(Nota: dado que he descubierto que tengo muchos films de animación recientes sin revisar, creo que vamos a dedicar los domingos a comentarlos. Así, además, seguimos con la costumbre de las listas de Annecy y Beltesassar)
La buena educación es lo primero. Creo que todos los aficionados a la animación debemos estar agradecidos a Wes Anderson por haber dedicado parte de su filmografía a la forma animada. Entre muchas otras cosas, porque al tratarse de un director de fama, respetado por la crítica, sirve de gran ayuda para sacar la animación del Ghetto infantil, o de espéctaculo de mero lucimiento tecnológico, al que se la suele relegar. Una aportación que, además, no es anecdótica, mucho menos desdeñable. Las dos películas animadas de Anderson son obras muy notables, valerosas incluso, al asumir el riesgo de haber sido construidas sobre una técnica, la animación fotograma a fotograma con muñecos, que podría considerarse ya periclitada con el triunfo del ordenador:
Ya les hable hace mucho de su primer intento, Fantastic Mr. Fox (El Fantástico Sr. Fox, 2009), obra que constituía una doble excepción en el panorama cinéfilo de la década pasada, por los dos motivos ya apuntados: el hecho de haber sido realiza por un director de películas de actores reales, unido al no utilizar la 3D ni los CGI como fundamento y excusa. La película, asímismo, era una actualización del repertorio temático de los cuentos y leyendas infantiles, con la suficiente ironía y desapego como para atraer a un público adulto, más desengañado y esceptico, pero sin recaer en el rechazo y burla tan común en el postmodernismo. A pesar de su sofisticación y consciencia de género, Fantastic Mr. Fox seguía siendo el relato de un héroe que debía vencer dificultades sin cuento, hasta alcanzar un final feliz alcanzado tras arduas penalidades.
Sin embargo, lo que llamaba realmente la atención, en especial para los aficionados a la animación, era la facilidad con que Anderson se había adaptado a los manierismos de la forma animada. Este director parecía haber entendido, de forma natural, que el mundo animado habita una región geográfica distinta de la de la cinematografía. Un lugar en que lo soñado, por muy imposible que parezca en la realidad, es creíble y verosímil. Tanto más, cuanto más separado se halle del mundo natural, cuanto más aparente sea su truco y su cartón, menores sus ansias por alcanzar y superar la realidad de lo percibido. La alusión, la referencia, la hipérbole, incluso la caricatura, se convierten en sus mejores armas, sin que puedan ser blandidas por el cine normal, al menos con soltura.
Todas estas características, todos estos aciertos siguen presentes en Isle of Dogs (La isla de los perros, 2018), a los que se les añade una pequeña genialidad: la inclusión de una barrera idiomática, el japones hablado por los personajes humanos, que nos impide entenderlos, pero que no se aplica a los perros. O al menos entre ellos y los espectadores, puesto que los perros protagonistas son tan incapaces de entender a los humanos de la película como nosotros. Foso cultural que permite a Anderson inventar todo tipo de estrategias para sortearlo, a cada cual más hilarante. Desde la introducción de un traductor simultáneo a un teleprinter que va transcribiendo lo que se dice, pasando por un estudiante de intercambio que nos cuenta lo que ve, lo que que se le ocurre y lo que va aconteciendo ocurriendo.
Voces superpuestas que, a pesar de su literalidad, no ocultan el otro gran acierto, casi obligado, de la película: La omnipresente ininteligibilidad fuerza a Anderson a apoyarse en medios visuales para narrar. Así, ciertas secciones se nos presentan en forma de teatro pictórico - incluso una como teatro de verdad - o se permiten la pirueta de disfrazarse como animación 2D en medio de una narración de stop-motion. Con un grado de consciencia, por parte de la película, de la técnica con que ha sido construida que se atreve a jugar con sus propias limitaciones, tanto la frontalidad inherente a toda animación como que el movimiento se realice en planos paralelos al de la pantalla - véanse las capturas - sin ser posible hacerlo en el sentido de la profundidad o las diagonales. O como el típico recurso de la nube de polvo que cubre una pelea, debido a la dificultad de representarla dibujada en todo su detalle, remedado aquí, en la stop-motion, mediante el uso de algodón.
Pericia y sabiduría técnica que no se queda en mero ejercicio de estilo. Como el gran narrador que es, Anderson sabe involucrarnos en las peripecias de sus personajes, un viaje del cual, al principio, no sólo ignoramos su destino, sino incluso los términos y circunstancias en que se plantea. Transitar sin rumbo, con fin incierto, pleno en encuentros, tanto decisivos como no, que el director sabe enhebrar con particular habilidad, sin caídas de ritmo, ni pérdida de una unidad, narrativa y estética, que se reafirma a cada instante. Incluso cuando parezca que se construye a base de parches y retazos, de inconsistencias y bandazos, en claro reflejo del basurero sin fin en el que viven los perros protagonistas.
Un único pero, sin embargo, que el cierre, con triunfo final de los héroes caninos y humanos parezca un tanto apresurado. Como si la propia dinámica de la historia narrada se hubiera impuesto a su lógica interna y le hubiera forzado una conclusión.
Todas estas características, todos estos aciertos siguen presentes en Isle of Dogs (La isla de los perros, 2018), a los que se les añade una pequeña genialidad: la inclusión de una barrera idiomática, el japones hablado por los personajes humanos, que nos impide entenderlos, pero que no se aplica a los perros. O al menos entre ellos y los espectadores, puesto que los perros protagonistas son tan incapaces de entender a los humanos de la película como nosotros. Foso cultural que permite a Anderson inventar todo tipo de estrategias para sortearlo, a cada cual más hilarante. Desde la introducción de un traductor simultáneo a un teleprinter que va transcribiendo lo que se dice, pasando por un estudiante de intercambio que nos cuenta lo que ve, lo que que se le ocurre y lo que va aconteciendo ocurriendo.
Voces superpuestas que, a pesar de su literalidad, no ocultan el otro gran acierto, casi obligado, de la película: La omnipresente ininteligibilidad fuerza a Anderson a apoyarse en medios visuales para narrar. Así, ciertas secciones se nos presentan en forma de teatro pictórico - incluso una como teatro de verdad - o se permiten la pirueta de disfrazarse como animación 2D en medio de una narración de stop-motion. Con un grado de consciencia, por parte de la película, de la técnica con que ha sido construida que se atreve a jugar con sus propias limitaciones, tanto la frontalidad inherente a toda animación como que el movimiento se realice en planos paralelos al de la pantalla - véanse las capturas - sin ser posible hacerlo en el sentido de la profundidad o las diagonales. O como el típico recurso de la nube de polvo que cubre una pelea, debido a la dificultad de representarla dibujada en todo su detalle, remedado aquí, en la stop-motion, mediante el uso de algodón.
Pericia y sabiduría técnica que no se queda en mero ejercicio de estilo. Como el gran narrador que es, Anderson sabe involucrarnos en las peripecias de sus personajes, un viaje del cual, al principio, no sólo ignoramos su destino, sino incluso los términos y circunstancias en que se plantea. Transitar sin rumbo, con fin incierto, pleno en encuentros, tanto decisivos como no, que el director sabe enhebrar con particular habilidad, sin caídas de ritmo, ni pérdida de una unidad, narrativa y estética, que se reafirma a cada instante. Incluso cuando parezca que se construye a base de parches y retazos, de inconsistencias y bandazos, en claro reflejo del basurero sin fin en el que viven los perros protagonistas.
Un único pero, sin embargo, que el cierre, con triunfo final de los héroes caninos y humanos parezca un tanto apresurado. Como si la propia dinámica de la historia narrada se hubiera impuesto a su lógica interna y le hubiera forzado una conclusión.
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