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domingo, 18 de agosto de 2019

Caleidoscopios históricos (VII)

Esa es la verdad: ¿qué me he creído? ¿Que porque me fue mal fuera de las fronteras, a los treinta y pico de años, puedo compararme en daños con éstos que nacieron veinte años más tarde? Velos. A la edad que tu te acogiste a España -en 1914- despertaron en la guerra. Tú venías huyendo, ellos no pudieron hacerlo y la sufrieron. Tal vez no conocieron los campos a los que te viste arrastrado. Mas ¿cómo crecieron? Pudiste educarte en una escuela atea, siéndolo o no, y pudiste escoger, ellos no. Crecieron en un ambiente en que les enseñaron (aunque no lo creyeran) que sus padres eran unos asesinos y gente de la peor ralea. Los educaron contra sí mismos. Tan opuestos a sí mismos que -tal vez- alguno, para protestar contra lo que le atosigaba diariamente, sin contemplaciones, durante toda su adolescencia, se hizo pederasta. De todos modos, entre plegaria, blasfemia, iniquidades, vergüenzas, mentiras, represiones, castigos, inhabilitaciones, multas, destierros, afrentas, a pan y agua crecieron con la ilusión de un mundo mejor, evidente tras las fronteras, al alcance de la mano; un mundo justo donde nosotros estábamos viviendo. Hablo de los nacidos de 1920 a 1930. Centenares de miles de hijos de liberales y republicanos y aun de falangistas y fascistas de buena fe. Tal vez no eran muchos estos últimos, pero los había, Bástate con los primeros que llamaron multitud. ¿Sabes lo que fue su niñez -la guerra-, su adolescencia, -la guerra, la otra, más la represión- y falsas glorias españolas repartidas a manos llenas y el Imperio, y la  Hispanidad, y Cara al Sol? No hablo de los presos, de las represalias, de los represaliados, de los asesinados, eran sus padres, a menos que se hubieran convertido en ausentes o en seres tristes, escondidos de los demás y de sí mismos. O en traidores. Y no me salgas con el hambre que, a lo sumo, todos pasamos la misma, con la sola diferencia de que ellos, en general, no alcanzaban la razón. Tuvieron hambre en la base misma de su vida. Evidentemente una vida así no es para favorecer los entrañables lazos familiares.

Max Aub, La Gallina Ciega. Diario español.

Al examinar la obra de Max Aub, es fácil darse cuenta que gira, por entero, alrededor de un mismo hecho traumático: la Guerra Civil. Ese conflicto quedó novelado en el ciclo de El laberinto mágico -o los seis Campos, si lo prefieren-, que les ido comentando en las últimas semanas. Sin embargo, la contienda impregna y marca toda su obra, aparecía ya antes de que se comenzase la escritura del ciclo novelístico, en obras de teatro, ensayos y cuentos, y continúo haciéndolo hasta el final de su vida. Es más, ciertos hilos argumentales abiertos en El laberinto mágico, los destinos de bastantes de sus personajes, ya sean secundarios o principales, van a hallar continuación y conclusión en cuentos y relatos. Obras situadas aparte del ciclo, desgajadas del mismo, pero que podemos considerar como un único universo, imbuidas de la misma preocupación testimonial que la narración principal, necesarias para que todo acabe cobrando sentido.

En ese corpus extendido de El laberinto mágico se puede incluir La gallina ciega. No es una obra de ficción, una pieza teatral o un ensayo, sino un diario. Unas anotaciones, además, que al contrario que un diario al uso, estaban pensadas desde el inicio para su publicación, como si fueran un informe destinado a un público concreto, el de los españoles de dentro y fuera de España, el de los exiliados y el de quienes se habían quedado atrapados, encerrados, en la España de Franco. Porque la gallina ciega es el relato del viaje que Aub, en 1969, ya anciano -moriría en 1972-, realizó por la España de las postrimerías del franquismo, con permiso especial de las autoridades.

domingo, 28 de abril de 2019

La sororidad de las melancólicas (y II)

Pero si llego a aceptar mi soledad. Estoy tan sola, y no tengo por amigo ni siquiera un libro, ni siquiera un recuerdo que acariciar, un nombre amado o que amé, no tengo nada en este mundo para evocar con alegría o por lo menos con cierta sensación de calma, de bienestar. Eso es lo que me aterroriza: nada, nada, me une o enlaza a este mundo, nada sino el miedo, las humillaciones pasadas, mi oscuro rencor, mi odio mudo. Cómo es que aún persisto, Qué fuerza, qué milagro estoy cumpliendo.

 Alejandra Pizarnik, diarios, anotación del 4 de junio de 1960

En una entrada anterior, les hablaba, con demasiada brevedad, de la obra poética de la argentina Alejandra Pizarnik. Una poesía de gran profundidad y no menor audacia, que rápidamente se apartó del autismo que caracteriza a la vanguardia mal digerida, para construirse un mundo propio de enigmas y símbolos, de gran fuerza y resonancia sentimental. Un paisaje desolado, un desierto sin término, en donde la poetisa vagaba, clamando por la infancia idealizada, por el amor inalcanzable. Anhelos que la realidad, o mejor dicho, el orden establecido de las cosas, quebraba, derribaba y ensuciaba a cada instante, sin permitir siquiera espacio a la esperanza.

Una obra que se intentaba interpretar separándola del suicidio que interrumpió su labor creativa. La intención es evitar que Pizarnik quede etiquetada, reducida y restringida, como poetisa suicida, al igual que Anne Sexton o Silvia Plath, de forma que sus versos sólo cobren sentido en función de ese acto final. Un empeño loable y necesario, cierto, pero que, en mi caso, me parece una amputación de la figura de esta poetisa. Si sólo porque en ella había reconocido a un miembro de la sororidad de las melancólicas, a cuya rama masculina pertenezco. Sus miedos, sus temores, sus ansias, eran en gran parte los míos, salvando las distancias, de forma que profundizar en su psique era explorar también la mía.

Por tanto, pueden imaginarse el interés que sentía por leer sus diarios. En gran parte, por una idea equivocada, la de que fueran a constituir una piedra Rosetta para entender su poesía y su personalidad. Como si allí, en esas anotaciones, estuvieran las claves, escritas y descritas por ella misma, que la llevaron al borde de la locura, luego al suicidio. Grave error el mío, porque en todo diario abundan los silencios. Por muy privado que sea, aunque lo consideremos un diálogo a solas con uno mismo, sincero y sin tapujos, en la mente del diarista siempre permanece la imagen de que alguien, conocido o desconocido, habrá de leerlo después. Como consecuencia, muchas veces se calla lo esencial. Lo que no podemos revelarnos ni a nosotros mismos.