otra submarina sobre una flota compuesta por navíos suyos viejos, junto con los capturados a los japoneses y alemanes tras el fin de las hostilidades (entre ellos el famoso Prinz Eugen, que acompañara al Bismarck en su única e infausta salida). El hecho de que los barcos estén ahí y que muchos de ellos tienen cerca de varios cientos de metros de eslora, provoca que las fotos y las películas de ambas explosiones produzcan una impresión que pocas otras causan, ya que nos damos cuenta de la pequeñez y fragilidad de las construcciones humanas frente al poder atómico.

Pero de las dos, la que se lleva la palma es la segunda, Baker, la submarina, que creo la impresionante nube que se ve en la foto, producto de una baja de presión tras el paso de la onda de choque, pero que además creo un cilindro de agua, que se ve sobresalir de ella, para producir un inmenso tsunami que según los testigos puso de pie a uno de los acorazados y paso por encima del resto de los barcos, contaminándolos radiactivamente de forma irreversible.

Y todo ello con una bomba de unas cuantas decenas de kilotones, así que piensen en los efectos de una bomba H, del orden de megatones (con monstruos como  el Castle Bravo de 1953, con 15 Megatones o la bomba Tsar rusa de 50 Megatones) dónde sólo el cráter llega a alcanzar dimensiones de kilómetros, llegando la destrucción provocada por ellas a decenas de kilómetros.

Bomba Grable, disparada desde un cañón, 1953

Y sin embargo, como en el caso de Ivy Mike, la segunda de las captura, no es posible, por mucho horror que nos produzcan, substraerse a la belleza sobrehumana de ese estallido y sobre todo la del hongo que le sucede, el segundo icono del siglo XX, después de Auschwitz y los campos de exterminio.

Incluso cuando sabemos, como en el caso de Grable, que se trata de una bomba diseñada para ser disparada desde un cañón y por tanto para ser utilizada en un escenario de guerra convencional, dentro de esa estrategia de escalation que nos llevaría a la apocalipsis, y que su altura de estallido había sido calculada para causar una onda de choque especial que multiplicaba sus efectos destructivos, y que por tanto, arrasaría por completo cualquier formación o campamento militar sobre la que estallaba.

O de como nuestra naturaleza humana nos permite pensar racional y fríamente las mayores barbaridades, sólo, porque es en teoría, un elemento de disuasión, algo que nunca se utilizará, hasta que...

domingo, 23 de enero de 2011

100 AS (XLIV): Franz Kafka (1991) Piotr Dumala















Como todos los domingos, ha llegado el momento de revisar un corto de la lista de mejores cortos animados recopilada por el festival de Annecy. En esta ocasión se trata de Franz Kafka, realizado en 1991, por el animador polaco Piotr Dumala.

Ya he comentado en otras ocasiones como la animación de los países del este, en el periodo comunista, de 1960 a 1990, ocupa un lugar de honor en la historia de la animación, siendo sus artistas una de las grandes fuerzas renovadoras de esta forma, al incorporar en ella las técnicas y propósitos de la vanguardia artística del siglo XX. Ese impulso creativo se agotaría en la última década del siglo XX, no por falta de talentos, sino por razones puramente económicas, dando lugar a una paradoja turbadora. En pocas palabras, bajo unos gobiernos totalitarios que buscaban controlar todos los aspectos de la vida de sus ciudadanos, estos artistas crearon un conjunto de obras de una audacia, una libertad y una variedad inusitadas hoy en día, en nuestras sociedades que presumen de una libertad absoluta.

Uno de estos creadores fue el polaco Piotr Dumala, representado por su corto Franz Kafka, biografía del famoso escritor checo del siglo XX. Por supuesto, el término biografía en cine (o biopic, por utilizar un término más tésnico)  es fuertemente derogatorio, ya que suele utilizarse para clasificar obras que consisten en un conjunto de escenas deslavazadas y mal cosidas, en las que la obra del autor, su mundo personal reflejado en ella, brilla por su ausencia, reduciéndose el interés del asunto a la detallista reconstrucción de época o la enumeración de sus aventuras amorosas.

No es el caso del corto de Dumala, por supuesto.

Para recrear la figura del autor checo, el animador polaco utiliza lo que se suele llamar en literatura narración lateral, en la que tan diestros eran Conrad y Faulkner. Una técnica que consiste en evitar los aspectos más llamativos de la historia, aquellos en los que caerían los malos escritores preocupados por atraerse el fácil aplauso del público, y se entretiene en los aspectos secundarios y aparentemente banales, pero con ese apartar la vista, consigue aumentar el realismo, ya que nosotros, en nuestra experiencia cotidiana, frecuentemente ignoramos los que está sucediendo a nuestra alrededor, aumentando por tanto el interés del lector, al obligarle a componer el cuadro completo con datos incompletos e incluso erróneos.

Así, Dumala estructura su corto en pequeños cuadros, en los que una acotación temporal introduce una escena, cuyo significado no se nos explica, cuya visión se ve estorbada por objetos interpuestos, como si fuéramos espías de la intimidad de los protagonistas, y que finalizan sin llegar a una conclusión alguna, pero entre los que, fugazmente, se intercalan imágenes que refieren a los cuentos y novelas que, supuestamente, debe estar escribiendo Kaffa, en ese periodo. Una aproximación temática que exige al espectador un conocimiento previo de la vida y la obra de Kafka, para poder descubrir las múltiples referencias ocultas, pero que no se enajena al espectador poco avisado, gracias a su rigor formal.

En efecto, esa manera de narrar sin narrar es lo suficientemente intrigante para que un espectador se pregunte por lese escritor e investigue su obra, proceso en el cual encontrará que el clima representado en el corto es una recreación del ambiente opresivo e inquietante de los cuentos y novelas de Kafka. Un mundo regido por normas ajenas al espectador y al protagonista, pero cuyo absurdo es asumido sin problemas por el resto de los seres humanos que lo pueblan, los cuales nunca se cuestionan su validez o justicia. Un absurdo vital, que se ve reflejado en la inconexión e inconclusividad de las escenas presentadas, reforzada por el asfisiante blanco y negro que domina el corto, del cual apenas emergen los perfiles de los personajes que vagan por sus espacios, siempre a punto de desaparecer y desvanecerse en él.

Una atmósfera opresiva que es también producto de la técnica utilizada, invento personal de Dumala y otra manera más a anotar en una forma, como la animación, en la que sus creadores parecen rivalizar por encontrar nuevos modos de expresión. Se trata simplemente de que el animador polaco utiliza una de las formas de animación destructiva, en este caso modelar sobre escayola y modificar esa base en cada plano, para así ir creando el movimiento al mismo tiempo que destruye el soporte en el que se plasma.

Y como siempre les dejo con el corto, para que lo disfruten... luego no me tengan pesadillas.



Franz Kafka, Piotr DUMALA, 1991
Cargado por shortanimatedworld. - Videos de arte y animación.

sábado, 22 de enero de 2011

Appearances




Entre las series de anime del otoño pasado, una de las pocas que destacaron entre el habitual tono mediocre dominado por el complejo Moe/Kawai, fue Kuragehime, o Princesa Medusa, por la fijación de uno de sus personajes principale, a la que pertenece la segunda de la capturas que encabezan esta entrada. Desgraciadamente, circunstancias varias con las que no voy a aburrirles me impidieron dedicarle una entrada.

De esa manera, esa serie se habría convertido en una de tantas series que no he podido comentar en su momento y se han perdido en mi olvido, junto con otras que sí he comentado, pero de las que no he podido dar una opinión más mesurada, que corrigiese mi apreciación inicial. Problemas, en fin, de un blog que intenta tocar demasiados temas y al final acaba por no profundizar en ninguno, causa segura de su falta de seguidores.

Lo curioso, y lo que ha motivado esta entrada retrospectiva, es que la serie que ha ocupado el lugar de Kuragehime en el espacio televisivo japonés Noitamina, Hourou Musuko, o El Hijo Errante, a la que pertenece la primera captura, tiene más que evidentes coincidencias temáticas con su antecesora. En concreto, que uno de los protagonistas se dedica a esa actividad que los anglosajones llaman crossdressing y nosotros travestismo.

Hay que señalar que, como en tantas otros rasgos culturales, la forma en que oriente y occidente enfocan ese fenómeno, al menos en su manifestaciones artísticas es completamente distinta. En occidente, el crossdressing aparece siempre fuertemente relacionado con la homosexualidad, siendo una actividad a la que ningún heterosexual sano se dedicaría, excepto en ocasiones muy especiales, y la forma en que se realiza parece destinada a conseguir una especia de Überfrau, en la que el hombre disfrazado sería más femenino que cualquier mujer existente.

Curiosamente, a pesar de que la sociedad japonesa siga siendo mucho más tradicional y pudorosa que la nuestra, su expresión cultura es diametralmente opuesta a la nuestra. Durante siglos, los actores de Kabuki, masculinos exclusivamente, han venido travistiéndose para representar a los personajes femeninos, siendo éstos papeles los que se consideraban la cima de su carrera, sin que esto supusiera ningún prejuicio sobre su sexualidad. Por otro lado, otra de las constantes en la sociedad japonesa ha sido la existencia, escasa y singula, todo hay que decirlo, de hombres que adoptaban la vestimenta femenina (el nombre que reciben se me escapa ahora), sin que esto supusiera ningún tipo de discriminación, sino que por el contrario se observasen con un cierto respeto religioso, como ésos locos tocados por la divinidad de las sociedades cazadoras/recolectoras.

Esta carácter de constante cultural ha provocado que el travestismo en la sociedad oriental, al menos hasta su hibridación y mestizaje con la occidental, no haya buscado ese aspecto de Überfrau, donde se resaltan hasta la exageración los rasgos esenciales femeninos, sino el de la mímesis y el camaleonismo, en el que el hombre disfrazado es capaz de mezclarse entre desconocidos sin que su identidad sea descubierto ni sospechada, como una mujer más, una hermana entre hermanas, aspecto que las dos series retratan a la perfección, pero al mismo tiempo manteniendo su identidad de partida, en una curiosa y personal rebelión contra los roles sexuales asumidos por la sociedad, que en el caso de Hourou Musuko, da un paso más allá, al introducir a un protagonista femenino que prefiere vestirse como hombre y hacer de la incipiente  relación amorosa entre ambos crossdressers, al menos en lo visto en estos primeros capítulos (y si les interesa en Kuragehime la tensión amorosa se daba entre el crossdresser y la Unterfrau que da irónicamente título a la serie)

Ambas comedias y de enredos, cierto, por prestarse a ese juego de equivocaciones y malentendidos, al que curiosamente eran tan aficionados los clásicos desde los grecorromanos al mismísimo Shakespere, y que nosotros, tan preocupados por la apariencias, consideramos propio de cadenas televisivas de gran audiencia y pocas ambiciones, pero  al mismo tiempo dotadas en ambos casos de una extraña humanidad y una percepción aguda de ese algo que constituye el fundamento de la amistad entre seres humanos.










Y para terminar, confesarles que todas estas diferencias en la vestimenta que suponemos esenciales para la definición y apreciación de nuestra identidad sexual siempre me han parecido bastante accesorias y banales. O por explicárselo de otra manera, nunca he llegado a entender porqué las mujeres ya pueden ponerse pantalones, mientras que nosotros no nos atrevemos a llevar falda.

Quizás porque la revolución sexual aún está por completar.

jueves, 20 de enero de 2011

Forks (y VI)










Ya había comentado en la entrada que dediqué a À nous la liberté de René Clair, como durante muchos años la idea que se nos había transmitido la idea de que Renoir hacía buen cine (el cine que debía hacerse) y que Clair hacía mal cine (el que no debía hacerse) o en otras palabras que la figura de Renoir se acrecentaba con los años, mientras que la de Clair se empequeñecía. Antes de que se me asusten, los que me lean ya sabrán que uno de los directores que me hicieron descubrir el gran cine fue precisamente Renoir (los otros, si les interesa, fueron Welles y Mizoguchi) así que creo poder decir lo que he dicho, al igual que como Wagneriano, creo tener derecho a reírme de sus defectos cuando sea menester.... pero antes de continuar digresando, el caso es que hacia 1930 la apreciación sobre Clair era precisamente la contraria. Renoir era un recién llegado, mientras que Clair era considerado como un gran cineasta experimental, cuya influencia de dejaba sentir en otros muchos, dentro y fuera de Francia.

Esta calificación de Clair como director experimental lleva a otro error de juicio que también he señalado en otras calificaciones. Se trata, en general, de la manía que tenemos los españoles a igualar surrealismo con Dali, en general, y a considerar como películas surrealistas las que rodará el tandem Dalí/Buñuel, a principios de los 30, y luego ya en solitario, el director aragonés. Sin embargo, basta rascar un poco, para encontrar otros muchos filmes surrealistas, anteriores y posteriores a L'age d'or, dentro y fuera de Francia, e incluso fuera de las coordenadas temporales del movimiento, como podrían ser los cortos de Jan Svankmajer. En otras palabras, que la película surrealista, en vez de ser una excepción en la historia del cine es una de sus constantes, sólo que su propia calidad de clandestina la hace poco visible al gran público, excepto, precisamente, esas excepciones.

Uno de estos cortos surrealistas tempranos y el que cimento la fama de Clair como cineasta experimental, fue precisamente Entr'acte, de 1924, realizado para ser proyectado en el intermedio de una representación teatral y que destaca, curiosamente, por su sentido del humor, por su calidad de broma, de juego, características que pueden parecer amables, completamente a la subversión que esperaríamos de una obra surrealista, pero que puede revelarse como una de las armas más poderosas y eficaces, al poner de manifiesto lo ridículo de todos aquellos que se colocan, ellos o sus creencias, por encima del resto de los mortales... como muestra en estos tiempos modernos, tanta pose ultrajada, tanto rasgarse las vestiduras de los integristas religiosos de cualquier confesión, cuando se les toca al centro y objeto de sus creencias.

De esa manera, Entr'acte, debido a ese humor que nos lo hace tan cercano, como muestran las capturas mostradas, donde uno de los personajes hace desaparecer al resto con una varita, se revela especialmente liberador, tanto por romper las reglas sintácticas que suponemos rigen el cine (y pensemos que en los años 20, esas reglas aún estaban por hacer y no parecía seguro que el cine fuera en una u otra dirección), como podría ser la unidad de la historia, el tener una trama definida o simplemente que las diferentes secuencias sigan una secuencia definida, a lo que se une la utilización, con más que visible gusto, de cualquier técnica cinematográfica a la disposición del director, ya sea montaje, cámara rápida o lenta, superposición de imágenes, etc, etc.

Un ansia por jugar con el invento acabado de estrenar, aún con el aura de curiosidad infantil y atracción de feria, pero lleno de posibilidades técnicas aún por explorar y donde ningún camino parecía aún menos digno o menos necesario que los otros, sino todos igual de válidos y excitantes. Un espíritu, el de jugar libremente, y exprimir las posiblidades de la técnica, saliese lo que saliese, funcionase o no, que parece ausente en estos tiempos de revolución tecnológica acelerada en los visual, más allá del puro reto técnico, y que es precisamente el que hace especialmente atractivos estos productos del mudo, 90 años tras su rodaje con técnicas completamente desfasadas hoy en día.

O por dejar la palabra al propio Clair, el fin no es otra cosa que el principio....