Llegaba a ver esta película de Bergman con cierta aprensión. Había leído que era una obra muy menor, achacable al ser una colaboración con una productora estadounidense. Se habría contaminado así de los malos usos de Hollywood, de manera que el director se habría visto obligado a limar sus audacias estilísticas, a disimular su integridad estética. Sin embargo, hay que señalar que el cine americano de los años 60 y 70 poco tiene que ver con el actual, mucho menos con el de su periodo de oro. La ruptura cultural que supusieron los sesenta, junto con la revolución desencadenada por la Nouvelle Vague, le conferían un carácter transgresor, en ocasiones incluso vanguardista, que ha desaparecido casi por completo de las pantallas.
Por otra parte, para los círculos cinéfilos y cinematográficos estadounidenses, Bergman era objeto de adoración. No era raro que se le copiase de forma descarada, aunque los prestamos se quedasen en mero barniz superficial que otorgase prestigio, así que no es de extrañar que la industria de Hollywood quisiese tener un Bergman propio. Sin adulterar, además, cosa que consiguieron. Porque Beröringen (La carcoma ,1972), The Touch en su título inglés original, es un Bergman de cabo a rabo. Con dos de sus actores fetiches, Max von Sidow y Bibi Andersson, en los papeles protagonistas, con Sven Nyquist a cargo de la fotografía y con un guion repleto de las obsesiones del autor. Desde la muerte próxima e inevitable, al infierno en que se convierten las relaciones de pareja... o las mismas escapadas que se hacen para rehuirlo.
Los problemas de la película, que los hay y muchos, vienen por otro lado. El primero es el cambio de lenguaje, un inglés omnipresente punteado aquí y allá por breves diálogos en sueco. Al escuchar hablar a von Sidow y Andersson, en especial a esta última, no podía evitar la impresión de que la lengua extraña envaraba sus actuaciones. La viveza que tenían sus intervenciones, sus réplicas y apostillas, en sueco se perdía por completo al verterse en un idioma ajeno. Se notaba demasiado que recitaban su papel, que el hablar en inglés les privaba de la naturalidad que convierte lo interpretado en vivido, lo visto en creíble.
Esto ya bastaba para quebrar varias escenas cruciales, pero aún había otro inconveniente mayor. La historia de infidelidades que cuenta Berörigen, con el personaje de Andersson enamorado hasta la obsesión por un Elliott Gould que la maltrata y la menosprecia, para al momento siguiente caer rendido a sus pies, me resultaba demasiado familiar. En realidad, era casi el mismo argumento que en En passion (La pasión de Ana, 1969), sólo que narrado desde el punto de vista de la protagonista femenina, en vez del del masculino. Al igual que entonces, una mujer tenía que lidiar con los bandazos sentimentales de un amante inestable, cuyo desequilibrio mental saboteaba, una y otra vez, su relación amorosa.
El fallo, sin embargo, no estaba en el cambio del punto de vista, sino en la intensidad e implicación con que se narraba. En En passion, Bergman callaba más de lo que nos contaba, de manera que esos misterios, esas asperezas y desgarros, se iban acumulando, pesando en la narración, condicionándola, hasta conducir a un estallido irreparable e irreversible. Incluso las inconsistencias narrativas, los bruscos saltos en la acción, contribuían a subrayar el clima de exasperación y fatalismo de la historia, como si reflejasen, en su plasmación visual, el desquiciamiento del protagonista. Por el contrario, Beröringen es mucho más clara y lineal, casi simplista, de manera que cualquier contradicción queda a la vista. Identificada como fallo constructivo, no como soporte integrante de la estructura narrativa.
No ayuda tampoco que ciertos elementos sean subrayados como si fueran esenciales, para luego no volver a citarse. Así, justo al principio de la cinta, Bergman describe con especial detenimiento las reacciones de Andersson ante la muerte de su madre.. sin que esta pérdida tenga luego mayor repercusión, más allá de servir de excusa para conocer a quien será luego su amante. Peor aún, tras esta quiebra, ella parece haber vuelto a la normalidad más absoluta de su vida de casada, lo que torna incompresible la relación posterior con Gould, quien nunca llega a tener la presencia y la enjundia de un antihéroe Bergmaniano. En vez de ser obligada por las circunstancias, queda como mero capricho, ya que Andersson no debería tener motivos de peso para embarcarse en esas aventuras extramaritales.
Lo anterior no quiere decir que la película sea mala, ni mucho menos. Lo que ocurre es que está muy por debajo de lo que Bergman podía alcanzar a esas alturas de su carrera. Sin que esto evite encontrar, aquí y allá, escenas que podrían contarse entre lo mejor suyo. Como la que he intentado ilustrar al inicio, una secuencia que es un auténtico tour-de-force visual. Sin que permitirnos escuchar una sola palabra, utilizando sólo con miradas y gestos, comprendemos que Andersson ha decido partir en busca de su amante, en medio de una fiesta dedicada a su esposo. A quien tiene que mentir, convencer que marcha a casa, debido a una indisposición.
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