Una de las características del genio de Bergman fue que no podía ser contenido por una única forma artística. Aparte del cine se dedicó también a la televisión, como se verá más adelante, pero ya les anticipé en mi comentario de Riten (El rito, 1969). Esta obra, a su vez, era reflejo de otra vertiente creativa, el teatro, tan importante como la cinematográfica en su carrera, pero que para los espectadores de fuera de Escandinavia ha quedado completamente oculta. Sin que esto signifique que ambas no dejasen de influirse mutuamente. El mundo del teatro es una presencia omnipresente en los argumentos de las películas de Bergman, algunas de ellas no son sino adaptaciones de obras teatrales, suyas o de otros, mientras que el equipo técnico y actoral de sus filmes acabó organizado como una auténtica compañía teatral. Con los mismos interpretes apareciendo una y otra vez en sus filmes, casi como si viviesen una tercera vida en la pantalla, la de los personajes que encarnaban.
No debe extrañar, por tanto, que Bergman también probase suerte en un género, como el documental, que parece seguir una historia y una evolución en paralelo con el cine considerado de verdad, el de ficción y actores. Tanta aparte y tan separado, que tiene cierto sambenito de menor, incluso indigno, por lo que es raro, como ocurre con la animación, que los que cultivan una forma se dediquen a la otra. Mucho menos que alcancen similares alturas. Por suerte, en Fårödokument (Documento sobre Fårö ,1970), el genio de Bergman no experimentó mengua alguna. Puede figurar, con todos los honores, entre lo mejor de su obra, aunque esté un tanto obscurecida por el fulgor de sus hermanas mayores.
En apariencia, Fårödokument tenía todos los ingredientes para ser una obra menor. No ya por ser un primer intento por cultivar un género nuevo para Bergman, sino por su corta duración, apenas una hora, además de describir un lugar olvidado incluso por los suecos, una pequeña isla en medio del mar Báltico, satélite de otra isla mucho mayor y más importante. Un territorio, además, afectado por la migración y el declive demográfico, que amenazan con vaciarlo y convertirlo en mero lugar de vacaciones. Un decorado de cartón piedra impersonal para diversiones fugaces sin repercusiones, que esconde detrás de sí el vacío y la nada.
Sin embargo, desde un principio, el espectador descubre que este documental es especial, tan único y personal como cualquiera de las obras mayores de Bergman. Impresión - o presentimiento - que se anuncia por medios visuales, que pueden parecer arbitrarios, incluso esteticistas, pero que tienen una intencionalidad muy clara. Se trata del uso del color. Mejor dicho, de la alternancia entre el color y el blanco y negro. De manera repetida, la película cambia entre tomas del ambiente natural, fotografiadas con un color deslumbrante, y secciones en que los habitantes nos cuentan sus vidas, rodadas en un blanco y negro purísimo. Hay una oposición constante entre un lugar fascinante por su belleza paisajística y su vida animal, y la presencia de un elemento humano que no acaba de casar en él, que parece fuera de lugar, envejecido prematuramente.
En principio, como les señalaba, este recurso puede parecer gratuito, pero no lo es en absoluto. El secreto sólo se descubre a mitad de metraje, justo en la secuencia que he ilustrado con las capturas. De repente, el color aparece ahora ligado con la presencia humana, pero con los sectores más jóvenes de la población, aquellas personas que representan el futuro de Fårö, la pervivencia de esa comunidad en años y décadas posteriores. Pues bien, la mayoría de esos jóvenes sueñan, incluso han decidido ya, marcharse de la isla, donde no ven que puedan encontrar trabajo, mucho menos hacer realidad sus sueños e ilusiones.
El color, y su ausencia, se muestran así como expresión visual de la cisura entre jóvenes y adultos. El mundo en que estos crecieron, las ideas en las que fueron educados y aún creen, no es ya el de sus hijos, cuyas apetencias van por caminos muy distintos. El abismo además es infranqueable, puesto que las soluciones del pasado ya no son válidas. Peor aún, sólo contribuirían a ahondarlo. El proceso es, por tanto, irreversible. Fårö, como tantas otras comunidades tradicionales enfrentadas a la modernidad, se encamina hacia su desaparición. Quizás no la física, en la que termine siendo un erial deshabitado, sino aquélla muerte en vida que supone el turismo organizado. Ser réplica y remedo no de lo que se fue, sino de lo que los visitantes sueñan.
Fårödokument, como todo buen documental, no tiene un final cerrado. Es sólo una visita, la constatación en imágenes de un breve momento en medio de un largo proceso. Se saben los inicios, quizás las causas, pero sólo se puede intuir el final.
De ahí mi interés por ver el segundo documental de Bergman, dedicado a Fårö, pero una década más tarde.
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