Pero si llego a aceptar mi soledad. Estoy tan sola, y no tengo por amigo ni siquiera un libro, ni siquiera un recuerdo que acariciar, un nombre amado o que amé, no tengo nada en este mundo para evocar con alegría o por lo menos con cierta sensación de calma, de bienestar. Eso es lo que me aterroriza: nada, nada, me une o enlaza a este mundo, nada sino el miedo, las humillaciones pasadas, mi oscuro rencor, mi odio mudo. Cómo es que aún persisto, Qué fuerza, qué milagro estoy cumpliendo.
Alejandra Pizarnik, diarios, anotación del 4 de junio de 1960
En una entrada anterior, les hablaba, con demasiada brevedad, de la obra poética de la argentina Alejandra Pizarnik. Una poesía de gran profundidad y no menor audacia, que rápidamente se apartó del autismo que caracteriza a la vanguardia mal digerida, para construirse un mundo propio de enigmas y símbolos, de gran fuerza y resonancia sentimental. Un paisaje desolado, un desierto sin término, en donde la poetisa vagaba, clamando por la infancia idealizada, por el amor inalcanzable. Anhelos que la realidad, o mejor dicho, el orden establecido de las cosas, quebraba, derribaba y ensuciaba a cada instante, sin permitir siquiera espacio a la esperanza.
Una obra que se intentaba interpretar separándola del suicidio que interrumpió su labor creativa. La intención es evitar que Pizarnik quede etiquetada, reducida y restringida, como poetisa suicida, al igual que Anne Sexton o Silvia Plath, de forma que sus versos sólo cobren sentido en función de ese acto final. Un empeño loable y necesario, cierto, pero que, en mi caso, me parece una amputación de la figura de esta poetisa. Si sólo porque en ella había reconocido a un miembro de la sororidad de las melancólicas, a cuya rama masculina pertenezco. Sus miedos, sus temores, sus ansias, eran en gran parte los míos, salvando las distancias, de forma que profundizar en su psique era explorar también la mía.
Por tanto, pueden imaginarse el interés que sentía por leer sus diarios. En gran parte, por una idea equivocada, la de que fueran a constituir una piedra Rosetta para entender su poesía y su personalidad. Como si allí, en esas anotaciones, estuvieran las claves, escritas y descritas por ella misma, que la llevaron al borde de la locura, luego al suicidio. Grave error el mío, porque en todo diario abundan los silencios. Por muy privado que sea, aunque lo consideremos un diálogo a solas con uno mismo, sincero y sin tapujos, en la mente del diarista siempre permanece la imagen de que alguien, conocido o desconocido, habrá de leerlo después. Como consecuencia, muchas veces se calla lo esencial. Lo que no podemos revelarnos ni a nosotros mismos.
Así, en los diarios de Pizarnik hay una cisura evidente. Tras su vuelta en 1964 de Paris, donde había permanecido varios años en estrecho contacto con la bohemia cultural de esa ciudad, nativa y emigrada, sus entradas se hacen cada vez más escasas, más sucintas y ralas. Algunas son simples recordatorios de lecturas y tareas, otras son meros intentos de inicio de un relato vital, sin continuación alguna. Poco a poco, Pizarnik se va desvaneciendo, desapareciendo de nuestra vida, en consonancia con sus habituales visitas al psiquiatra y su necesidad, cada vez más frecuente, de ayuda médica. Una época crucial, la década anterior a su suicido, también la de su obra madura, que queda sin cartografíar. En completa obscuridad, casi opaca, a nuestra visión.
Sección final en claro contraste con los dos tercios anteriores de los diarios, los que cubren la década anterior, de 1954 a 1964, de los dieciocho a los veinticuatro años. Un periodo que la escritora va a descubrir su radical singularidad personal y estética. Su llama, si quisiéramos ponernos cursis. Una diferencia íntima que la separa de la sociedad de su tiempo, que la lleva a abandonar sus estudios universitarios, en pos de esa fiebre por escribir que se refleja en la prolijidad sin tasa de estos primeros diarios. Llevándola al mismo tiempo a una soledad interna, a una angustia por su incapacidad de alcanzar y disfrutar el contacto humano, que se le va haciendo cada vez más insoportable, más lastrante e invalidante. A lo que se une, empeorándolo, el descubrimiento de su identidad sexual, ese lesbianismo que podía haber sido tolerado en la Francia que creyó ser su refugio, pero que era inaceptable en su Argentina natal.
Soledad declarada e insalvable, pero en forma de paradoja. Pizarnik se relacionaba con todo el mundo, de manera que sus diarios, en gran medida, son un relato de sus encuentros, sociales, literarios y sexuales. Esa extroversión, rasgo preeminente de su personalidad, tornó incomprensible su suicido para amigos y conocidos, pero, como se puede apreciar en su diario, estaba mezclada con un desolador sentimiento de aislamiento. A pesar de todo, Pizarnik sentía que no llegaba a los demás, que su relaciones, por muy profundas e íntimas que fueran, se quedaban cortas. Lejos de una plenitud inalcanzable, al menos para ella, de lo cual se derivaba ese dolor desgarrador, esa angustia que la conducía a la postración completa. A abandonarse, como si ya estuviera muerta y enterrrada, a abandonar todo aquéllo de lo que se enorgullecía. Poesía incluida.
Y ya para concluir. Estos diarios son los diarios de un literato. Desde casi las primeras entradas se percibe que nos hallamos ante un escritor de primera categoría. Alguien capaz de llevar su pensamiento más allá de lo que le ha sido enseñado, reflejándolo, además, en unas pocas frases, claras, agudas y certeras.
Como si fuera lo más natural y sencillo.
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