Riten (El Rito) es una obra anómala en el conjunto de la filmografía de Bergman. Se trata de un film para la televisión que adapta una obra de teatro del propio director, de manera que podría tildársela de treatro filmado. La peor mácula, junto con el apelativo de estética de videojuego, con la que puede denigrarse a una película. Sin embargo, como en muchas otras de sus obras, nada es evidente, sino que se ofrece al espectador como un complejo juego de espejos, casi un laberinto.
El primer juego es que este teatro filmado para la televisión es asímismo la narración de la prohibición de otra obra de teatro, cuyo contenido veremos representado al final de la cinta. Por otra parte, en otra de esas paradojas que tienden a negar las esencias cinematográficas, Bergman, tan pleno de inventiva inventiva, eligió el teatro como otra vía por la que desarrollar su creatividad, simultaneando ambas actividades y llegando incluso a abandonar una por la otra, durante breves periodos de tiempo. No es de extrañar, por tanto, que muchas de sus películas contengan obras teatrales en su seno, transcurran en los ambientes de la farándula o sean, como ésta, adaptaciones de material escénico. Aun más lejos, porque en el curso de su carrera Bergman llegó a construir una auténtica compañía teatral con la que montar sus películas, de manera que algunos profesionales, como el fotógrafo Sven Nyquist, eran una presencia constante en sus filmes, mientras que un reducido grupo de actores aparecían una y otra vez en sus obras. En esta ocasión, el perenne Gunnar Björnstrand y la magnífica Ingrid Thulin.
La historia que protagonizan es enigmática y retorcida. Una exigua compañía teatral, que trabaja para públicos selectos, ha sido detenida en un país europeo sin especificar. La razón es el supuesto contenido obsceno de una de sus obras, el rito al que se refiere el título. En el transcurso de los interrogatorios, el juez encargado de la instrucción va a ir perdiendo su compostura, dejando de ser una autoridad superior, inalcanzable, inescrutable y todopoderosa, a cargo de una investigación fría objetiva, para para participar en ese rito que desconoce. Experimenta así una suerte de furor dionisiaco que le resulta tan repelente como subyugador, en especial por no haberse jamás entregado, permitirse arrastrar, por algo semejante en toda su vida.
Esa ruptura del decoro, de la impasibilidad y la decencia, se expresa mediante dos tácticas en principio opuestas. Por un lado, el carácter teatral del material de partida permite a Bergman reducir decorados y ambientes a un mínimo. Las acciones transcurren en escenarios neutros, identificados por títulos introductorios, pobladas por apenas algunos muebles alusivos, una cama para una habitación de hotel, un escritorio para la sala de interrogatorios, una barra para un garito. La cámara no tiene otro remedio que centrarse en los personajes, apenas cuatro en total, fijarse en sus más mínimos ademanes y gesticulaciones, aproximarse a ellos hasta descubrirse en una cercanía incómoda: la misma que se exuda de ese rito desconocido cuya conocimiento, o sospecha, pesa sobre todos los personajes.
Inquietud premonitoria, anunciadora de catástrofes, que se aúna con una descripción muy explícita de las relaciones sexuales. Un punto más allá, más audaz y transgresora, de lo que Bergmann ya había alcanzado en Tystnaden (El silencio, 1962), donde el silencio insoportable de Dios se hacía aún más agobiante por el deseo sexual que atenazaba a ambas protagonistas, condicionando sus acciones y decisiones. Lo mismo ocurre aquí, sólo que extendido al reparto completo, que además, en el caso de los actores de la compañía protagonista, no se ve velado por tapujo alguno, sino que se conversa, se expresa y se realiza de manera directa y desvergonzada. Mezclado, o mejor dicho, inseparable de una violencia que le es consustancial.
Deseos ambos, el de la satisfacción sexual y el de la dominación violenta, ya sea con las propias manos o a manos de otros, que son contagiados por esos actores bajo sospecha al juez que les interroga. La víctima perfecta, ya que su carácter de persona reprimida desde niño, de anciano que sabe su muerte próxima, le hace tanto más vulnerable a esa promesa irresistible de lo desconocido, pero siempre ansiado.
A arder, en llama cegadora, en ese fuego cuyo goce siempre se negó, aunque alcanzarlo y poseerlo le suponga la muerte instantánea.
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