Indiferentes siguieron hablando, simbiotizándose, apelmazados en una única materia sensitiva. La ciudad, el momento, la rigidez propia de una determinada situación, de unos determinados placeres, de unas prohibiciones inconscientemente acatadas, de un vivir parásito pecaminosamente asumido, de un desprenderse de dogmas dogmáticamente establecido, de un precisar de normas estéticamente indeterminado, de un carecer de norte con varonil violencia -aunque con estéril resultado- urgentemente combatido, los hacían tal como sin remedio eran (como ellos creían que eran gracias a su propio esfuerzo). El bajorrealismo de su vida no llegaba a cuajar en estilo. De allí no salía nada.
Luis Martín-Santos, Tiempo de Silencio
Hace unas entradas les señalaba de la difícil misión, casi imposible, que supone diseñar un sistema educativo. Pueden pasar hasta veinte años en que el escolar salga con un título universitario, sin que nada garantice en ese momento que sus conocimientos sigan siendo válidos, mucho menos relevantes. El problema, el que lo torna irresoluble, no es de planificación, sino de incertidumbre. Vivimos en un tiempo en el que, sin exagerar, se producen revoluciones tecnológicas anuales, por lo que no tiene ningún sentido inculcar, desmenuzándolos hasta en sus más nomios detalles, saberes que se habrán quedado anticuados en unos pocos años. Las herramientas en uso serán muy otras cuando haya que buscar un empleo y ganarse la vida. Y quien habla de ciencia e ingeniería, se refiere también al arte y literatura. Nadie puede predecir qué, de lo que está de moda en una década, seguirá siendo recordado a la siguiente.
Ejemplos hay a montones. Cuando yo era un adolescente, el op-art -ya saben, Vasarely y Riley- parecía el último estadio en la ascensión sin límite de la modernidad. Cuarenta años más tarde, la modernidad es repudiada de forma general, mientras que el op-art ha quedado arrumbado a la categoría de retro-futuro. Ya saben, esas fantasías del porvenir que se figuran las sociedades, pero que no pasan de ser destilaciones de sus sueños y aspiraciones en esa época, sin parecido alguno con lo que acaecerá en realidad. De la misma manera, en mi manual de literatura de bachillerato -el famoso Lázaro-Carreter-, la novelística posterior a 1940 -que sólo abarcaba hasta 1980, recuerden-, quedaba reducida a una árida e indigerible lista de nombres, sin clasificación ni jerarquía alguna, fuera de algunos hitos esenciales: La familia de Pascual Duarte de Cela, Nada de Carmen Laforet, Tiempo de Silencio de Martín-Santos. Inicio y acicate de cambios cuantitativos, revolucionarios incluso, en la literatura española de posguerra.
Un inciso. A punto he estado de escribir que Martín-Santos NO aparecía en el Lazaro-Carreter, lo que iba a utilizar como apoyo de mi tesis del olvido inevitable, la inutilidad del conocimiento, la ingratitud patria, etc, etc. Por suerte, sí que figuraba y con dos menciones, además, aunque breves. Lo cierto es que en mi memoria, Tiempo de silencio y Martín-Santos no quedaron impresos entre los imprescindibles, los de obligada lectura. Fue sólo un poco más tarde, en COU, cuando cobre consciencia de su importancia. Un profesor de la rama de letras lo recomendaba a a los que seguían ese camino y yo, que había escogido ciencias, les veía enfrascados en su lectura, aunque no lo leí entonces. No obstante, también es cierto -redundando en mi tesis- es que aún en fechas recientes se ha querido restar importancia a este autor. En el compendio colectivo Cuarenta años con Franco, dirigido por Julián Casanova, ni se le nombraba en el capítulo dedicado a las artes. Sospecho que era una venganza por el lugar preeminente que Gregorio Morán le había reservado en El Cura y los Mandarines, demolición controlada del canon literario, interesado y parcial, que se construyó durante el franquismo y se continuó durante la transición.
O tempora. O mores.