Perdóname mi silencio tan involuntario que no debería llamarlo «mío». Tu sabes qué nos pasa cuando nos pasa unadostrescuatrocinco cosas que nos pasan y se quedan y tienen formas circulares, prisiones, laberintos, conflictos, y todos al unísono como una cajita de música en el cerebro que de repente mana un coral de lobos que ululan entre insecto ponzoñosos y plantas andófobas.
Carta de Alejandra Pizarnik a Antonio Fernández Molina del 8/VI/1970
En la entrada anterior, les comentaba como me había adentrado en la lectura de los diarios de Alejandra Pizarnik en busca de respuestas a un doble enigma: el suyo y el mío. Lo único que había encontrado era una nueva constatación de la cercanía de nuestras personalidades, hermanadas por esa melancolía paralizante que nos separa, nos torna ausentes, del resto del mundo. Sin embargo, les señalaba también como, a partir de su retorno de París a Buenos Aires en 1964, las entradas en el diario se iban haciendo cada vez más escasas y ralas, funcionales y opacas, refractarias, sin dejar apenas traslucir ese remolino sin escapatoria que acabó desembocando en su suicidio. Pareciera que su necesidad de hablar, de comunicarse, se hubiera volcado en exclusiva en su poesía, plena en imágenes ásperas y desoladoras.
Acabados los diarios, me volví a su correspondencia, pero allí me encontré con una Pizarnik por completo distinta, casi otra persona. Era la que debían ver sus amigos, de forma cotidiana, acostumbrada, y que tan difícil les hacía comprender por qué había decidido quitarse la vida. En sus cartas, Pizarnik es una persona extrovertida, deseosa de contacto humano, de conocer y compartir otras experiencias y visiones vitales, de propagar las suyas propias. No es extraño, por tanto, que una joven de apenas 20 años llegase a formar parte de una red cultural en lengua castellana que abarcaba dos continentes, el americano y el europeo, como si el océano Atlántico no existiese. Se puede decir que entre sus corresponsales están casi todos los que tenían cierto rango cultural en la década de los sesenta, incluso algunos de las décadas posteriores. No debe sorprender, asímismo, que su recuerdo se mantuviese tan vivo tras su muerte, puesto que hubo quien luchase, por fortuna, contra el olvido que a todos ha de devorarnos.
No obstante, a pesar de esa amplísima red de contactos epistolares, con la que se podría construir un auténtico quién es quién de la cultura hispanoamericana, la lectura de sus cartas me ha defraudado. Mejor dicho, me ha dejado frío. La mayor parte de su cartas son, se podría decir, comerciales, de compromiso. Notificaciones de proyectos futuros, de publicaciones pasadas. Solicitudes de información, recomendaciones, meras felicitaciones. Además, la tendencia de Pizarnik a decorar su cartas con ilustraciones propias, incluso con collages, queda oculta a nuestra vista por las servidumbres de la edición, hurtándonos esa faceta esencial de sus cartas, esa otra pieza de su misterio.
Sólo aquí y allá, con preferencia en las cartas tardías, y sólo con aquéllos corresponsales de especial confianza, surge la Pizarnik de los poemas y los diarios. Pero apenas en destellos fugaces, perdidos en una árida extensión de negocios, consultas, parabienes y cortesías. Sin interés fuera de aquellos directamente involucrados.
La triple Concha - quien al ver a los censores puso cara de llamarse Manuela - no vaciló en gritar tierra el 12 de octubre de 1492; en el momento en que los hermanos Pinzón se cayeron de culo mientras bailaban Cascanueces y en que Colón cablegrafiaba a Isabel la Apestólica, quien empeñó los pompones de su cinturón de casticismos a fin de sobornar a la lavandera que Belgrado encanutó en la vitualla de Concha Cuadrada en la cual Cisco Kid se asoció a Vito Dumas para filmar el «Buffalo Bill» de Alejandro Dumas con Rubén Damas en el «pan-muffisme» y Emma Gramática en el papel de lija.
Alejandra Pizarnik, Cinabrio en Cimabue
Unas posibles obras completas de Alejandra Pizarnik se cerrarían con sus escritos en prosa, un cajón de sastre donde se acumulan artículos periodísticos, obras de teatro, cuentos más o menos surrealistas, junto con divertimentos jocosos. De algunos de ellos ya tenía referencias, puesto que la escritora los mencionaba en sus diarios, como el largo artículo La condesa sangrienta, señalando sus fases de composición, sus dificultades y sus éxitos, lo que había picado mi curiosidad. Por ver cómo habían quedado, es obvio, pero también porque el escribir en prosa, o mejor dicho, el no tener una obra en prosa sólida, en especial alguna novela. era un claro motivo de remordimiento, de abatimiento, a lo largo de los diarios. Pizarnik sentía, con creciente amargura, que no estaba dotada para las formas largas y expansivas. Lo suyo era una poesía condensada, próxima al haiku, que incluso dejó de ser poesía en la parte final de su carrera. Tan concisa y destilada en su expresión última que rayaba con el autismo.
Pues bien, el problema de esa miscelánea es, precisamente, su carácter de compilación de elementos dispares. Los artículos son interesantes y contienen agudas impresiones sobre la actualidad literaria coetánea. La condesa sangrienta es más que notable y apunta a las alturas que como prosista podía haber alcanzado, una impresión que confirman otros de sus cuentos, de calidad y tensión interna próxima a la de su obra poética. Sin embargo, su única obra teatral, Los perturbados entre lilas, creo que peca de ese vanguardismo mal digerido que lastraba sus primeros poemas, en este caso, por seguir las huellas del teatro del absurdo de Beckett e Ionesco, pero sin conseguir encontrar su propio camino.
Lo peor, sus textos humorístico, cuya impronta se filtra y daña la citada pieza teatral . En mi opinión. tienen demasiado de ese humor universitario que busca acumular contrarios y contradicciones para provocar sorpresa, la carcajada fácil. Sí, con clara influencia del surrealismo e intentando remedar su escritura automática, pero con demasiado de esa agitación adolescente, cuyo placer estriba en el mero debatirse y retorcerse.
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