Perdóname mi silencio tan involuntario que no debería llamarlo «mío». Tu sabes qué nos pasa cuando nos pasa unadostrescuatrocinco cosas que nos pasan y se quedan y tienen formas circulares, prisiones, laberintos, conflictos, y todos al unísono como una cajita de música en el cerebro que de repente mana un coral de lobos que ululan entre insecto ponzoñosos y plantas andófobas.
Carta de Alejandra Pizarnik a Antonio Fernández Molina del 8/VI/1970
En la entrada anterior, les comentaba como me había adentrado en la lectura de los diarios de Alejandra Pizarnik en busca de respuestas a un doble enigma: el suyo y el mío. Lo único que había encontrado era una nueva constatación de la cercanía de nuestras personalidades, hermanadas por esa melancolía paralizante que nos separa, nos torna ausentes, del resto del mundo. Sin embargo, les señalaba también como, a partir de su retorno de París a Buenos Aires en 1964, las entradas en el diario se iban haciendo cada vez más escasas y ralas, funcionales y opacas, refractarias, sin dejar apenas traslucir ese remolino sin escapatoria que acabó desembocando en su suicidio. Pareciera que su necesidad de hablar, de comunicarse, se hubiera volcado en exclusiva en su poesía, plena en imágenes ásperas y desoladoras.